jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves Santo

Jueves 28 de marzo


Éx 12,1-8.11-14: Yo pasaré esta noche por Egipto y me tomaré justicia de todos los dioses. 
1 Cor 11,23-26: Esto es mi cuerpo; ésta es mi sangre. Haced esto en memoria mía.
Jn 13,1-15: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.


Celebramos la misa de la cena del Señor, actualización y memorial de la Última Cena de Jesús con sus discípulos. En ella, Jesús sintetiza toda su obra en un sólo y único mandamiento, su testamento espiritual: que nos amemos mutuamente como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34). En torno a este eje, centro de toda la vida cristiana, orbitan y adquieren pleno sentido los acontecimientos que se nos narran en este día, y que perfilan el alma del cristianismo: el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y la institución del sacerdocio. 
El lavatorio de los pies es signo y expresión suprema del amor de Jesús, que nos «amó hasta el extremo». Por eso, el lavatorio de los pies no es un simple y llano gesto de humildad, como comúnmente se entiende. El lavatorio de los pies es mucho más que eso. Es la manifestación visible de la «oblación> divina, del «anonadamiento», de «hacerse uno de tantos», de «entregarse hasta la muerte, y muerte en cruz», según San Pablo en su Carta a los Filipenses. Así, una vez más, el amor supera todas las barreras, todos los límites, todas las cortapisas humanas. Y por ello, precisamente, el amor es más fuerte que la muerte, la sobrepasa, la vence. 
Decía Erich Fromm que sólo el amor redime al hombre, porque sólo él es capaz de romper las finitudes humanas. Y es verdad, pero el camino del amor sólo es posible desde el camino de la conversión y purificación interiores. Quien no está dispuesto a renunciar a sí mismo, a sus gustos, a sus caprichos, a sus apetencias humanas, a sus proyectos personales, no ha entendido para nada el gesto del lavatorio que hoy conmemoramos, y, por tanto, aún no se ha enterado de en qué consiste ser cristiano. No es de extrañar por qué tantas y tantas personas se escandalizan de nosotros, los cristianos. No es de extrañar por qué nuestra vida no es creíble. 
Nos pasamos la vida realizando cosas por Jesús y por el Evangelio, predicando y anunciado la Palabra, pero todo lo hacemos sin amor. Y sin amor nada somos (cf. 1 Cor 13), de nada sirve lo que hagamos, porque en el fondo seguimos instalados en nuestros egoísmos, y el egoísmo no salva. Por eso, Judas, personificación de cualquier creyente que es incapaz de saltar del «yo» al «nosotros», no aceptó la salvación de Dios. Estaba tan enfrascado en su círculo de vaciedad, que no le quedaba tiempo para la contemplación de los otros. Su dios era él mismo, su dinero, la bolsa, los encantos de este mundo. Así es imposible el amor. 
Este amor no es una realidad pasajera de momentos inolvidables, sino la vivencia día a día de la donación y entrega a los demás. El mandamiento nuevo nos deja la hondura del amor cristiano que hemos de contemplar como don gratuito llevado hasta sus últimas consecuencias. Es un amor que se traduce en aceptación, comunicación, enriquecimiento, entrega, renuncia, como maravillosamente nos expone San Pablo (cf. 1 Cor 13,4-7). 
La Eucaristía es el centro y núcleo de todos los sacramentos, esencia y vida de la misma vida del cristiano, alimento espiritual que fortalece y robustece nuestra fe (cf. Jn 6,53-58). ¿Cómo podemos alimentar nuestra fe, sino es meditando y «rumiando» en nuestro interior la Palabra de Dios? ¿Cómo podemos fortalecer nuestra entrega, nuestra generosidad y nuestro amor si nos falta el pan del cielo? ¿Cómo podemos tener vida en nosotros si no comemos y bebemos el cuerpo y la sangre de Cristo? Por ello, no podemos entender la moda, por otra parte muy extendida entre los creyentes, según la cual se prescinde de todos los sacramentos, también de la Eucaristía, en la vida cristiana. Es una contradicción y una aberración, porque es querer ser cristiano sin Cristo, o al margen de Él. Al final, este tipo de cristianismo acaba convirtiéndose, en el mejor de los casos, en un puro humanismo de «tejas para abajo», sin relación alguna con la trascendencia.  
Sin Eucaristía no hay cristianismo porque en ella se celebra la presencia viva del misterio de Cristo: su Pasión, Muerte y Resurrección, tríada axiológica que configuran las entrañas mismas de la salvación de Dios.  
La institución del Orden Sacerdotal es la consecuencia lógica del mandamiento del amor, plasmado en la institución de la Eucaristía. El sacerdocio ha sido instituido por Cristo para hacer presente en el mundo el sacramento del amor, la Eucaristía: «haced esto en memoria mía». Pero consagrar el pan y el vino y convertirlos en cuerpo y en sangre de Cristo no es un mero gesto o un rito más. 
Es ante todo, un sacramento que es vida, compromiso, don, entrega, sacrificio generosidad, testimonio. El sacerdote, a ejemplo del Maestro, ha de ser el primero en servir a sus hermanos. La Eucaristía que celebra y que comparte con sus hermanos en la fe está significando para él todo un reto de ejercicio diario de buscar y realizar la voluntad de Dios a través del sacrificio y la entrega sin condiciones a la causa del Reino, patente en las necesidades humanas. 
Desde su triple misión de sacerdote, profeta y rey, el presbítero ha de guiar sabiamente al pueblo de Dios, con la enseñanza de la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia; con la administración de los sacramentos, fuente de vida; con las obras de caridad en favor de los más pobres, a ejemplo de Jesús. 
Ante la crisis sacerdotal que viene padeciendo la Iglesia hace aproximadamente tres décadas, conviene rogar y pedir con insistencia al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Lc 10,1-3). Que en nuestras visitas al monumento, en el que hoy, Jueves Santo, queda expuesto el Santísimo, roguemos con fe confiada y firme al Señor, para que nos siga concediendo santos, buenos y serviciales sacerdotes, entregados en cuerpo y alma a la misión de la evangelización. 
Queridos amigos y hermanos, en este día del amor fraterno estrechemos más nuestros lazos de amor y de unidad. Que todos seamos uno en el Señor para que el mundo crea (cf. Jn 17,21-22).

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