jueves, 14 de noviembre de 2013

Trigésimo tercer domingo del tiempo ordinario

Mal 4,1-2: Os iluminará un sol de justicia.
2 Tes 3,7-12: El que no trabaja, que no coma.
Lc 21,5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. 

No es un secreto confesar que todos sentimos cierto respeto y temor ante el futuro y que por ello vivimos obsesionados por la seguridad del mañana. Gestionamos ahora todo tipo de seguridades –sobre todo la seguridad de la propia vida-, para tener cubiertas las espaldas ante cualquier evento. Con todo, el futuro nos asusta porque nadie es dueño ni de la historia, ni de los acontecimientos que la gestan y escriben. Este miedo al futuro puede llevarnos a vivir en una permanente desazón, a la desesperanza, a no esperar nada ni a creer en nadie. Es un miedo peligroso para la vida de la fe porque puede conducirnos a la desconfianza en la salvación de Dios.

 El Evangelio que hoy hemos proclamado es de una variada y profunda riqueza, que nos da, como se suele decir, <<una de cal y otra de arena>>: Jesús nos tranquiliza frente a los agoreros de siempre que anuncian cataclismos y desastres futuros porque Dios sabe bien lo que se hace; pero al mismo tiempo hemos de estar siempre preparados para sufrir todo tipo de persecuciones por defender la causa del Reino de Dios.
En los tiempos últimos que nos ha tocado en suerte vivir resurgen del nuevo los movimientos milenaristas de todo tipo, los aguafiestas que auguran un futuro negro, los impostores de la vida que siempre han visto en blanco y negro, nunca en color. Son mercachifles de baratijas que trafican con las dudas y los temores de las conciencias débiles. Unos anuncian el final del mundo, otras catástrofes y males sin cuento, otros nos ofrecen la salvación adecuada, especie de remedio milagroso para tales males. Las ofertas son en ocasiones sugestivas y sugerentes, sobre todo cuando juegan con psicologías débiles e inseguras. Los cristianos no estamos a salvo de tales envites. Por ello, Jesús, que conocía al milímetro el corazón y la mente humana, nos advierte de los falsos profetas de todos los tiempos: <<Cuidado con que nadie os engañe; no vayáis tras ellos>>. Hemos de tener los ojos bien abiertos para saber distinguir, juzgar y discriminar lo falso de lo auténtico, cosa nada fácil.

Uno de los profetismos más fascinantes –y al mismo tiempo más falaz- es el profetismo de la técnica, sobre todo porque ofrece al hombre de hoy la seguridad del mañana. Nuestra dependencia y confianza sin límites en la técnica es  ciega pensando que no hay nada que no pueda solucionarnos. Pero claro está, la técnica no es dadora de sentido; la técnica, con mucho, nos salva materialmente pero no ontológica ni espiritualmente. Y si el hombre vive al margen de la dimensión del espíritu, ¿en qué se ha convertido? Esto es lo que hemos de tener claro para no dejarnos deslumbrar por los éxitos aparentes y ficticios que nos proporciona la tecnología más sofisticada. Bien lo expresó el Concilio Vaticano II: <<El progreso humano, que es un gran bien del hombre, lleva consigo una grave tentación, pues, una vez turbada la jerarquía de valores y mezclado el bien con el mal, los individuos y las colectividades consideran sólo sus propios intereses y no los ajenos. Con esto, el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad, mientras el creciente poder del hombre amenaza, por otro lado, con destruir al mismo género humano. Toda la actividad del hombre, que por la soberbia y el desordenado amor propio se ve cada día en peligro, debe purificarse y encaminarse a la perfección por la cruz y la resurrección de Cristo>> (Gaudium et spes, 37).

En medio de tantas ofertas humanas los cristianos tenemos que distinguir siempre cuál es la oferta de Dios, que en realidad es la única que nos salva. Pero implica una total confianza en su voluntad, en sus designios. Con Dios no tenemos la seguridad humana que pueda dar la técnica, pero sí tenemos la seguridad de la fe, que llena de sentido toda nuestra existencia, que nos lanza a vivir en el riesgo y en las incertidumbres humanas, pero en la confianza y en la certeza de Dios: <<Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá>>. Por esta razón, el cristiano que <<vive de la fe>> (cf. Rom 3,21-30) vive y enfoca los acontecimientos de la vida con paz y serenidad de espíritu, seguro de Dios, y evita el <<pánico>> y el nerviosismo producto de las dudas, fracasos y desesperanzas humanas.

No sabemos ni el día ni la hora. No sabemos cómo se nos manifestará el Resucitado. No sabemos cómo llegaremos al Reino de Dios. No sabemos ni el cómo ni el cuándo de la horade Dios, pero sí sabemos que el futuro de Dios, que es el de todos los que creen y se fían de Él, es la salvación plena y total. Ante tal evento los cristianos tenemos una tera que cumplir, una misión que realizar en u mundo lleno de dificultades y habitado por <<mesías redentores>> por todo tipo: ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-149.
Es decir, nuestra misión como cristianos es llenar el mundo de Dios, contagiar a los hombres de nuestro tiempo con el sentido de la esperanza, de la serenidad y de la confianza en la salvación de Dios. Pero eso sí, en medio de persecuciones, asumiendo la cruz de cada día, carta de autenticidad de nuestro vivir y de nuestro obrar cristianos.

Jesús viene a los hombres y nos anuncia que el fin debe ser construido aquí y ahora, no de manera improvisada, porque el Reino de Dios comienza en el presente y está dentro de nosotros. <<Ya>> se ha producido la salvación de dios a los hombres y al mundo, pero <<aún no>> ha llegado a su plenitud. Nos compete como cristianos dinamizar el proceso de salvación y su liberación (cf. Tom 8,22-24). Lo que no podemos hacer es cruzarnos de brazos, fomentar la falsa actitud del pasivismo pensando que Dios nos resolverá todos los problemas. Ésta fue una de las tentaciones de las primeras comunidades cristianas. Por eso, como hoy hemos leído, San Pablo nos advierte: <<el que no trabaja, que no coma>>, porque muchos cristianos de su época se echaron en brazos de una total inactividad pensando que el <<día del Señor>> era inminente y, en consecuencia, ya no merecía la pena esforzarse por nada. Es la falsa seguridad de <<dejar todo en manos de Dios>>, tan corriente antes como ahora. Es la expresión más patente de un cristianismo desencarnado que mira tanto al cielo que se olvida de la tierra. El cristiano no puede renunciar a su condición humana is realmente quiere colaborar con Dios en la redención del mundo. Dicho en un refrán muy de nuestra cultura: el cristiano ha de estar <<a Dios rogando y con el mazo dando>>, ha de tener en una mano en Evangelio y en la otra el periódico, iluminar y colaborar en la salvación de los acontecimientos de cada día desde el amor, la fe y la esperanza en el Todopoderoso. <<Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios […] Están por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signos de la grandeza de Dios […].. El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo>> (Gaudium et spes, 349).

Fotos de la tertulia cofrade “Juan de Mesa”


Por cortesía de Benito Córdoba podemos mostraros imágenes de las intervenciones que tuvieron lugar el pasado jueves en nuestro salón de actos, con motivo de la mesa redonda “In memoriam” dedicada a Rafael Muñoz Serrano.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario

2 Mac 7,1-2.9-14: El rey del universo nos resucitará para una vida eterna.
2 Tes 2,15-3, 5: Que el Señor dirija vuestro corazón para que améis a Dios.
Lc 20,27-38: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.

Hacia el siglo V a.C., se escribió el Libro de Job, quien no fue tanto un personaje histórico cuanto una tipificación e idealización de la problemática que surge entre la fe y la razón cuando se quiere vivir la vida con coherencia de sentido.

El caso de Job es de todos bien conocido: un hombre muy rico que todo lo pierde en un abrir y cerrar de ojos. Pero como las calamidades nunca vienen solas, a la pérdida de los bienes materiales hay que añadirle el dolor y el daño físico y moral. Esta situación de oprobio y de <<problema total>> hace posible que se plantee y le plantee a Dios el sentido de la vida y de la muerte, hasta el punto de <<exigirle>> a Dios razones que expliquen el porqué y el para qué de la vida misma y de la muerte misma, es decir, razones que expliquen el sentido de todo. Así, Job es el símbolo de esa lucha interior que el hombre de todos los tiempos mantiene con Dios y consigo mismo. Sin embargo, a la envergadura del planteamiento, Job unía la solidez de su confianza en Dios, en quien siempre creyó y esperó.

Job no se conforma con el planteamiento tradicional de su época: que Dios premia a los buenos en esta vida y también castiga a los malos en esta vida. Esa ley no se ha cumplido en él, sino todo lo contrario. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo puede ser que Dios castigue, aparentemente, a los buenos y premie, también aparentemente, a los malos? con Job, el hombre inicia la andadura del problema de la trascendencia que alcanza su explicitación en el libro de la Sabiduría y en el libro de los Macabeos. Precisamente, en éste último se nos narra hoy la escena de los siete hermanos Macabeos que mueren por defender su fe a manos del rey Antíoco IV Epifanes. El planteamiento de los siete hermanos es unánime: mueren a esta vida pero resucitan a la vida eterna. Saben que recibieron la vida de Dios y a Él se la van a entregar en la esperanza de la resurrección.

La tónica no es ya el dicho conformista de Job, <<El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor>> (1,21), sino el aserto gozoso: <<De Dios las recibí [las manos] y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios>>. Así, se consolida poco a poco la creencia que dos siglos antes de Jesucristo ya estaba extendida en el pueblo judío: que los muertos resucitan.

Éste es el telón de fondo que sirve de contexto a la escena del Evangelio de hoy. No obstante, no todos los judíos creían en la resurrección de los muertos. Entre ellos se encontraba el grupo de los saduceos, gente muy rica, muy selecta y muy adicta a la ocupación romana. Con ellos mantiene Jesús una fuerte diatriba. Los saduceos, desde su incredulidad en la resurrección de los muertos, intentan <<cazar>> a Jesús mediante una estratagema. En efecto, en le ljudaísmo existía la llamada ley del levirato, según la cual si un hombre se casaba con una mujer y el hombre moría sin dejar descendencia, el hermano siguiente mayor de edad y soltero tenía que casarse con la viuda para procurar tener descendencia con ella y así perpetuar la memoria de su hermano fallecido. Acogiéndose a esta ley, los saduceos le plantean a Jesús una situación pintoresca: una mujer que se casa siete veces, porque otras tantas han ido muriendo los respectivos maridos y hermanos sin dejarle descendencia. Y aquí viene la pregunta capciosa de los saduceos a Jesús, si es que realmente existe la resurrección de los muertos como el mismo Jesús afirma: <<Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella>>. Jesús, con gran aplomo y personalidad y con una sabiduría infinitamente superior a la de sus enemigos dialécticos, les responde con contundencia que en el cielo nadie se casará. Todos los que hayan sido juzgados <<dignos de la vida futura>> serán como ángeles. Es decir, es una torpeza trasladar a la otra vida los esquemas mentales y las realidades terrenas. San Pablo es muy explícito al respecto: <<Se siembra lo corruptible, resucita lo incorruptible; se siembra lo miserable, resucita lo glorioso; se siembra lo débil, resucita lo fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita el cuerpo espiritual […] Esta carne y esta sangre no pueden heredar el Reino de dios, ni lo ya corrompido heredar la incorrupción>> (1 Cor 15,42-44.50). Pero la revelación principal que Jesucristo les hace a los saduceos es la de evidenciarles que Dios es un Dios de vivos y no de muertos pues de lo contrario Moisés, cuando el episodio de la zarza ardiendo, no habría llamado al Señor: <<Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob>>. Para Dios, dichos personajes están vivos y reinan con Él para siempre. Así, los deja en ridículo.

Mis queridos hermanos y amigos, la conclusión que se saca del Evangelio de hoy es que, después de la muerte, todos nosotros resucitaremos. Nuestro destino será el de Cristo, que murió y resucitó por nosotros, porque, como veíamos el domingo pasado, el Señor es <<amigo de la vida>> (cf. Sab 11,26). Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él.

En este mes de noviembre, mes de ánimas, conviene que reflexionemos más seriamente de lo que lo hacemos en el sentido de nuestra vida, porque en ella encontraremos también el sentido de nuestra muerte. Hemos de vivir con gozo y alegría, con entusiasmo y entrega, con plenitud de sentido, sabiendo por la fe que no todo acaba en la muerte, sino que la muerte es conditio sine qua non para que <<lo corruptible se revista de incorruptibilidad>> y <<lo moral se vista de inmortalidad>>.

Pidamos también por todos nuestros hermanos difuntos que se pasaron de esta vida a la casa del Padre para que, en Dios, hayan encontrado el consuelo definitivo, la dicha de la suprema y total felicidad.