miércoles, 9 de enero de 2013

Palabra de Dios: Fiesta del Bautismo del Señor

Domingo, 13 de enero

Texto evangélico:

Lc 3, 15-16: Como el pueblo estaba expectante y andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo, declaró Juan a todos: Yo os bautizo con agua; pero está a punto de llegar el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
Lc 3, 21-22: Todo el pueblo se estaba bautizando. Jesús, ya bautizado, se hallaba en oración, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.


Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo recogida en Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Celebramos hoy la fiesta del bautismo del Señor. Litúrgicamente ha cambiado el escenario. Las celebraciones del nacimiento de Jesucristo, nuestro Salvador, dan paso a las celebraciones de su misión redentora. El bautismo del Señor señala, precisamente, el inicio de esta misión, que el Padre le encomienda: el anuncio del Evangelio con su palabra y con su vida.

¿Por qué se hace bautizar Jesús por Juan? Nos preguntamos con frecuencia. Es decir, ¿cómo siendo Jesucristo Hijo de Dios es bautizado por Juan el Bautista, que es hijo de hombre? Una pregunta que nos sugiere otra: ¿qué necesidad tenía Jesucristo del bautismo?

Jesucristo, ciertamente, no tenía ninguna necesidad de ser bautizado. El bautismo de Juan era simplemente un signo externo del arrepentimiento y de la conversión del corazón. Todos los que iban a bautizarse con el Bautista habían escuchado su mensaje sobre la necesidad de la conversión, como camino ineludible de preparación para recibir al Mesías. Jesús, en consecuencia, no entra en esta lista de candidatos, y, sin embargo, se hace bautizar por Juan. ¿Qué está indicando este gesto?

La respuesta es clara: Jesús es verdadero hombre, como ya declaró el Concilio de Calcedonia, y, por tanto, es hombre con todas las consecuencias. Es decir, asumió la humanidad en plenitud, y nada de lo humano le fue ajeno, excepto el pecado. Esto quiere decir, mis queridos amigos, que Jesucristo no jugó a ser hombre, sino que inició y completó el arco existencial humano para llevar al hombre a Dios y así llenarlo de sentido. Jesús se pone a la cola de los que van a ser bautizados por Juan no para convertirse, sino para dar ejemplo y convertir a todos al Evangelio con el auténtico bautismo en «Espíritu Santo y fuego».

Pero este gesto encierra también una magnifica lección de humildad. Jesús, el Hijo de Dios, se rebaja a la condición humana y se hace uno de tantos, como muy bien expresa San Pablo en su Carta a los filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos» (2,6-7). Jesús es, así, la encarnación viva de las bienaventuranzas, carta programática de su misión de salvación: el anuncio del Reino. Y es que la salvación nunca puede ser impuesta, sino que siempre ha de ser propuesta desde la sinceridad, generosidad, humildad y sencillez de vida. Son las recomendaciones continuadas que Jesús da a sus discípulos de todos los tiempos.

De todo lo hasta aquí dicho, dos son las lecciones que tenemos que aplicarnos en nuestra vida, mis queridos hermanos. La primera, que a ejemplo de Jesús amemos lo humano, todo lo humano para llevarlo a Dios. Que nos encarnemos en las situaciones realmente difíciles, sin esperanzas, sin salidas humanas, socialmente marginadas, para transformar el llanto en alegría, las desesperanzas en esperanzas, y así salvar y sanar lo que parece perdido.

La mies es mucha, y los obreros pocos, en el decir evangélico, por ello hemos de rogar al dueño de la mies que siga enviando obreros a su mies (cf. Lc 10,2-3). El bautismo nos ha consagrado y comprometido de pies a cabeza con la misión de Jesús de anunciar el Reino a todos los hombres, especialmente a los más necesitados. Ser cristiano y vivir en cristiano es ser humano y vivir en clave humana. Desentenderse de los graves y grandes problemas que acucian un día sí y otro también a muchos de nuestros hermanos, es falsear nuestro compromiso de fe, porque falseamos desde su raíz el Evangelio mismo.

En todas nuestras ciudades de residencia tenemos nuestras “mieses” particulares que atender, esto es, nuestros barrios marginales y marginados, nuestras situaciones sociales injustas. Éste es nuestro real y concreto campo de trabajo. En él tenemos que encarnarnos, para que siendo uno más, podamos sembrar la semilla del Evangelio. Éste fue el ejemplo de Jesús; éste fue el ejemplo de la madre Teresa de Calcuta; éste sigue siendo el ejemplo de tantos y tantos misioneros y misioneras, encarnados en la vanguardia más lacerante de las realidades humanas. Ser cristiano es seguir e imitar a Jesucristo, quien sin dejar de ser Dios se hizo hombre para llevar al hombre a Dios. Los cristianos, a semejanza de Jesucristo, tenemos que llevar Dios al hombre realizándonos plenamente como hombres.

La segunda, que a ejemplo de Jesús anunciemos el Evangelio, no desde la prepotencia sino desde la sencillez de la vida. No con imposiciones sino con proposiciones. No con amenazas sino con mucho amor. El papa Pablo VI, de feliz memoria, decía que “la fe nunca puede ser impuesta, sino que ha de ser propuesta”. Si Dios no fuerza a la salvación, cuánto menos nosotros.

Los cristianos tenemos, pues, la misión de evangelizar, pero la verdad, la transparencia y la sinceridad de nuestro vivir y de nuestro obrar sólo pueden estar avalados por nuestra fe auténtica en Dios. Sin Dios nada podemos.

Por eso, el otro gran mensaje del bautismo del Señor es que seamos oyentes de la palabra: «Éste es mi Hijo amado». Esta palabra del Padre celestial aparece en el episodio de la transfiguración de la siguiente manera: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle”. La acción, que es la evangelización, necesita de la oración. Ésta avala la autenticidad de aquélla, porque la misión de evangelizar no es una obra nuestra, sino de Dios (cf. Hch 5,38-39). Si la convertimos en mera obra y criatura humana, desembocaremos en el puro activismo. No comunicaremos a Dios porque no estamos llenos de Dios. Comunicaremos, con mucho, nuestras palabras huecas y vacías.

En esta fiesta del Bautismo del Señor, pidámosle dos cosas muy sencillas y muy directas: un corazón grande para amar y entregar nuestra vida en favor de los demás y un hondo espíritu de oración. Estos son los dos pilares necesarios para llevar a cabo la vocación de Dios en cada uno de nosotros: la evangelización.

Pongamos nuestros ojos en el Maestro, nuestro modelo supremo, que conjugó la acción con la oración, y por eso su vivir fue un vivir en plenitud: acercó Dios al hombre y llevó al hombre a Dios.

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