viernes, 21 de febrero de 2014

Séptimo domingo de tiempo ordinario

Lev 19,1-2.17-18: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 
1 Cor 3, 16-23: Todo es vuestro, vosotros de Cristo, Cristo de Dios.
Mt 5,38-48: Amad a vuestros enemigos.

Las reflexiones espirituales y cristianas que en este séptimo domingo del ciclo ordinario nos ofrece nuestra Madre la Iglesia giran también en torno al Sermón de la Montaña. 

A una sociedad inmersa en la vida de empresa, le suena a <<cuento chino>> lo que hoy nos dice el Evangelio: <<Si te dan una bofetada en una mejilla, pon la otra>>, en oposición direct al uso común del mundo empresarial, en el que priman los empujones y las zancadillas de unos contra otros, porque lo que importa es el éxito, el poder, el querer dominar a los demás sin importar para nada el <<amor al prójimo>>. En la misma dirección podíamos hablar de las otras sentencias de Jesús: <<Si una persona te pide que camines con ella durante una milla, acompáñale dos; o si alguien te pide un vestido, dale también la capa>>. Las propuestas de Jesús se parecen más a unas propuestas propias del mundo de los sueños que a unas propuestas del mundo de la realidad. O, en todo caso, las propuestas de Jesús, como mucho, sirven para ciertos grupos reducidos de vida cristiana, al estilo de las primeras comunidades evangélicas. 

Por otro lado, las anteriores propuestas de Jesús parecen entrar en contradicción con otros dichos y hechos del mismo Jesús. Así, por ejemplo, Jesús nos conmina a poner la <<otra>> mejilla, y, sin embargo, Él, en la noche de su pasión cuando lo abofeteaban no puso la otra mejilla, sino que se volvió a uno de los soldados y le dijo: <<si he faltado en el hablar, declara en qué está la falta; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?>> (Jn 18,23). Con todo, en el Evangelio pasa lo que en el refranero español, que las cosas hay que entenderlas bien. Todo tiene su filosofía y su verdad.

Jesús insiste una y otra vez: <<Amad a vuestros enemigos porque, ¿qué mérito tenéis en amar a los amigos? Esto también lo hacen los paganos>>. Es una máxima típicamente cristiana, aunque los hombres de la humanidad de mayor altura moral, como le pasó a Buda, ya atisbaban un cierto deber que tiene el hombre ético y el hombre honesto de perdonar al hombre que le hace una ofensa. Hay un texto de Buda que tiene una gran semejanza con la anterior máxima de Jesucristo. El texto es el siguiente: <<Aún cuando los ladrones y asesinos os aserrasen un miembro tras otro y os encolericéis en vuestro corazón, incluso en este caso, debéis de actuar de la siguiente forma: No queráis pensar nada injusto, no dejéis escapar ninguna mala palabra, nosotros queremos mantenernos amables y compasivos, con buen corazón, sin odio oculto>>.

A nosotros se nos hace una montaña tener que perdonar, <<incluso a nuestros enemigos>>, pero lo cierto es que en el interior de cada persona humana siempre hay un rescoldo de verdad, de justicia, de positividad. Nadie es malo en su totalidad, por eso siempre cabe el perdón. Lo importante es que con los ojos del corazón, que son los ojos de la fe, descubramos lo que de bueno hay en las personas, en todas las personas, incluso en aquéllas que son enemigas. Sólo desde una visión positiva de los demás estaremos en condiciones de ofrecerles nuestro perdón en sus desvaríos. A este propósito, me comentaban de una película sobre la Segunda Guerra Mundial en la que un oficial del ejército discriminaba a otro oficial por no haber hecho determinadas muertes, a lo que éste le contestó: <<Cuando tú ves a un hombre a unos trescientos metros tuyos lo ves como tu enemigo, pero cuando ese mismo hombre lo ves sólo a tres pasos es un hombre con toda la carga de humanidad, con nombre propio. Entonces, ya no es tu enemigo, sino tu hermano>>.

Decía Martin Luther King que la violencia y el hacer el mal a los demás, porque los considero enemigos míos, sólo produce una carga y una revolución continua de violencia, de ofensas y de luchas intestinas. 

Eso mismo le pasa a Dios con nosotros. Nosotros con nuestros pecados nos oponemos a Dios, en franca enemistad con Él, pero Dios ve en nuestro corazón, nos perdona y nos quiere como hijos; por eso le rezamos: <<Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden>>. Por tanto, de nada vale participar de la Eucaristía y cumplir al milímetro con nuestros preceptos si saliéramos de nuestras iglesias con el corazón cargado de odio hacia nuestros enemigos.

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