jueves, 22 de junio de 2017

Duodécimo domingo del tiempo ordinario

Jer 20,10-13: El Señor libró la vida del pobre de manos de los impíos.
Rom 5,12-15: Gracias a Jesucristo, la benevolencia y  el don de Dios desbordaron sobre todos.
Mt 10,26-33: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.

Nuestros tiempos son tiempos de inseguridades que provocan miedo, mucho miedo, encarnado en facetas y en situaciones distintas: tenemos miedo a perder el trabajo, miedo a la soledad, miedo a las dificultades de la vida, miedo al dolor, miedo a la enfermedad, miedo a la muerte. Nuestro miedo es un miedo existencial paraliza nuestro miedo humano es un miedo que se gesta, paradójicamente, en las seguridades con que los hombres pretendemos amarrar y dejar bien atada la vida. ¿Por qué?  Porque las seguridades que los hombres nos fabricamos no  dejan de ser una pobres y efímeras seguridades, que al más mínimo revés existencial caen por tierra.
El nuestro es un miedo de corte ontológico que nos define e identifica: es un continuo “querer y no poder”. Desde el preciso momento en que el hombre se dejó seducir por la serpiente y sucumbió a sus ruegos, el miedo entró a formar parte de su estructura personal. El hombre creyó ingenuamente que sería como Dios, conocedor del bien y del mal, libertad suprema, poseedor de la felicidad completa. Pero lo que en realidad descubrió, cuando se le “abrieron” los ojos, fue un mundo imperfecto, lleno de calamidades y la misma muerte. Descubrió, como bien dice Paul Ricoeur, “su propia finitud y en ella el miedo a la desaparición total”. El miedo humano es, así, consecuencia directa de la desobediencia a Dios. Sin Dios, el hombre tiene que buscarse otros “dioses”, sucedáneos del único y verdadero Dios, para paliar sus miedos internos, sus temores, sus desdichas, sus infelicidades, sus infortunios. Y, a pesar de todo, continúa el miedo humano.
En el Evangelio de hoy el Señor nos dice: “No tengáis miedo a los hombres; no tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Jesús cambia las claves del tener o no tener miedo en oposición directa a lo que entiende el hombre.
Para el hombre, en  efecto, tener miedo consiste en perder la propia seguridad y el prestigio material, persona o social. Es un miedo completamente físico. Para Jesús, en cambio, el miedo tiene otro calado  más profundo y más vital. Es el miedo a la perdición eterna: “temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo”.
En una sociedad secularizada como la  nuestra, los hombres tememos a los que pueden matar el cuerpo y no tememos a los que pueden matar el alma. Al revés justamente de lo que Cristo nos indica en esta página del Evangelio. Por eso, nuestro miedo no puede ser vencido, porque es un miedo anclado en la  seguridad de una  libertad esclava de sí  misma, como apostilló sabiamente Eric Fromm.
Cristo nos propone la superación del miedo, venciendo el miedo ala libertas y a las consecuencias de la libertad. Sólo los hijos de Dios son libros, porque son auténticos” pobres de espíritu”, para quienes no hay más que la seguridad de Dios. Decía la madre Teresa de Calcuta: “Si camino sola, me pierdo; si camino con Dios voy segura”. Por eso, con gran acierto expresaba Santa Teresa de Jesús: “nada te turbe. Nada te espante… sólo Dios basta”.
La seguridad de sabernos en Dios, implica una intensa vida de fe, de oración y amor. Por la fe, Dios opera en nosotros la conversión: de las seguridades temporales, generadoras de miedo, pasamos a la seguridad divina. No es el hombre quien salva, sino Dios y nada más que Dios. Por la oración, descubrimos y nos afianzamos en Dios como el único absoluto, como el único Señor. Por el amor, Dios nos hace crecer hacia dentro y hacia fuera, porque es el único que en verdad nos liberta de nuestros miedos que nos impiden madurar, crecer, ser más. Una cosa es cierta: “No teme menos el que más tiene, sino el que más libre es; no está más seguro el que posee más bienes materiales, sino el que convierte su vida en don y en regalo a los demás”. A este propósito  comentaba San Juan de la Cruz que “en la tarde de nuestra vida seremos juzgados por el amor que hayamos hecho, o por el que, pudiéndolo hacer, no lo realizamos”. Para Dios nada valen nuestros bienes, nuestros poderes, nuestros puestos, nuestras dignidades. Eso no nos salva. Sólo nos salva el amor. Quien vive totalmente pendiente de sí mismo, vive  esclavo de sí mismo, temeroso de sí mismo. Quien vive para los demás, vive en la libertad de los hijos de Dios, sabiendo que Dios, que es fiel, nunca falla.
Mis queridos hermanos y amigos: “No tengáis miedo”, confiad plenamente en Cristo Jesús, el único que salva; el único que da sentido a la vida; el único que nos ayuda a afrontar la vida sin complejos y sin temores de ningún tipo. “No  tengáis miedo”, nos repitió también el papa Juan Pablo II a los pocos minutos de su elección papal. “No tengáis miedo”. Con Cristo todo lo podemos, porque Él venció para siempre el dolor y la muerte y nos abrió de par en par las puertas del corazón de Dios.

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