martes, 19 de marzo de 2013

Domingo de Ramos


Domingo 24 de marzo 

Is 50,4-7: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban.
Flp 2, 6-11: Cristo, a pesar de su condición divina, tomó la condición de esclavo.
Le 22, 14-23, 56: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Todas las ciudades importantes tienen su semana grande en la que se celebran las fiestas de su patrón o patrona. Las calles se engalanan para la ocasión hasta rayar la majestuosidad. El ambiente destila una alegría que rompe con la monotonía de siempre. Este contexto de gozo y de felicidad inunda el corazón de propios y extraños, de vecinos y foráneos, quienes bajo el estandarte del santo forman un solo pueblo. 
Los cristianos también tenemos nuestra semana grande: la Semana Santa, que se inicia con la entrada de Jesús en la ciudad santa de Jerusalén, que celebraba su fiesta grande: la fiesta de la Pascua. Por eso, la ciudad estaba llena de peregrinos y forasteros venidos de muchos lugares para participar en tan importante acontecimiento. 
Los cristianos celebramos también la Pascua, pero con un matiz distinto a la Pascua judía. Jesucristo es el Cordero pascual que ofrece su vida por la salvación de todos. Así, la Semana Santa se transforma en la vivencia singular de la misericordia divina, centrada en la fuerza radical del Evangelio. 
Jerusalén es la etapa final, el culmen del camino de Jesús en la historia; pero, al mismo tiempo, es el lugar donde se desarrolla el grito de la libertad, consumado por aquél que, clavado en el suplicio de los malditos, ejercita de manera humilde su programa de vida. También es símbolo de la Jerusalén celestial, donde Jesucristo, muerto y resucitado, Reina para siempre en el corazón de Dios. Toda la vida de Jesús fue un ir y venir por los caminos intrincados de la historia para acercar al hombre la salvación de Dios. Durante el <>, Jesús derramó el amor divino en todos los corazones que se abrieron desde el principio al don y a la misericordia de Dios. Los pobres, los pecadores, los desheredados de la tierra encontraron en Él un motivo para seguir esperando. Jerusalén es la plenitud de camino. 
La cruz es el máximo exponente de la entrega y del amor a los demás. Pero es una cruz abierta a la inmensidad de Dios, al infinito amor de Dios. Por eso, la muerte da paso a la vida, porque la aventura amor, más fuerte que la muerte, no puede quedar detenida en la trayectoria del dolor y del sufrimiento, de la angustia o de la tristeza. El horizonte de Dios es la vida. 
En numerosas ocasiones Jesús había dicho claramente a sus discípulos que Él había venido para cumplir la voluntad de su Padre; una voluntad que pasaba inexorablemente por Jerusalén, es decir, por la cruz. ¿Por qué? No porque Dios quiera la muerte, sino porque en la muerte se encuentra la vida. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (cf. Jn 15, 13). 
El Domingo de Ramos es la antesala de la entrega de Jesús. Jesucristo es realmente rey, «el hijo de David», pero su reino no es de este mundo. Por eso, cuando cesan las aclamaciones iniciales, queda al descubierto la verdadera naturaleza de la «entrada» de Jesús en Jerusalén. Jesús va a celebrar su Pascua, en la que Él mismo es el cordero que se inmola al Padre por la salvación de todos. 
Decía Bernanos que «todos tenemos un lugar en la Pasión de Cristo», y así es, en efecto. Como leemos en la Carta del apóstol San Pablo a los Filipenses, Cristo asume nuestra condición humana, la de todos los hombres en general y la de cada uno en particular. De esta manera, carga con nuestras debilidades y nos redime de nuestras esclavitudes. En consecuencia, en su pasión todos somos salvados. Pero es necesario, al mismo tiempo, que también los hombres busquemos nuestro lugar en la pasión de Cristo. Quiero decir, es necesario que nos encontremos con El en el sufrimiento, en el dolor, en la cruz, fuente de salvación y camino inexorable de redención. Es la identificación con el Maestro hasta sus últimas consecuencias. Es, en definitiva, ser verdaderamente discípulo de Jesús (cf. Lc 9, 23-25). 
Queridos amigos, celebremos intensamente la Semana Santa. Vivamos a fondo el misterio de nuestra salvación: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios. Que en medio de las procesiones, de los pasos, de los nazarenos, de las velas, de las cofradías, descubramos el verdadero rostro de Dios que nos invita a la conversión, al camino de la cruz, expresión sublime del camino del amor.

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