viernes, 11 de abril de 2014

Domingo de Ramos

Is 50,4-7: No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba.
Flp 2,6-11: Cristo, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango.
Mt 26,14-66: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

Los cristianos iniciamos la celebración de nuestra <<Semana Grande>>: la Semana Santa. En ella se compendian y se resumen los grandes acontecimientos de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, razón última del sentido de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, opera la salvación de todo el género humano asumiendo y padeciendo, como <<varón de dolores>>, todos nuestros pecados; ofreciéndose al Padre como holocausto a favor de toda la humanidad; venciendo definitivamente, por su Gloriosa Resurrección, al pecado y a la muerte.

El Domingo de Ramos es el símbolo, la antesala, el pórtico de entrada de tan gloriosos misterios. El camino de Jesús, iniciado en Galilea, conduce inexorablemente a Jerusalén, encuentro supremo con la cruz y la gloria, precedidas por la Pasión, tema central de la fiesta de hoy. El profeta Isaías nos introduce en el amplio tema del <<Siervo del Señor>>, <<varón de dolores>>, cuya figura se cumple históricamente en Jesucristo, quien, <<a pesar de su condición divina […] se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo>> (Flp 2,6-7). Por eso, todo el relato de la Pasión –que en este ciclo está tomada de San Mateo- es un claro exponente y desarrollo del significado de <<tomar la condición de esclavo>> por parte de Jesús.

Imbuidos de la llamada <<mentalidad de la eficacia>>, <<del éxito>> y <<del triunfo a toda costa>>, nos es difícil entenderá los cristianos de hoy por qué Jesucristo siendo Dios se hizo hombre; por qué tuvo que salvarnos sin eludir el dolor y la muerte; por qué no echó mano de su poder omnipotente para hacer las cosas de diferente modo. Y como Pedro, también nosotros le decimos a Jesucristo: <<Líbrete Dios, Señor. ¡No te pasará a ti eso!>>, en clara referencia a su pasión (cf. Mt 16,22). Es decir, queremos imponerle a Dios nuestro modo de pensar y de hacer las cosas. O, en todo caso, no acabamos de encajar ni de aceptar que el Hijo de Dios padeciera y muriera. En el fondo, acusamos la tentación del poder, del triunfo deslumbrante, de las alabanzas y de los aplausos. Que <<Dios demuestre que es Dios>>, como ya vimos en la segunda de las tentaciones de Jesús (cf. Mt 4,6).

Sin embargo, el modo de ser y de actuar de Dios no tiene nada que ver con nuestros deseos y aspiraciones.  Jesucristo no tiene que demostrar que es Dios, sino que los hombres tienen que creer en Él como Hijo de Dios que toma sobre sus espaldas el dolor, el sufrimiento y la muerte como símbolos de su entrega a lPadre por nosotros. Dios ya se ha acercado al hombre: se ha encarnado, ha compartido nuestra historia, ha muerto por nosotros. Ahora hace falta que los hombres nos acerquemos a Dios, que los cristianos creamos en Dios tal y como se nos ha revelado y manifestado en Jesucristo. Para ello hemos de pensar como Dios, no como los hombres (cf. Mt 16,23), es decir, hemos de saber descubrir a Dios en las más diversas situaciones humanas, tanto en medio de las alegrías como de las penas, de la salud como de la enfermedad, del placer como del dolor y del sufrimiento.


Decía el literato y filósofo Albert Camus que el Dios de los cristianos es un Dios de dolor, del sufrimiento y de la muerte. Es ésta una visión muy sesgada y miope, porque si hay algo que distinga al Dios de Jesús es que es un Dios de vivos y no de muertos; que es el Dios de la vida, no de la muerte. El dolor, el sufrimiento y la muerte que el Hijo de Dios asume en su condición de Redentor, no los asume por puro masoquismo, sino como <<condición necesaria>> para nuestra salvación. El hecho de que Jesucristo cargue con todo el peso de nuestros pecados viene a decirnos que sólo Dios puede salvarnos, que el hombre es absolutamente incapaz de salvarse a sí mismo porque está herido de muerte in radice por el poder del pecado. Jesús sufre y padece por nosotros, para que nosotros encontremos pleno sentido a nuestros sufrimientos y dolores humanos; para que desde la fe <<veamos>> y <<entendamos>> el sentido purificativo y redentor de nuestras pasiones y cruces de cada día; para que integremos en nuestra vida el misterio de la muerte, no como una condena o una maldición, sino como paso obligado en nuestro acceso al encuentro con el Padre, plenitud de sentido.


En estos tiempos de <<crisis de Dios>>, de <<cr9s9s de fe>> y de <<crisis de vida>>, los cristianos tenemos que cambiar nuestro modo de pensar <<al estilo del mundo>>, para pensar como Dios. Tenemos que dejar a un lado todos los <<ismos>> que atenazan y socavan los cimientos del sentido último de nuestra existencia y poner nuestro corazón en Dios que nos salva.

No andemos buscando sueños imposibles, falsos Mesías o engañosas felicidades. Por mucho que queramos ignorar el dolor y la muerte, existen. No hay que ignorarlos, sino darles un sentido. Jesucristo es ese sentido. En Dios todas las paradojas humanas quedan resueltas.

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