jueves, 3 de julio de 2014

Decimocuarto domingo del tiempo ordinario

Zac: 9,9-10: Alégrate, hija de Sión; mira a tu rey, que viene a ti justo y victorioso.
Rom 8,9.11-13: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Mt 11,25-30: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.

Con un lenguaje fácil de entender, Jesús nos invita en el Evangelio de hoy a moldear nuestra vida cristiana desde tres sencillas pero profundas propuestas.

Cristo nos invita, en primer lugar, a dar gracias al Padre: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y la has revelado a las gentes sencillas. Paradójicamente, la fuerza del cristiano se encuentra en la debilidad, no en la autoridad y el poder. Cristo, siendo rico, se hizo pobre, <<a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo>>. (Flp 2,6-7).

A los cristianos, en muchas ocasiones, nos pasa como a Pedro: pensamos como los hombres y no como Dios (cf. Mc 8,33). Creemos que el recurso a la fuerza del poder es el único medio de hacer efectivo el Evangelio. Es el sueño de una nueva cristiandad organizada. Esto tiene que ver más con las ambiciones políticas humanas que con los designios de Dios. Los caminos de Dios los hacen patentes no el orgullo y la soberbia que adornan la vida del hombre, sino la humildad y sencillez, la entrega y el perdón.

El recurso a la fuerza, de mil modos disfrazada, es una de las más finas tentaciones en la que sucumbimos los cristianos cuando difundimos el Evangelio. Confiamos más en los medios apostólicos, que no son otros que nuestros métodos humanos, que en la profundidad y en la riqueza que brota de la fuerza de la Palabra de Dios. No dejamos actuar a Dios, porque en el fondo no confiamos en Él, sino que nosotros lo actuamos todo. De este modo, caemos en el peligro del poder del efectismo: buscamos sólo y nada más que resultados porque los medios no importan. Es la versión moderna del principio maquiavélico: el fin justicia los medios.

Dios, sin embargo, descubre la verdadera sabiduría no a los que creen sabérselas todas, sino a los únicos capaces de captarla: los sencillos y limpios de corazón, capaces de escuchar y de admirarse. La vida no se adentra en la carne autosuficiente, sino en el Espíritu abierto. Y es que sólo los ojos de la sinceridad están en condiciones de penetrar el misterio de Dios. Descubrimos a Dios en el milagro de la vida de cada día, en las sonrisas de los niños, en la mansedumbre de los ancianos.

En segundo lugar, Cristo nos invita a ser <<mansos y humildes de corazón>>. ¡Ojo!, no nos equivoquemos, la mansedumbre no es debilidad de carácter. Si el cristiano se caracteriza por ser algo es precisamente por la robustez y la madurez que forjan su persona, necesarias para vivir con entereza y arrestos las exigencias que impone toda vida de fe. No, la mansedumbre no es debilidad sino una fuerza dominada (mansedumbre se deriva del verbo latino mansuesco, que significa literalmente acostumbrarse, adaptar a la mano de alguien, o sea a ser domado). De nuevo la paradoja, es fuerte no el que más grita, sino el que es más discreto. Los caminos del espíritu nos hablan de la fuerza de sus dones: la paz, la paciencia, la mansedumbre, la bondad, la generosidad, la caridad, el gozo, la paciencia y la modestia. Éstas fueron también las armas de Gandhi y de muchos otros que entendieron el corazón de la vida en claves de amor y de paz. 

En tercer lugar, Cristo nos invita a que vayamos a Él, para reclinar en sus hombros nuestras angustias y pesares: <<Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré>>. La vida del cristiano, nuestra vida, ha de ser un continuo <<ir a Jesús>>, un continuo <<encontrarnos>> y <<apoyarnos>> en él, si es que no queremos perecer víctimas de nuestras propias insolencias humanas. Aquí conviene recordar el dicho de Santa Teresa: <<Con Dios lo puedo todo; sin Él nada>>, que es una versión del aserto paulino: <<Todo lo puedo en Aquél que me conforta>>.


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