jueves, 17 de julio de 2014

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Sab 12,12.16-19: Tú, poderoso sobreaño, juzgas con moderación.
Rom 8,26-27: El Espíritu viene en ayuda de nuestra  debilidad.
Mt 13,24-43: Parábolas del trigo y la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura.

El Evangelio de hoy nos habla de tres parábolas íntimamente unidas, porque todas y cada una de ellas convergen en un mensaje: la obra de Dios, su Reino de salvación, crece y madura ininterrumpidamente en nuestra historia humana, por encima de nuestros cálculos, de nuestros obstáculos y cortapisas. La obra de los hombres nada puede contra la obra de Dios.

La primera parábola del trigo y la cizaña refleja bien a las claras la actitud de los hombres de todos los tiempos, los de ayer y los de hoy, porque la condición humana tiene su propia carta de naturaleza. Hablamos de la actitud del endiosamiento, por la que nos creemos tan buenos o más que Dios, y desde esa creencia juzgamos, recriminamos y condenamos a los demás, los malos. Por eso, es una parábola siempre joven, y nunca pasada de moda.

Nuestra historia es una historia de guerras, envidias, codicias, egoísmos, conquistas, esclavitudes. Parece como si el bien no existiese, o en el caso de que exista, apenas si se nota. Pero esto no es ni mucho menos cierto. Lo que sí es cierto es que lo que más se nota es la <<cizaña>>, el mal. El bien casi pasa desapercibido. Y es que el mal hacer más ruido que el bien. Ello no quiere decir que exista más mal que bien, pero sí que el bien hay que descubrirlo  y hay que esforzarse en adquirirlo.
Esta situación de mezcla, y de casi <<convivencia>> forzada, entre el bien y el mal, el trigo y la cizaña, propia de nuestra historia y condición humana, social y personal, engendran dos posturas divergentes y hasta opuestas, pero paradójicamente, convergentes en una misma actitud de vida: el engreimiento o soberbia de la vida.

Una primera postura es la del fariseísmo de la vida, la de la hipocresía, que consiste en creernos mejores que nadie, y por ello, podemos criticar, murmurar, juzgar a los otros, que son los malos. No vemos, no podemos ver, la viga en nuestro ojo, porque sólo vemos la paja en el ajeno. Teniendo aparentemente las cosas <<tan claras>>, nos impacientamos y queremos arreglar al instante los males de nuestro mundo. Como el criado de la parábola, le inquirimos a Dios: <<¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña?>>.

Es ésta una actitud de clara soberbia personal, porque, cuando pensamos que somos como Dios, creemos que ya estamos capacitados para distinguir y definir con total nitidez qué es el bien y qué es el mal. No puede extrañarnos, por tanto, que nuestra historia esté plagada de tantas calamidades y sinsentidos.

No somos Dios, y por tanto no estamos en disposición de distinguir con total certeza qué es el bien y qué es el mal. De ahí la respuesta de Dios al criado: <<No, que podrías arrancar también el trigo>>. Sólo Dios, que penetra y conoce hasta el fondo del corazón humano sabe cuál es el trigo y cuál es la cizaña. Sólo a Él le cabe juzgar, examinar, determinar. Dios tiene su tiempo, que no es nuestro tiempo; sus planes no son nuestros planes: <<Dejadlos crecer juntos hasta la siega>>. En palabras de Monloubou: <<Porque Dios es fuerte y puede también ser paciente>>. El que ama sabe esperar, sabe tener paciencia, sabe que puede surgir trigo del campo más inundado de cizaña.

La segunda postura es la del pesimismo de la vida, propia de aquellos que sólo centran su atención en las <<cizañas>> de nuestro mundo, sin reparar en el <<trigo>> que hay. Sólo ven maldad y perversidad por todas partes, llegando al convencimiento de que el bien no existe. De semejante negación sólo hay un paso para concluir el ateísmo, otra de las grandes soberbias de la vida.

En efecto, argumentan los pesimistas, si Dios es bueno, todo lo creado por Dios tiene que ser bueno, pero no es así, porque el mal es patente y pulula por todas partes. Si Deus est, unde malum? (<<Si Dios existe, ¿de dónde proviene le mal?>>). No hay otra salida que concluir la no existencia de Dios.

Y sin embargo, el bien existe encarnado en hombres y mujeres concretos, en proyectos sociales humanitarios. El bien existe, pero hay que tener ojos para verlo. El bien se ve con los ojos de lamor, de la fe, de la esperanza, de la solidaridad, de la entrega. Desde esta atalaya conviene darle la vuelta a la pregunta del pesimista ateo e interrogarle: Si Deus nun est, unde bonum? (<<Si Dios no existe, ¿de dónde proviene el bien?>>).

Las otras dos parábolas, la del grano de mostaza y la de la levadura, inciden en cómo el Reino de Dios crece sin que se note, aunque aparentemente nos parezca que vence el mal. Por eso, Dios nos invita a ser fermento en la masa; a trabajar incansablemente por el reino de Dios y su justicia; a hacer todo el bien que podamos, según el viejo adagio: <<Haz el bien y no mires a quién>>. Ésta ha de ser nuestra única y principal ocupación. Todo lo demás, cae dentro de los planes de Dios.

Concluyendo, mis queridos hermanos: tenemos tres parábolas y tres mensajes interdependientes entre sí. Primero, el mensaje de la tolerancia: no juzguemos, no critiquemos, no discriminemos a los demás con el apelativo de <<malo>>. Sólo Dios lo sabe, y sin embargo… perdona. Segundo, el mensaje del optimismo: hay más bien del que pensamos o sospechamos, aunque no se note. La sonrisa de un niño, la vida  madurada de un anciano, el amor de unos esposos que se quieren, la labor sencilla y callada de los miles y miles de misioneros y misioneras, nos hablan del amor de Dios a los hombres, del bien. Tercero, el mensaje de la esperanza en Dios: la historia la consumará Dios, y no el mal, al final de los tiempos. A nosotros sólo nos cabe trabajar, actuar y esperar.

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