martes, 30 de septiembre de 2014

Vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario

Is 5, 1-7: La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel.
Flp 4, 6-9: El Dios de la paz estará ahora con vosotros.
Mt 21,33-43: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

La parábola de la viña que nos relata el Evangelio de hoy es una síntesis perfecta de la historia de la salvación, en la que Dios derrama todo su amor y toda su misericordia sobre el género humano, a pesar de que los hombres le seguimos respondiendo con infidelidades, ingratitudes y deslealtad.
La viña de la parábola es el pueblo de Dios, al que el Señor envía sus mensajeros, los profetas, para que indiquen el camino a seguir, y al mismo tiempo recojan sus frutos. Sin embargo, los labradores, es decir, los dirigentes, los escribas y los fariseos, los persiguieron, hostigaron y mataron, culminando este odio con la muerte del propio Hijo de Dios. Aquí se escribe el verdadero destino de Israel, en cuanto destino dialéctico: opone maldad, odio y rechazo, allí donde Dios pone amor, misericordia, bondad y fidelidad.
Dios brindó reiteradamente su oferta de salvación al pueblo de Israel, acabando en el más sonoro de los fracasos; <<Se os quitará a vosotros el Reino de los cielos>>. Por eso, ahora, Dios entrega su Reino a su nuevo pueblo: la Iglesia, como bien la definió San Agustín es sancta et meretrix, santa y pecadora. Por eso, como pueblo en su conjunto, y como creyentes concretos, tenemos que seguir preguntándonos si somos unos buenos arrendatarios de la viña del Señor, que nos esforzamos en producir frutos. O, por el contrario, contagiados de la mentalidad secularizada que azota nuestro mundo finisecular, hemos arrojado a dios de nuestra vida. En este contexto es en el que quiero relataros la siguiente alegoría:
Existía una ciudad con anchas calles y amplias avenidas, en la que se vivía en armonía y en paz. Pero vino el progreso y con él las prisas, los atascos de los coches, la competencia desleal y el afán incontrolado de tener más y más. Esta ciudad creció, se hizo más próspera y alcanzó un buen nivel de confort y comodidad. Sin embargo, sus ciudadanos ¿eran más felices? Dos pensadores de nuestro tiempo nos han dicho lo siguiente: <<cuando las ciudades crecen y crecen sin sentido, producen en el hombre mayor infelicidad>>; <<nuestras ciudades han sido capaces de producir máquinas con características humanas, pero también han producido hombres que son como máquinas>>.
Los ciudadanos de la <<ciudad secular>>, por citar a Harvey Cox, creen en un bienestar y en un confort puramente material, pero ¿son por ello más felices? Los jóvenes de nuestra viña se refugian en la droga, en el alcohol, en el desenfreno de los sentidos, pero ¿acaso eso les está dando la felicidad? Lo que vemos es todo lo contrario: bolsas de jóvenes y amplios sectores de la población profundamente infelices; más infelices que nunca.
La dimensión personal hace referencia a cada uno de nosotros, porque cada uno somos viña del Señor, y sin embargo no la cultivamos como se merece. Nosotros pertenecemos a <<ese 25% de la humanidad privilegiada. Tenemos un alto índice de bienestar, unas condiciones sanitarias inmejorables, unos medios educativos excelentes, pero ¿somos más felices? Con seguridad, no. Las cosas nuca pueden llenar el corazón humano. Aquí sería bueno recordar las palabras de Jesús al joven rico: <<Vende todo lo que tienes […] que Dios será tu riqueza>> (Lc 18,22).
La felicidad no es una cuestión de tener, sino de ser. Seremos felices si producimos la conversión de las actitudes, de nuestra mentalidad materialista, y fundamos nuestra última razón de ser en Jesucristo, <<la piedra angular>>, en su Evangelio y en los caminos que Dios ha puesto en el mundo para que ese Evangelio se viva: en la fidelidad a la doctrina de la Iglesia, al Papa, a los obispos, a los sacerdotes todos. Optar por el camino de Jesucristo es optar por el sentido pleno de la vida. Es optar por ser personas humanas y no personas máquinas. Es vivir en cuanto personas llenas de sentimientos, de nobleza interior, comprometidas a fondo con la causa de Jesús y el Evangelio.
La parábola de la viña nos interpela con crudeza y con cariño. Dios nos invita a ser sus hijos, pero mostrarle también que esa <<filiación divina>> significa trabajar por la causa de Jesús y su Reino.

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