lunes, 6 de octubre de 2014

Vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario

Domingo, 12 de octubre de 2104


Is 25,6-10: Aquí está nuestro Dios. Celebremos y gocemos con su salvación.
Flp 4,12-14.19-20: Todo lo puedo en aquél que me conforta.
Mt 22,1-14: Tengo preparado el banquete. Todo está a punto. Venid a la boda.


Desde la plataforma y el extenso ángulo de la fe, la historia humana no es otra cosa que la historia de un encuentro: el de Dios con el hombre, en el que Dios siempre ha tomado y sigue tomando la iniciativa. Dios nos hace sus hijos adoptivos, nos reconcilia con Él por la Muerte y Resurrección de su Hijo, nos invita a participar activamente en el banquete de su Reino, donde nuestro deseos y anhelos ancestrales alcanzan su total cumplimiento. Dios sale al encuentro.
Al hilo de esta iniciativa divina, tendríamos que preguntarnos por nuestros deseos de encontrarnos con Dios, que nos busca, nos interroga e interpela. Y aquí es donde la historia de la humanidad se bifurca y divide.
La historia de Occidente es la historia de la marcha ascensional de la razón, que progresivamente ha ido relegando y ocultando la fe. El homo religiosus y el homo misticus de otras épocas, cedieron ante el homo rationis, que con nuevos bríos se ha ido abriendo paso en el largo camino de la historia. Seducido y sugestionado por el poder de la razón, creyó, ingenuamente, que Dios era incompatible con aquélla. Hablamos del <<giro copernicano>> por el que el teocentrismo es sustituido por el antropocentrismo. Dios es despojado y <<echado fuera>> de su trono, y en su lugar se sienta el hombre. <<Dios ha muerto>>, en frase de Hegel y Nietzsche, como expresión del llamado <<silencio de Dios>>, en el que viven inmersas la mayor parte de nuestras ciudades finiseculares del bienestar y del desarrollo.
Dios sale al encuentro, pero el hombre nada quiere sabe de Dios. Dios nos ama, pero nuestro corazón sigue siendo de piedra (cf. Ez. 36,26-27). Dios nos salva, pero nosotros queremos salvarnos por nosotros mismos. Sencillamente, Dios ha dejado de interesarnos y preocuparnos. Religiosamente hablando, es la etapa del <<hombre de la indiferencia>>.
De este humus indiferentista participan hoy muchos cristianos que, ante la llamada y la invitación divina a vivir con la dignidad propia de los hijos de Dios, se excusan, porque en el fondo Dios no les importa. Puede más en ellos <<sus asuntos>> -<<sus tierras, sus negocios>>- que la vocación divina. Puede más en ellos lo material que lo espiritual, el pan que la Palabra de Dios (cf. Mt 4,4).
Pero, como muy bien nos apunta la parábola del Evangelio de hoy, <<la boda está preparada>>. Los desplantes humanos no alteran los planes de Dios, inconmensurable e infinitamente misericordioso. Dios no se cansa, es tenaz; persiste en sus caminos de salvación para el hombre: <<Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis convidadlos a la boda>>.
La salvación de Dios es universal -<<es voluntad de Dios que todos los hombres se salven>> (1 Tim 2,4)-. Alcanza a todos los hombres que convierten el encuentro con Dios en diálogo y en respuesta cristiana de vida. Por eso, no podemos contentarnos con decir que con ser cristianos nos basta. Esto es lo que pensaron los escribas y los fariseos de la parábola del Evangelio: que por el simple hecho de pertenecer al pueblo de Israel, heredero de las promesas divinas, se creyeron con derecho a participar en el banquete, esto es, en la salvación. U n advirtieron que ante Dios ningún hombre tiene derechos. La salvación, la gracia, los dones divinos son regalos de Dios. Dios nos regala la vida, pero para participar de ella es necesaria la conversión del corazón. Sólo quienes, desde un auténtico espíritu de pobreza (cf. Mt 5,3), ponen su confianza en Dios, sólo ésos son dignos de participar del banquete del Reino. Porque con Jesús se ha invertido la escala de valores: son los pobres, los marginados, los desheredados, los dignos herederos de las promesas de Dios, quienes, desengañados de las falsas promesas de los hombres, han experimentado la fidelidad eterna de Dios, rico en misericordia y amor.
La conversión al Evangelio, con el dolor que comporta y las alegrías que suscita, crea un estilo peculiar. Es el estilo del hombre o de la mujer buenos y nobles, no por carácter, sino por libre elección. Son los que han dicho libremente sí a Dios y a esa Iglesia suya, santa a pesar de sus pecados, que tiene además el poder de perdonar si nos arrepentimos de ellos y abandonamos nuestros caminos errados para entrar en los caminos trazados por Dios.
Mis queridos hermanos y amigos, abramos nuestro corazón a Dios. Aceptemos cada día la invitación de Dios en nuestra vida: a la alegría, a la entrega generosa, al sacrificio por los demás. Hagamos de nuestra vida un encuentro permanente con el único que nos salva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario