jueves, 18 de diciembre de 2014

Cuarto domingo de Adviento

2 Sam 7,1-5. 8-11.16: Tu reino durará por siempre en mi presencia.
Rom 16,25-27: Al que puede fortalecernos, a Dios, la gloria por los siglos de los siglos.
Lc 1,26-38: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

La colaboración de cualquier hombre con el plan salvador de Dios pasa necesariamente por la fe. Como certeramente señala el Vaticano II, la cooperación de la Virgen en la obra de la redención se apoyó en sólidos pilares: la fe, la obediencia, la esperanza y la encendida caridad (cf. Lumen gentium, 56 y 61). El papa Juan Pablo II, recogiendo las intenciones del Concilio, lo resume todo en la fe de María, como elemento nuclear de su cooperación con Dios en la salvación de los hombres. Evidentemente, la fe de que aquí se trata no es la mera aceptación intelectual de la verdad revelada, sino de la fe que actúa por la caridad, como nos comenta San Pablo (Gál 5,6), la fe viva que engloba la esperanza y el amor. Es la <<fe de las obras>>, en el decir del apóstol Santiago (cf. 2,14-26). Es la fe por la que <<el hombre se entrega entera y libremente a Dios>> (Dei Verbum, 5).

Po eso, no deja de ser reduccionista la concepción muy extendida que veía la cooperación de María casi exclusivamente en la escena en que está al pie de la cruz. La fe no es cuestión de un momento o de una temporada. La fe implica la consagración de toda la vida a Dios. Es, en consecuencia, una fe existencial, no puntual. La cruz es la cima, la plenitud de la fe, gestada, madurada y plenificada en la historia. Por eso, María fue <<peregrina de la fe>>, porque a lo largo de su vida <<mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz>> (cf. Lumen gentium, 58).

Mis queridos hermanos, la lección es muy significativa. Como ya sabemos, nuestros tiempos son tiempos de fe débil, o si se prefiere, de fe incoherente. La marea secularizadora ha sumergido a los cristianos en una atmósfera sofocante que amenaza con la asfixia total de la fe o que, cuando menos, la empuja hacia su arrinconamiento con el reducto de la estricta privacidad.

Juan Pablo II llama una y otra vez a todos los cristianos a la <<nueva evangelización>>, cuyo proyecto no es otro que revitalizar la fe para devolverle su eficacia transformante. Para ello, el pueblo cristiano necesita modelos, personas en las que la fe se haya hecho realidad viva. María es paradigma de fe viva y operante, y por eso es nuestro modelo. Porque una fe no encarnada no pasa de ser una mera ilusión y una bella utopía. Se trata, pues, de comprender, a la luz de María, nuestro propio itinerario de fe.

El mensaje del ángel Gabriel no es la simple y fría notificación a la Virgen de su próxima maternidad; es el anuncio programático de una maternidad mesiánica. Lo que María acepta responsablemente, aquello por lo que se declara <<esclava del Señor>>, no es otra cosa que la maternidad redentora, es decir, la maternidad de un hijo cuya misión es salvar a todos los hombres. Por eso, el <<sí>> de María expresa su decisión de unir para siempre y en todo su vida a la vida –persona y misión- de su hijo.

Es una respuesta de completo abandono en las manos de Dios. Ella es su <<esclava>>, porque ya no se pertenece a sí misma. María es del Señor. De este modo, por la fe en Dios se llega a la obediencia a Dios, expresión de un acto supremo de libertad, pues no hay libertad mayor que la de quien, posponiendo intereses personales, pone en manos de Dios su destino.

Mis queridos amigos, nuestra grandeza no consiste en tener más o menos, sino en repetir en nuestra vida la vida de Cristo. En esto consiste la fe, en cumplir cada día la voluntad de Dios. El costoso y gozoso drama de la conversión es la percepción –a veces nítida y a veces oscura- de que Dios cree en nosotros y espera de nosotros algo más que una promesa de bondad.

Los cristianos, como hombres de fe, no podemos permanecer toda la vida en la antesala del cristianismo, porque hemos olvidado las ricas y múltiples exigencias de nuestro bautismo. Del mismo modo, no podemos ser cristianos híbridos, es decir, sólo de sentimientos y no de obras. El escándalo de los alejados de la Iglesia, o de quienes no llegan a entenderla, no se cifra normalmente en el atavismo de ciertas costumbres eclesiales. Lo que escandaliza a unos y provoca a otros interrogantes difícilmente solubles es que los cristianos no seamos mayoritariamente coherentes con las exigencias de nuestra fe. El problema de muchos hombres de buena voluntad es el de la ineficacia de la fe en la vida ordinaria de muchos pastores y creyentes.

Mis queridos amigos, cuánta esperanza defraudada y cuánta tristeza había en aquel indio ilustre y honrado que no acertaba a comprender por qué tantos cristianos, después de veinte siglos, eran como piedras sumergidas en las aguas caudalosas del río, siempre secas por dentro cuando el dolor o las pruebas de la vida las quiebran.

Recordemos los tres pasos de nuestra vida de fe: 1) Receptividad, que implica una actitud permanente de estar abiertos al don y a la gracia de Dios. 2) Aceptación, expresión de confianza y fidelidad a la obra de Dios en mí. 3) Operatividad, en cuanto testimonio de la vida de fe. Volvamos nuestros ojos a María, nuestra Madre, para ser como ella <<peregrinos de la fe>>.

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