viernes, 5 de diciembre de 2014

Segundo domingo de Adviento

Is 40,1-5.9-11: Se revelará la gloria del Señor.
2 Pe 3,8-14: Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
Mc 1,1-8: Una voz grita en el desierto: preparadle el camino al Señor.


Tema central que recorre todo el Adviento es la conversión –la metanoia-, que apunta directamente al centro de la vida, al corazón –conversio cordis-, que tanto el profeta Isaías como el evangelista San Marcos nos proponen para nuestra reflexión en este domingo.

De todos es sabido que en nuestra sociedad actual, dominada por una fuerte mentalidad secularizadora, Dios es el gran ausente, <<ha muerto>>, en el decir de Hegel y Nietzsche. Como consecuencia, si Dios <<no pinta nada>>, tampoco tiene sentido hablar de pecado, porque no existe conciencia de pecado; como no tiene sentido hablar de conversión, porque el hombre no tiene nada de qué arrepentirse. El hombre se erige en juez supremo de sus asuntos, expresión máxima del superhombre nietzscheano, más allá del bien y del mal. El resultado de esta actitud de vida arrogante es la soberbia que circunda el corazón humano, encarnada en la intransigencia como norma de conducta, la ausencia de perdón y de misericordia, el rechazo total a los valores espirituales que tejen la existencia. No podemos extrañarnos, por tanto, de la violencia galopante que recorre de norte a sur todos los rincones de nuestra sociedad, la falta de respeto de unos con otros, porque al fin y al cabo, como Dostoievski hace afirmar a uno de sus personajes literarios, <<si Dios ha muerto, todo me está permitido>>.

El primer paso para operar en nosotros la conversión es estar convencidos moral y existencialmente de la necesidad de ella. Desearemos convertirnos cuando reconozcamos que nuestra vida necesita de la conversión, esto es, darle un cambio radical. Esto exige, a su vez, tener conciencia de que naufragamos y navegamos a la deriva en el mar de nuestra vida, hundida, cada vez más, en el abismo y el sinsentido del pecado.
Este <<darse cuenta>> de la necesidad de la conversión es fundamental para sanear y transformar la propia vida de fe. Para los cristianos, llamados por Dios para anunciar y testificar el Evangelio, la conversión es tan necesaria como el aire que respiramos. Para que nuestro testimonio sea creíble, Jesucristo nos invita a ser perfectos como el Padre es perfecto (cf. Mt 5,48). Y la santidad de vida no es posible si no está en revisión constante. Este es el secreto por el que los grandes santos de todos los tiempos alcanzaron la santidad. Creer en Dios implica convertirse a él, tener el corazón dispuesto para cumplir su voluntad, dejar que Dios nos pode y limpie, operando en nosotros su obra de salvación, de modo que demos auténticos frutos de conversión (cf. Jn 15,3). Éste es el testimonio de la fe que el mundo espera de los cristianos, según la acertada y oportuna sentencia de Jesús: <<Por sus frutos los conoceréis>> (Mt 7,16.20).

¿Cuántas veces hemos apostado por la conversión sin conseguirlo? Posiblemente muchas. Esto nos lleva a la desazón y desesperanza, al pensar que la conversión es imposible. Hacemos buenos propósitos, pero enseguida sucumbimos. Nuestra condición humana nos traiciona más de lo que creemos. Ahora bien, lo importante no es caer, sino levantarse de todas las veces que sean precisas. A Dios no le importa tanto nuestros pecados cuanto nuestro arrepentimiento, porque su bondad y su misericordia son infinitas. Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan convertirse (cf. Lc 15,7).

La esperanza es el tema medular que recorre todo el tiempo de Adviento. Los cristianos somos esencialmente hombres de esperanza, traducción existencial de la fe. Creemos y esperamos en Dios, quien con la fuerza de su gracia hace nuevas todas las cosas y renueva nuestra vida, convirtiendo nuestro corazón de piedra en corazón de carne. Sólo es preciso no desfallecer, no cansarnos de esperar y de creer, seguir confiando abiertamente en Dios, apostar cada día por nuestra conversión personal y trabajar con fe y fidelidad por la transformación del mundo, creyendo en el <<cielo nuevo>> y la <<tierra nueva>>, que el Señor nos ha prometido, como nos indica la segunda Carta del apóstol San Pedro. Éste debe ser el norte, la estrella polar que guíe la existencia cristiana.

Si fallamos frecuentemente en nuestros nobles propósito de convertirnos es, posiblemente, porque no hemos orientado bien el rumbo. Si estamos satisfechos de nosotros mismos, la conversión es inútil y, en consecuencia, el anuncio de la nueva creación no despertará interés alguno en nosotros.

Hay que esperar al Señor que llega, y esperarlo con el corazón bien dispuesto. Dejémonos inundar por la presencia radiante de su luz que todo lo ilumina,  despejando nuestras dudas, miedos y temores; sembrando en nuestro mundo semillas de justicia, amor, paz, bien, solidaridad, eternidad. Un año más, no podemos dejar pasar la oportunidad de recibirlo, acogerlo y aceptarlo, asumiendo enteramente las exigencias del Evangelio que nos invita a comprometernos en cuerpo y alma con la persona y la causa de Jesucristo. Porque Cristo quiere que los demás oigan sus palabras en nuestras acciones para que <<la luz brille en medio de las tinieblas>> (cf. Jn 1,5) y llevemos el tesoro de la fe a las mismas entrañas del mundo.

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