jueves, 5 de febrero de 2015

Quinto domingo del tiempo ordinario

Job 7,1-4.6-7: El hombre está en la tierra cumpliendo su servicio.
1 Cor 9,16-19.22-23: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Mc 1,29-39: Curó a muchos enfermos de diversos males.

Con la elegancia del lenguaje y la naturalidad de los hechos, el evangelista San Marcos nos describe sucintamente el comienzo de la misión de Jesús en Galilea. Una misión con dos coordenadas bien precisas: la predicación y la realización de milagros. Jesús anuncia el Reino de Dios mediante los dichos y los hechos. Jesucristo cura, libera, salva. De este modo, pone de manifiesto que el Reino de Dios no es una bella utopía irrealizable propia de <<iluminados>>, sino una realidad palmaria. La salvación de Dios es efectiva: transforma y sana de raíz al hombre, que por sí solo es incapaz de salvación.

Pero el texto evangélico tiene otras connotaciones colaterales de suma importancia. La misión de predicar y anunciar el Reino no está limitada por tiempo. Desde el alba hasta el ocaso, Jesús está comprometido con su tarea evangelizadora, realizando la misión que el Padre le había encomendado. Diríamos en nuestro lenguaje que <<Dios no descansa>>, porque la salvación no admite demoras.
A primera vista, esto puede parecernos un activismo desenfrenado como el que llevan hoy la mayor parte de los altos ejecutivos de las grandes empresas, que no tienen <<tiempo>> ni para comer. Sin embargo, no es así en el caso de Jesús. Como bien nos dice San Marcos, Jesús <<se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar>>. No hay otra: Jesús opera la salvación de Dios desde la fuerza y el poder que le confiere la oración. Sin la oración, nos dicen todos los grandes místicos, no hay evangelización auténtica, sino activismo vacío que acaba por ahogar a la persona que en él se engolfa. ¿Cómo se puede hablar de Dios a las gentes si no se habla con Dios en la oración? <<De donde no hay, no se puede sacar>>, dice un viejo adagio. La misión es auténtica y produce los frutos deseados cuando hunde sus raíces últimas en el humus de una vida espiritual madurada y experimentada en el crisol de la oración.

La vida cristiana es en esencia vocación. El cristiano es llamado por Dios para realizar la obra de Dios. Ser cristiano es ser discípulo de Jesús, es decir, seguirle y continuar con la misión que él inició. Éste es el sentido real y medular del bautismo. Por ello, el apóstol San Pablo nos conmina a evangelizar, a anunciar el Reino de Dios: <<¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!>>

En nuestra sociedad de <<profesionales>> y <<especialistas>> es muy frecuente escuchar de los labios de los propios cristianos aquello de que <<para predicar ya están los curas, los misioneros, los obispos o el Papa>>, auténticos maestros que saben de lo suyo. De este modo, intentan <<descargar>> sobre espaldas ajenas una responsabilidad que es de todos. Todos los cristianos formamos parte del Pueblo de Dios, cada cual con una tarea bien concreta. La de los ministros ordenados es la de ser auténticos pastores, guías espirituales del Pueblo; la de los laicos se cetra más en las cosas temporales. Pero ambas tareas se engloban dentro de la única misión de anunciar y extender el Reino. El laico tiene que predicar el Reino luchando por transformar las estructuras temporales de injustas en justas, cristianizando e impregnando del sentido de Dios el orden de este mundo. ésta es su forma concreta de evangelizar y de <<predicar>>.

La llamada de San Pablo a la necesidad de evangelizar es un aldabonazo contra la concepción del cristianismo fácil, exento de responsabilidades, tan de moda en nuestros días. Es un cristianismo no comprometido, que no reconoce como suyas las exigencias del seguimiento de Jesús. Por eso, no nos podemos quejar si cada día es mayor la secularización social, porque si el cristiano, que por vocación está llamado para testimoniar a Dios, no lo da a conocer desde la convicción firme de su propia vida, ¿quién lo hará por él?

Los sacerdotes tampoco estamos a salvo de esta mentalidad. El sacerdote Segundo Galilea ha escrito un libro titulado: <<Tentación y discernimiento>>, en el que de un modo claro, conciso y preciso, habla de las tentaciones de los ministros de Dios. Entre ellas están las que conciernen a la misión de anunciar y predicar el Evangelio. De éstas, quizás la más sobresaliente, por su incidencia en la vida espiritual y por sus repercusiones apostólicas, sea la tentación del activismo.

El misionero activista es aquel que cree que con sus hechos va a <<arreglar>> todos los problemas del mundo. <<Hay tanto que hacer…>>, se dice a sí mismo. Ésta es la excusa para no <<perder el tiempo>> en rezos y oraciones. De este modo, poco a poco va abandonando la vida espiritual hasta que Dios desaparece del horizonte de su vida.

Entonces la evangelización pierde toda su fuerza, todo su sabor, porque <<la sal se ha convertido en sosa>> y, lógicamente, <<ya no puede salar>> (cf. Mt 5,13). La evangelización ya no es la obra de Dios, sino la obra del hombre. El misionero, sin ser consciente de ello, ha ido sustituyendo poco a poco a Dios. Pero como sólo y nada más que Dios puede salvar, resulta que la obra humana cosecha el más estrepitoso de los fracasos. El final del activismo es el absurdo y la vaciedad del sentido de la vida. El ministro de Dios acaba por no encontrarle sentido a lo que hace y abandona, víctima de sí mismo.

Una lección de vida que tampoco pueden olvidar los seglares, aunque su tentación, como ya dijimos, sea la opuesta al activismo, es decir, la pasividad y permisividad, motivada por la falta de identidad con la causa de Jesucristo.

Mis queridos hermanos y amigos, Dios nos llama a vivir con autenticidad los compromisos de nuestra vocación cristiana. Dios nos llama al diálogo y encuentro con Él, a la oración. Dios nos llama a la misión de predicar y extender su Reino. Pidámosle la fuerza necesaria para desempeñarla con tesón, con esperanza y con ilusión, sabiendo que Dios no defrauda.

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