viernes, 20 de marzo de 2015

Quinto domingo de Cuaresma

Jer 31,31-34: Meteré mi ley en su pecho. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.
Heb 5,7-9: Jesucristo, llevado a la consumación, se ha convertido en autor de salvación eterna.
Jn 12,20-33: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo.

Estamos ante el pórtico de la Semana Santa. Las lecturas de este quinto domingo de Cuaresma son una introducción y una preparación para captar con los ojos del corazón el mensaje central del misterio pascual: todos los hombres hemos sido salvados y redimidos por la Muerte y Resurrección de Jesucristo. La muerte es la prueba y la confirmación suprema de su amor y de su entrega sin límites a los hombres. Como bien dice el mismo Jesús en otro pasaje del Evangelio de San Juan, <<no hay amor más grande que dar la vida por los amigos>> (Jn 15,13). De ahí que si el grano de trigo no muere, no puede producir frutos, en clara alusión a que una vida que no se hace don, servicio y entrega, es una vida desperdiciada, vacía, sin sentido.

Nuestra sociedad actual es una sociedad medularmente consumista y hedonista. Lo importante es que cada uno consiga el mayor placer posible, que se lo pase bien. No importan los demás y sus problemas; no importan las graves situaciones sociales, familiares, o personales, no ya de otros países, sino ni tan siquiera de nuestro propio contexto. Así, es una sociedad, la nuestra, totalmente atomizada, despersonalizada, individualista. Es una sociedad en la que <<dar la vida>>, <<sacrificarse>>, <<amar>> son conceptos que no dicen absolutamente nada. Por eso, no puede extrañarnos la indiferencia y el secularismo de vida que conducen a un egoísmo recalcitrante. Si Dios, que es amor sin límites, es silenciado, ¿qué puede hacer el hombre? ¿Acaso puede amar sin el amor que procede de Dios? ¿Acaso puede dar su vida porque sí, por pura filantropía?

Está claro que el programa de Cristo choca frontalmente con los programas de la sociedad de nuestro tiempo. Nuestra civilización del consumo nos empuja a la satisfacción puntual e inmediata de cada deseo. Lo que signifique renuncia aparece como un absurdo inaceptable. Lo que no se rija por el placer, por el rendimiento, por la productividad, parece carecer de sentido en nuestro mundo.
Lo malo de todo esto es que este secularismo ramplón está calando finamente en el corazón de buena parte de los cristianos, hasta el punto de que éstos convierten la religión del amor a los demás en la religión del amor a sí mismos; el Dios misericordioso que muere por todos los hombres, en el Dios de su voluntad y caprichos.
Quienes así viven están dando a luz una nueva tipología de cristianos, que prefieren la Iglesia cuantitativa a la Iglesia cualitativa. Por eso, transigen y pactan: la oración breve e incisiva en lugar del diálogo reposado; la pobreza aparente por fuera y por dentro nimbada de comodidades; la humildad vista con sospecha como índice de falta de personalidad; la esperanza en lo tangible y concreto, relegando la esperanza escatológica a claroscuros imprecisos; la santidad, la contribución a la creación de un mundo mejor, cuya definición depende frecuentemente de esquemas ideológicos ajenos al cristianismo. Así, la religión del amor, de la entrega <<hasta dar la vida por los demás>>, se reduce a una religión de egoísmos entrecruzados.

En Jesucristo, la salvación acaece, no desde el distanciamiento, sino desde la aproximación singular de Dios al hombre. La persona y la vida de Jesús deberían ser paradigmáticas también para nosotros hoy. Él no asistió al nacimiento de un nuevo mundo. Proceso difícil que se realiza ya en la vida de Jesús: en la doble dimensión de Muerte-Resurrección, que no son dos momentos sucesivos en su existencia histórica, sino dos claves de su vida entera, como un <<dar su vida>> en amor y libertad, que se resume en una sola sentencia: entrega total de sí mismo por los otros.

Este programa de Jesucristo no nos invita al <<dolorismo>>, al <<dolor por el dolor>>, sino a aceptar la vida en toda su realidad: con sus gozos, sussufrimientos, sus exigencias, sus renuncias. El que sabe entregar su vida en la vocación y en la llamada recibida, en la plena dedicación y entrega a la familia, al trabajo, a los deberes sociales, al amor al prójimo, ése la encontrará.

El amor es la única contraseña de los servidores de Jesús: <<Si el grano de trigo no muere, no puede dar frito>>. De ahí que San Agustín afirme: <<Es el amor lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen el amor han nacido de Dios. Si te falta esto, todo el resto no te sirve para nada>>. Un cristiano sin amor es un usurpador.

No podemos olvidar, mis queridos hermanos, que la última palabra de nuestra fe no es la cruz, sino la resurrección. Siempre será verdad esta máxima fundamental de Cristo: <<El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna>>. El que se cierra y se encierra en sí mismo, el que sólo vive para sí, el que no aprende que es dando la vida como se recupera y como se gana, el que sólo piensa en su autorrealización, paradójicamente se está vaciando, se está negando a sí mismo.

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