viernes, 6 de marzo de 2015

Tercer domingo de Cuaresma

Éx 20,1-17: Yo soy el Señor, tu Dios. No tendrás otros dioses frente a mí.
1 Cor 1, 22-25: Lo necio y lo débil de Dios es más sabio y más fuerte que los hombres.
Jn 2,13-25: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

Tanto San Juan, como los demás evangelistas nos presentan con precisión y detalle la escena de la reacción airada de Jesús contra los mercaderes del templo. Acostumbrados como estamos a una imagen bondadosa y misericordiosa de Cristo, nos sorprende semejante postura. Jesús, lleno de santa audacia, entra en el templo de Jerusalén, abarrotado de vendedores de animales para el sacrificio cultual, trenza un látigo y, en medio de un magno escándalo, expulsa a todos los mercaderes, invocando que el templo de Dios es casa de oración, y no una cueva de ladrones. Es necesario recordar que para los judíos el templo de Jerusalén no era un edificio más, sino el lugar mismo de la presencia de Dios. El Arca de la Alianza, presencia especialísima de Dios, se custodiaba en el Sancta Sanctorum, el lugar más sagrado del templo, al que sólo podía acceder el sumo sacerdote una vez al año durante las fiestas de Pascua.

Creo, mis queridos amigos, que en esta escena hay tres grandes enseñanzas de Jesucristo. En primer lugar, un deseo muy grande de purificación del a vida religiosa del templo como tal, asó como de los hechos religiosos. Para Jesús, el templo es el templo, es decir, casa y presencia de Dios, y, por lo tanto, lugar sagrado para la oración y el culto. Lo que de ningún modo es el templo es un mercado público, un lugar de negocios, en el que se mezcla lo sagrado con lo profano, e, incluso, se mercadea con el mismo Dios. Así, lo que en el fondo está condenando Jesús es la práctica mezquina e hipócrita de aprovecharse de aprovecharse del culto divino para librarse en beneficio propio. Al respecto, San Agustín decía que cuando nos aprovechamos de la Iglesia en lugar de servirnos de ella para acercarnos a Cristo, somos unos auténticos vendedores de palomas y de corderos.

Este mensaje purificador de Jesucristo también nos lo tenemos que aplicar los cristianos en la justa medida que nos corresponda, porque muchos que se llaman cristianos se aprovechan de la religión o de la Iglesia para fines económicos o políticos. Los cristianos estamos llamados a servir al templo y no a servirnos del templo; a servir a la Iglesia y no a servirnos de ella; a contemplar nuestros templos, no como majestuosos edificios de piedra o simples monumentos artísticos, sino como un lugar especial de encuentro con Dios, en el que Dios se hace presente para que lo adoremos <<en espíritu y en verdad>>.
En segundo lugar, cuando a Jesús le preguntan los judíos con qué poder hacía aquello, la respuesta no se hizo esperar: <<Destruid este templo, y en tres días lo levantaré>>. Jesús no estaba hablando del templo material, como mal interpretaron sus interlocutores, sino del templo de su propio cuerpo. Es decir, Jesús estaba hablando de su muerte y resurrección, centro y cenit de su misión redentora. Así, San Juan nos prepara para celebrar los grandes misterios de la Semana Santa.

En tercer y último lugar, la escena del templo tiene para nosotros un sentido profunda místico. No hay templo más grande que el propio Jesucristo, encuentro y diálogo permanente entre Dios y el hombre. Por eso, en respuesta a la mujer samaritana, Jesús postula que el verdadero culto es el culto del corazón, en donde se adora al Padre <<en espíritu y en verdad>> (cf. Jn 4,20-24).

El nuevo orden cultual que Cristo trae no se ciñe a un espacio físico construido con piedras. Nuestros templos e iglesias sólo son la expresión y la representación de otro templo incomparablemente más sublime: Jesucristo. Y a Jesucristo lo encontramos en nosotros y en nuestros hermanos los hombres, en nuestra comunidad eucarística. Cristo está allí donde dos o más se reúnen en su nombre, sea en una pomposa catedral, en una iglesia de barrio o en la choza de un misionero. Porque el templo que Dios quiere es la construcción y realización de nuestra vida cristiana desde la madurez de la fe, el optimismo de la esperanza y el compromiso del amor.

Mis queridos hermanos, pidámosle al Señor que huyamos de cualquier tentación de desfigurar su morada, que seamos templos vivos de Dios y morada, que seamos templos vivos de Dios y morada augusta del Espíritu Santo, que con el ejemplo y la entrega de nuestra vida adoremos a Dios <<en espíritu y en verdad>>, que respetemos nuestros lugares sagrados como lugares de oración y de culto, de silencio y de diálogo íntimo con Dios.

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