miércoles, 13 de mayo de 2015

Séptimo domingo de Pascua. Fiesta de la Ascensión del Señor

Hch 1, 1-11: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
Ef 1,17-23: Dios resucitó a Jesucristo y lo sentó a su derecha en el cielo.
Mc 16,15-20: El Señor Jesús ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

En este resplandeciente día de la Ascensión del Señor, reitero mi ofrecimiento de mantener la libertad de la Iglesia, y en ella, la santa libertad de los hijos de Dios.

Como San Ignacio de Loyola, he tenido la inmensa suerte de visitar el monte Olivete. En la cima hay una iglesia pequeñita donde hay una piedra, y en la piedra dos hendiduras como de pies humanos, que la tradición atribuye a las últimas pisadas de Cristo antes de ser elevado a los cielos. San Ignacio quedó tan encantado con el trazado de aquellas huellas que al poco volvió de nuevo para ver qué pie estaba a la derecha y cuál a la izquierda, porque estaba convencido de que Cristo es nuestro camino y, en consecuencia, hay que caminar según la posición de los pies del Salvador.
La verdad es que sobre la Ascensión a los cielos, los evangelistas y el libro de los Hechos presentan algunas divergencias, pero son circunstanciales. Dejando a un lado estos detalles periféricos, lo importante es que nos centremos en el mensaje y contenido de la Ascensión del Señor. Es decir, que el único orden de cosas que existe no es el de la simple realidad material. Existe también el orden sobrenatural, el cielo, corazón de Dios, casa del Padre.

Yuri Gagarin, primer astronauta que se asomó al espacio exterior y circundó el globo terráqueo, ante el silencio y la inmensidad de los espacios siderales, sólo acertó a decir que no había visto a Dios, porque creía erróneamente que Dios era un astro más, una realidad tangible y palpable, al estilo del más puro y craso materialismo. A Dios no se le ve. Dios trasciende la materialidad, los espacios y las medidas físicas. Dios está en el interior de cada hombre.

Físicamente Jesucristo no está con nosotros, pero sí espiritualmente. Jesucristo nos asiste por medio del Espíritu Santo. Ahora, los cristianos somos los pies y las manos de Cristo, y estamos convocados a continuar la misión que él desarrolló en la historia. Tenemos que anunciar a todo el mundo que Jesucristo es el Señor y Salvador, inculcando y contagiando a esta sociedad rutinaria que nos rodea que hay una razón por la que luchar, por la que vivir y por la que morir: Dios. Decía Zubiri que <<muchas veces los ateos y los incrédulos, en su obstinación de negar a Dios, lo que hacen es ahuecar el ala y esconder sus desconciertos, sus incertidumbres y su problemática. Por eso, los más inteligentes, cuando se dan cuenta de que con la negación de lo divino no han resuelto nada, vuelven de nuevo a Dios, porque han descubierto en Él el motor de toda la fuerza dinamizadora del sentido>>.
En el siglo pasado Marx postuló la tesis de la incompatibilidad radical entre Dios y el hombre. Encontraba a Dios como enemigo de la humanidad. El hombre sólo puede ser plenamente hombre cuando se libere del yugo de la divinidad. Dios, por tanto, es un estorbo que le impide al hombre alcanzar la mayoría de edad antropológica. Por eso Nietzsche proclama la <<muerte de Dios>>.
Sin embargo, Marx y todos los profetas de la <<muerte>> se equivocaron. La <<muerte de Dios>> acarreó la <<muerte del hombre>>, como finamente nos hizo ver Foucault. Es decir, si Dios, sentido último y absoluto de toda existencia, desaparece, el hombre se queda a la intemperie de la vida, preso del absurdo y del sinsentido. En este contexto cobra plenamente sentido la sentencia, siempre viva y actual, de Santa Teresa de Jesús: <<Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta>>.

Muchos filósofos actuales piensan que las tragedias humanas que hoy padecemos son hijas de la instrumentalización y cosificación de la vida, en la que prima, ante todo, la <<satisfacción>> material que apuesta rotundamente por <<de sólo pan vive el hombre>>, inversión clara de la sentencia evangélica: <<No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios>> (Mt 4,4).

El hombre sin Dios es un hombre irredento, incapaz de salvarse, ahogado en sus desequilibrios internos, que crean y agrandan, cada vez más, las diversas y múltiples estructuras de pecado que atenazan y socavan los cimientos de todas las sociedades.
Sin Dios nada tiene sentido, ni siquiera nuestro altruismo y nuestra generosidad. Si Dios no está en la base de la motivación fundamental de nuestra entrega, incurrimos en el más ciego de los egoísmos y en la idolatría de nuestra propia persona.

La Ascensión nos remite constantemente a la necesidad que tenemos de Dios. Porque Dios no es el eternamente ausente. Dios, al mismo tiempo que trascendente, es inmanente. Está presente por su Espíritu en nuestra historia personal y social, convocándonos para una única misión: la de extender el Reino de Dios por todo el mundo, de modo que todos crean en Él, fundamento, razón y esperanza última de todos los hombres.

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