jueves, 25 de junio de 2015

Decimotercer domingo del tiempo ordinario

Sab 1,13-15; 2,23-25: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción.
2 Cor 8,7-9.13-15: Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre.
Mc 5,21-43: Tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.

El domingo pasado centramos nuestra reflexión en cómo la vida de la fe necesita curtirse en el crisol de las dificultades, sin tener miedo a nada, ni a nadie, porque Dios está con nosotros. Dios, decíamos, no guarda silencio, como afirman quienes carecen de esperanza, sino que se compadece de las miserias humanas. Está presto a nuestras súplicas. Dios da su vida por nosotros para que nosotros la tengamos en abundancia: <<Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos>>, nos comenta el apóstol San Pablo en la segunda lectura de este decimotercer domingo del tiempo ordinario.
El Evangelio de hoy nos presenta dos escenas, que bien podrían denominarse escenas de la misericordia de Dios. La primera de ellas es la resurrección de la hija de Jairo; la segunda, la curación de una mujer que padecía flujos de sangre. Dos escenas que, por otra parte, no están yuxtapuestas, una a continuación de la otra, sino interpoladas: mientras Jesús caminaba hacia la casa de Jairo, le sale al paso la hemorroisa. De este modo, el texto literario nos señala la unidad de acción de Jesús, porque la misericordia divina no conoce ni límites, ni momentos. Es una y la misma. Dios, por tanto, no actúa arbitrariamente, como creemos los hombres, sino que siempre busca nuestro bien.
Somos los hombres, y no Dios, quienes tenemos que despertar de nuestros silencios y de nuestros sueños. Es decir, tenemos que avivar nuestra fe y encender en nuestros corazones el fuego del espíritu. Una fe débil, sin no se fortalece, acaba por desaparecer y morir. La fe vigorosa es la única que nos salva.
En el caso de la curación de la mujer con flujos de sangre, San Marcos nos muestra la pedagogía del camino de la fe. La fe primigenia de la hemorroísa no pasa de ser una simple fe mágica, de prestidigitador, de curandero. Ella cree <<a pies juntillas>> que con sólo <<tocar el manto>> de Jesús se va a curar. Y así sucede. Sin embargo, esto no significa que el hombre puede controlar y administrar la gracia y el poder de Dios. Es, más bien, que el poder de Dios actúa libre y soberanamente en beneficio del hombre. En este caso, es un beneficio doble: Jesús cura la enfermedad física de la mujer, al tiempo que le enseña el camino de la vida de la fe. La hemorroísa pasa de la fe mágica a la fe adulta, responsable, personal.
Éste ha sido, y sigue siendo en muchos casos, el itinerario de nuestra vida de fe. De pequeños creemos más en un Dios <<tapagujeros>>, en el decir de Bonhoeffer, que en el Dios de la vida. de adulto, se supone una fe entregada, consciente, que asume con todas las consecuencias qué es y qué significa identificarse con Cristo, seguirlo, amarlo. Por esta razón, sería bueno que pensásemos en qué tramo del camino de la fe nos encontramos. Porque, cuanto más estamos convencidos de que ya hemos llegado a la meta, más largo es el camino que nos queda por recorrer.
La fe no es una cuestión de días o de horas; es una cuestión de toda la vida. YH cuanto más firme es nuestra fe, más tiene que aguantar los envites de las tormentas y de las tempestades, de las dudas, de los silencios de Dios; más tendrá que esforzarse por descubrir la voluntad de Dios en un mundo que ha proclamado oficialmente su muerte.
En la segunda escena, la resurrección de la hija de Jairo, San Marcos nos encara frente al absurdo humano que, en algunas ocasiones, supone creer. Un absurdo generado por nuestro exceso de <<razones>>, de lógica, de vivir la vida sólo <<de tejas para abajo><. Es el absurdo de querer convertir la fe en un cúmulo de respuestas claras y precisas, desechando todo misterio y todo abandono en las manos de Dios.
Por eso, cuando Dios nos revela su voluntad, nos sobrecoge, unas veces, y nos parece un imposible, otras. Y éste es el problema: que la voluntad de Dios no encaja con la nuestra. Por eso, las propuestas de Dios nos resultan disparatadas o fuera de tono, provocando en nosotros un cierto aire de escepticismo o, en el mejor de los casos, una fina hilaridad. En el fondo, vivimos en una paradoja: decimos que creemos, pero de facto somos incrédulos.
No nos confundamos, a Dios le pedimos ingenuamente pruebas, pero confiamos ciegamente en los postulados de la ciencia y de la técnica, a los que tenemos como <<la voz de Dios>>, según Heidegger. Razonamos la fe, al tiempo que mitificamos la razón. Por eso, la fe mágica de la hemorroísa es mucho más verdadera que esta fe <<modernista autosuficiente>>, que sólo cree en lo que es humanamente posible. Aquélla cuenta, al menos, con un minúsculo germen de lo que más tarde será una absoluta y firme fidelidad y confianza en Dios; ésta prescinde de Dios. Sólo confía en sí misma. No entiende que lo que es imposible para ella es posible para Dios.
Mis queridos hermanos y amigos, como la hemorroísa, o como Jairo, tengamos absoluta confianza en el poder de Dios, que se traduce en fiarnos enteramente de Él; en dejarlo hacer, aunque de entrada no comprendamos.
Hemos de creer que el Dios que nos ha manifestado Jesús es un Padre que cuida de nosotros, mucho más que de los pájaros del cielo o de los lirios del campo. Un Padre, al que si le pedimos pan, no nos dará una piedra. Dios siempre nos escucha y nos responde, aunque sus caminos no siempre coincidan con los nuestros. Como dice Romano Guardini: <<Es hermoso sentirse unido con Dios en la solicitud de la persona amada y pensar que ésta queda envuelta y protegida en esta unidad>>.

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