viernes, 12 de junio de 2015

Undécimo domingo del tiempo ordinario

Ez 17,22-24: Todos los árboles sabrán que yo soy el Señor.
2 Cor 5,6-10: En destierro o en patria nos esforzamos por agradar al Señor.
Mc 4,26-34: La semilla más pequeña se hace más alta que las demás hortalizas.

Uno de los géneros más socorridos por Jesucristo para predicar el Reino de dios son las parábolas, porque más que comentar describen de un modo poético los hechos a los que se refieren. Este lenguaje en imágenes no es, en rigor, ninguna novedad. <<El primer hombre –escribe Cerfaux- que tuvo la idea de escribir comenzó a pintar>>. La imagen es como el punto de apoyo y la pista de lanzamiento de la inteligencia. Desde ella se puede llegar más allá de lo que alcanzaría un lenguaje de puras ideas. Pero, al mismo tiempo, es un lenguaje que hay que descifrar. Revela y vela a la vez, dice y no dice, descubre la verdad y la oculta. El oyente es mucho más libre de entender o no, de aceptar o no la verdad que se le presenta. Tal vez por eso es el lenguaje preferido por Dios, el predilecto de los escritores bíblicos. Por ello, según Leserte, la parábola consta de <<un cuerpo y un alma. El cuerpo es la narración misma en su sentido obvio y natural. El alma es una serie de ideas paralelas a las primeras que se desenvuelven siguiendo el mismo orden, pero en un plano superior, de suerte que es necesaria atención para alcanzarlas>>.

Otra ventaja que tienen las parábolas es que han permanecido y calado en el corazón del pueblo cristiano. Son pocos los que dominan el sermón de Jesús en la Cena, pero ¿quién, por ejemplo, no conoce la parábola del Hijo pródigo? Por eso, A. Reville, escritor racionalista y poco propenso a alabanzas religiosas, ha escrito: <<Han pasado los siglos y las parábolas quedan. Interesantes y llenas de colorido, se graban con facilidad en la memoria, ofrecen sólido alimento a la reflexión de los pecadores y a la inteligencia de los sencillos>>.

Hoy, las dos parábolas de la semilla pequeña que crece y se transforma en un gran árbol nos muestran la paradoja del Reino de los cielos: crece pero sigue siendo pequeño, su grandeza está precisamente en su pequeñez. Dos son los mensajes que nos transmite esta parábola: primero, en la inmensa tarea de extender el Reino de Dios a lo largo y ancho del mundo, a nosotros nos corresponde sólo y únicamente la labor de sembrar; a dios, la de transformar.

No somos los creadores y artífices del Reino. A nosotros sólo nos corresponde predicarlo y enseñarlo por todo el mundo. A Dios, hacerlo crecer, madurarlo, llevarlo a su plenitud. Los cristianos tenemos que estar comprometidos con el Reino y su justicia, lo demás es asunto de Dios: <<El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo>>. Esta reflexión es la explicación exacta del adagio castellano: <<A Dios rogando y con el mazo dando>>.

El segundo mensaje es la antítesis que se establece entre la pequeñez de la semilla y su florecimiento en el Reino escatológico, al final de los tiempos. Porque una interpretación ingenua y triunfalista ve en esta parábola una especie de resumen de la historia de la Iglesia en este mundo: empezó con pocos, ha llegado a muchos millones, las aves del cielo de los pueblos paganos y ateos han venido a posarse en sus ramas. Algo de realidad hay en esto. Quien compara los pequeños inicios de la comunidad cristiana con el esplendor de un Vaticano II ve, en efecto, que el grano de mostaza ha hecho su camino.

Pero, si se mira con detenimiento, se ve que esos millones de cristianos siguen siendo aún el grano de mostaza perdido en la paganía del mundo. Por eso, hay que afirmar que la Iglesia sigue estando hoy mucho más cerca de sus orígenes de semilla que de su triunfo final, que de ninguna manera se producirá en la historia. No es, por tanto, la cantidad –el número de inscritos en el cristianismo-, no son los apoyos políticos que la fe pueda conseguir, lo que constituye el verdadero tamaño del árbol de mostaza. La Iglesia era tan débil con Constantino como con Diocleciano. No es la historia, ni la fuerza humana, la que le da vigor a la Iglesia, sino la gracia de Dios, germen que la dinamiza y hace crecer.

No es pues el número lo que hace crecer el árbol, sino la fidelidad al Evangelio. Se trata de ponerse en las manos de Dios, de ser humildes, de reconocer lo poco que somos, de saber que sin Dios nada podemos. Así, la debilidad de la Iglesia es su grandeza; lo mismo que su grandeza puede ser su debilidad mayor.

A algunos, que se dejan llevar de la soberbia, les gustaría una Iglesia en la que se subrayase el brillo y no la debilidad, al estilo de los grandes imperios. En el fondo, quieren un Reino de Dios realizado en la tierra, en franca oposición a la sentencia de Jesús: <<Mi Reino no es de este mundo>>.

El Evangelio sigue siendo debilidad. En el decir de San Jerónimo: <<La predicación del Evangelio es la más humilde de las teorías intelectuales. Esta doctrina, desde el comienzo mismo, parece absurda, cuando predica que un hombre es Dios, que Dios muere, el escándalo de la cruz. Comparad esta doctrina con las enseñanzas de los filósofos y sus libros, con el brillo de su elocuencia y el orden perfecto de los discursos, y veréis cómo la semilla del Evangelio es más pequeña que todas las demás simientes>>.

Mis queridos hermanos, en medio del brillo de las propagandas o de las ideologías, el Evangelio sigue siendo debilidad. En la Iglesia verdadera siempre habrá más pobres que sabios, más débiles que poderosos. Y si entran en ella sabios y poderosos, sólo será pasando por la puerta de la debilidad.
Tremenda lección la que hoy nos da Jesucristo con esta parábola, mis queridos amigos. Una lección centrada en un eje: la humildad, que se traduce en vivir nuestro ser cristiano enteramente desde la voluntad de Dios.

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