jueves, 24 de septiembre de 2015

Vigésimo sexto domingo del tiempo ordinario

Texto bíblico:
Núm 11,25-29: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu!
Sant 5,1-6: Los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor.
Mc 9,37-42.44.46-47: El que no está contra nosotros está a favor nuestro.

El Evangelio que acabamos de proclamar está lleno de mensajes para todos nosotros. Unos son perfectamente entendibles, otros necesitan de una explicación más detallada por nuestra parte.
El pórtico de entrada nos revela una verdad capital, que define en toda su extensión la radicalidad de la opción cristiana: o con Cristo, o frente a Cristo. No hay caminos intermedios, propios de la política humana, ese arte de lo imposible. O se acepta a Cristo con todas sus consecuencias, o se le rechaza. Lo demás es querer jugar a dos barajas, intentar contemporizar mis intereses con los del Evangelio.
Mis queridos hermanos, nuestra fe adolece en muchas ocasiones de este sano radicalismo. Como cristianos decimos que amamos a Jesucristo, pero nuestra vida y nuestras obras lo desmiente. Nos fabricamos un Evangelio a nuestra medida, poco exigente y demasiado complaciente con las comodidades, el hedonismo y el materialismo que nos rodea y embarga. Decimos que adoramos a dios, y es verdad, pero al mismo tiempo organizamos nuestra vida en torno a un innumerable montón de ídolos que nos esclavizan: el dinero, el poder, la competitividad, la fama, el estar por encima de los demás. Hacemos caso omiso del mandamiento del amor, porque el amor no es rentable. Y entonces surge la pregunta: ¿Para qué sirve vivir de este modo el cristianismo? Para nada. Es un cristianismo <<sin sal>>, que se ha vuelto soso e insípido, y, por tanto, no convence, no llena, no dinamiza, no compromete, no testimonia sino que escandaliza. A este propósito escribía G. Bernanos: <<Cristo nos pidió que fuésemos la sal de la tierra, no el azúcar, ni la sacarina. Y no digáis que la sal escuece. Lo sé. Lo mismo que sé que el día que no escozamos al mundo y empecemos a caerle simpáticos será porque hemos empezado a dejar de ser cristianos>>. Las expresiones radicales de Jesucristo: <<cortar la mano o el pie>>, <<sacar el ojo>>, hay que traducirlas en el sentido de que <<hay que estar dispuestos a renunciar a uno mismo para entrar en la vida del reino de Dios>>.
Cada uno tiene que pararse a reflexionar, mis queridos hermanos, si su vida cristiana lo llena, lo entusiasma, lo interpela. De lo contrario, tiene que plantearse seriamente el camino de la conversión.
Ahora bien, esta radicalidad no es monopolio exclusivo de los que nos llamamos y decimos cristianos. Durante muchos años hemos participado de la idea de que sólo y únicamente nosotros tenemos derechos a participar de la verdad de Dios, en clara oposición a todo ecumenismo. Precisamente, no es esto lo que hoy nos transmite Jesús. Todo lo contrario, reprocha a sus discípulos porque tratan de impedir a uno no perteneciente al grupo de los doce -<<no es de los nuestros>>- que haga milagros en nombre de Jesús.
La lección es clara. Nadie, absolutamente nadie, tiene el monopolio sobre Dios. Dios está por encima de nuestros deseos de propiedad, de nuestros egoísmos, de nuestro afán de tener y poseer. Dios se manifiesta en quien quiere y cuando quiere. Sólo busca un corazón preparado, generoso y dispuesto; un corazón que hace el bien y no mira a quién. La regla de oro es tajante y clara: <<El que os dé a beber un vaso de agua porque seguís al Mesías, os aseguro que no quedará sin recompensa>>.
Jesús nos llama a revisar nuestras etiquetas, nuestros prejuicios sociales y religiosos, y a mirar el corazón de las personas. No por el hecho de pertenecer a la Iglesia de Jesucristo ya somos cristianos auténticos y ejemplares. La pertenencia tiene que estar avalada por una vida llena de renuncia y de entrega. Si no es así, vinimos en la apariencia de nosotros mismos, siendo causa de escándalo y antitestimonio permanente para los demás.
Precisamente, el toque de atención que Jesucristo nos da sobre el escándalo es el tercer mensaje del Evangelio de hoy. Es la cruz de la regla de oro: <<Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar>>. Mayor contundencia no cabe.
Este lenguaje de Jesús puede parecernos muy duro, pero nada hay tan perverso como el escándalo, que rompe con la inocencia y empaña la verdad, desautorizando la misma verdad de Dios. Éste es el problema. Escandaliza quien antepone sus verdades al amor a Dios y al prójimo, usurpa el nombre de Dios, toma el nombre de Dios en vano e induce a los demás a seguir su mal ejemplo. Escandaliza todo aquel que con su actuación y, sobre todo, su actitud de vida obstaculiza o hace más difícil la vida digna o humana de los demás.
La democracia en la que vivimos y por la que hemos luchado tantos años nos ha abierto las puertas a la realdad de los grandes valores humanos: la libertad, el reconocimiento de los derechos y dignidad de las personas, el diálogo, la igualdad. Sin embargo, muchos son los que se sirven y utilizan estos valores en provecho propio, distorsionando su realidad. No puede sorprendernos, por tanto, los escándalos de corrupción, los abundantes casos de xenofobia, los sobornos, la amoralidad de quienes creen que todo es uno y lo mismo. Los cristianos vivimos inmersos en este ambiente. Como ciudadanos del mundo, participamos y formamos parte de esta mentalidad. Corremos, por tanto, el peligro de asimilar el Evangelio y sus exigencias a los patrones y moldes sociales. Cuando esto sucede, revestimos bajo una gruesa capa la radicalidad del Evangelio, que transformamos engañosamente en comodidad, falta de compromiso y entusiasmo, falta de amor a Dios y a los hombres.
Como cristianos tenemos que estar muy atentos a saber distinguir el trigo de la paja, la adulación de la verdad, la corrupción de la honestidad, el <<todo vale>> de los valores evangélicos, el <<no complicarse la vida>> de la sana tolerancia, el libertinaje del respeto a las personas, especialmente a los más débiles. Como bien dice Monseñor Carlos Amigo, arzobispo de Sevilla: <<El cristiano no puede moralmente inhibirse de los asuntos que conciernen al porvenir de la comunidad humana a la que pertenece. Carecen de justificaciones actitudes de indiferencia, comodidad, apasionamiento, la insolidaridad o el menosprecio de los asuntos públicos>>.
Ser cristiano implica un alto grado de responsabilidad: ser sal y luz para que el mundo crea. Por esta razón, tenemos que desechar cualquier opacidad de vida -<<cortar la mano o el pie y sacar el ojo>> que nos hacen caer-. Éste es nuestro reto y nuestra tarea, nuestra vocación y misión.

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