viernes, 31 de enero de 2014

Cuarto domingo del tiempo ordinario

Sof 2,3; 3,12-13: Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde.
1 Cor 1,26-31: Dios ha escogido lo débil del mundo.
Mt 5,1-12: Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino Dios.

El Evangelio que la Iglesia nos muestra en este cuarto domingo del tiempo ordinario nos expone, sin componendas de ningún tipo, cuáles son las reglas del juego de un buen cristiano, es decir, en qué consiste el programa de nuestra santificación. Estamos hablando, naturalmente, de las bienaventuranzas, carta programática del Reino de Dios. Sería interminable hacer una exégesis completa de cada una de las ocho bienaventuranzas, por ello me voy a fijar en dos, sumamente aleccionadoras para todos nosotros. Quisiera aclarar, no obstante, que el camino de las bienaventuranzas que Jesús abre para nosotros, tiene una cierta analogía y semejanza con los Mandamientos de Dios, por cuanto éstos son las reglas fundamentales que vertebran nuestra relación con Dios y con los hombres; las mismas que determinan el contenido de las bienaventuradas.

En las bienaventuranzas, Jesús no da órdenes, como es el caso de los Mandamientos, sino que marca caminos, indica actitudes de vida, precisas y necesarias para alcanzar la felicidad, la santidad o la sabiduría. Las bienaventuranzas son las grandes utopías de la vida cristiana, que, como ideal, dinamizan los cimientos mismos que sostienen nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. En realidad, Jesús nos está trazando las coordenadas de un corazón feliz, es decir, de un corazón sensible, porque no es ajeno a la realidad que le circunda, sino que la siente y se compromete  con ella para redimirla; de un corazón limpio, porque es noble y transparente; de un corazón libre, porque sólo Dios es su Señor; de un corazón no violento, porque el amor no incluye la violencia; de un corazón acogedor, abierto al diálogo, misericordioso, paciente, porque entiende que el secreto de la felicidad no está en tener, sino en ser.

La primera bienaventuranza es, exegéticamente hablando, muy discutida. San Mateo nos habla de <<los pobres de espíritu>>, mientras que San Lucas sólo se refiere a <<los pobres>>, sin el matiz <<de espíritu>>. Para San Mateo, los pobres son los anawin, o <<pobres de Dios>>, como bien lo expresa el profeta Sofonías en la primera lectura de la liturgia de este domingo. En este sentido, <<pobre>> no se circunscribe sólo a la dimensión material, sino que abarca otros horizontes de comprensión.

No son pocos los que, haciendo una interpretación puramente materialista de esta bienaventuranza, postulan una exégesis que no supera la dimensión economicista: bienaventurados los que no tienen absolutamente nada, los que no tienen ni un duro, sin advertir que hay pobres materiales de solemnidad dominados por la ambición desmedida del dinero y por la envidia y el odio hacia quienes tienen más que ellos. Otros, como muchos creyentes ricos o adinerados, optan por una interpretación excesivamente laxa, estableciendo una clara diferencia, casi esquizofrénica, entre las <<cosas>> del espíritu y las <<cosas>> materiales. Por eso, esta interpretación hace compatible el amor a Dios con el amor a las riquezas, planteamiento condenado de facto por Jesús (cf. Mt 6,24). Son los que piensan que su espíritu está despegado de las riquezas, pero no su corazón, viviendo únicamente para ganar, atesorar y acumular. Aunque digan: <<Señor, yo creo en ti, tú eres mi Dios>>, en el fondo viven como si Dios no existiera.

Por tanto, <<pobre>> no es sólo el que no tiene dinero, sino también –y sobre todo- el que se sabe en las manos de Dios, porque el hombre nada es ante la grandeza divina. Es saber que <<con Dios lo puedo todo>>, y sin Él, nada. Pobre es el que tiene claro que <<no se puede servir al mismo tiempo a dos señores: a Dios y al dinero>>, porque el amor a Dios tiene que llenar toda su vida.

Las bienaventuranzas que nos hacen felices son las que nos invitan a compartir, a comunicar nuestras riquezas, sean o no materiales. Son las que nos enseñan que la sabiduría de la vida no consiste tanto en recibir, como en dar; tanto en acumular, como en compartir con alegría y generosidad.

<<Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia>> es la segunda bienaventuranza que quería comentar. <<Misericordia>>, según las Etimologías de San Isidoro, viene del latín miseris cor dare, <<dar el corazón a los más humildes>>, a quienes padecen la flagelación del sufrimiento, del dolor, de la soledad. Es hacer nuestro el sufrimiento de Cristo, presente en todos los hermanos postrados por enfermedades o abandonados por todos. Es concretar con <<pelos y señales>> el mandamiento del amor: el amor a Dios y el amor al prójimo; éste, inseparable de aquél.

Mis queridos hermanos, seamos misericordiosos, juzguemos con comprensión y con amor las faltas de los demás, y las nuestras propias con dureza. Enmendemos nuestra propia conducta. Analicemos con profundidad nuestra conciencia, pero seamos comprensivos, indulgentes y misericordiosos con el prójimo, nuestro hermano.

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