jueves, 16 de enero de 2014

Segundo domingo del tiempo ordinario

Is 49,3.5-6: Te hago luz de las naciones.
1 Cor 1,1-3: Gracia y paz os dé dios, nuestro Padre, y Jesucristo, nuestro Señor.
Jn1,29-34: Éste es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Una de las preguntas que con más fidelidad pueden medir la autenticidad de nuestra fe y de nuestro compromiso cristiano es la que apunta directamente a la identidad de Jesucristo: ¿Conocemos a Jesús? ¿Sabemos quién es realmente Jesucristo? Porque aquí de lo que se trata no es sólo de un conocimiento de la razón; aquí también hay que hablar de un conocimiento del corazón, como elegantemente apuntó Pascal. Conocer a Jesucristo implica identificarse con Él y con su obra de salvación, vivir con las claves y pautas de vida del Evangelio que él proclamó.

Dios pasa una y otra vez por nuestra vida. Su mirada se cruza con la nuestra y, sin embargo, no acabamos de detectarlo porque Dios sigue siendo una de nuestras grandes asignaturas pendientes. Sentimos deseos y nostalgia de Dios pero no sabemos de qué Dios se trata. Cuando hablamos de dios, no es de Dios de quien hablamos, sino de las teorías intelectuales sobre Dios porque no conocemos ni experimentamos la vida de Dios. Ésta fue la íntima intuición de San Agustín cuando afirmaba: <<Temo a Dios que pasa>>. Es decir, temo que en ese <<cruzar de Dios>> por mi vida, me pase totalmente desapercibido.

Nosotros, tú, yo, el de más allá, ¿conocemos a Jesús? ¿Le hemos encontrado? ¿Le hemos reconocido? ¿Le hemos hablado? Es decir, ¿la fe ha estremecido las estructuras existenciales de nuestro ser? Porque una cosa está clara: mientas nuestra fe no nos interrogue, no nos inquiera, no nos exija o no nos lance al compromiso, nosotros no conocemos a Jesucristo. Porque la fe no es un creer sin más a un montón de dogmas, de artículos del catecismo; la fe es descubrir a Dios en el corazón y en la vida y enamorarse de Él. La fe es identificarse en  cuerpo y alma con el Jesús de los Evangelios, es amar a Jesús y su causa, como proyecto de vida. Aquí radica la distinción entre los que son cristianos sólo de nombre, y los que lo son <<en espíritu y verdad>>. De nada sirve, creer mucho y no vivir nada, como bien argumenta el apóstol Santiago (cf. 2,14-26).

Vivimos en un mundo y en una sociedad en la que, como en su día comentó el filósofo alemán Inmanuel Kant, el hombre ha alcanzado <<la mayoría de edad antropológica>>, ha llegado al cenit de la autonomía personal de sus decisiones sobre sí mismo y sobre sus asuntos vitales, y Dios ha quedado relegado a un segundo o un tercer plano. Es una situación de una clara prepotencia de lo humano y de una pérdida progresiva del sentido de lo divino. En una situación así, ¿cómo encontrar y descubrir a Dios? ¿Cómo sabemos que quien pasa ante nosotros es Dios? ¿No será, acaso, uno de los muchos ídolos que los hombres nos hemos fabricado? Dios, ¿es Dios, o es un sucedáneo de Dios? He aquí un buen racimo de preguntas que nos toca contestar a cada uno en particular, si es que de verdad nos interesa y preocupa Dios.

Una cosa está clara, sólo dios salva; sólo Jesucristo es el auténtico <<cordero de Dios que quita el pecado del mundo>>. Los hombres no salvamos; los ídolos que nos fabricamos, tampoco. Posiblemente seamos <<mayores de edad>> en temas como las libertades, el progreso de la razón o la conquista de los derechos humanos, pero aún somos <<menores>> en el tema de la fe. Hemos crecido en <<estatura humana>> delante de los hombres, pero no hemos crecido en <<sabiduría>> delante de Dios. Lo que más necesitamos los cristianos en estos tiempos de increencias es renovar una y otra vez nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Estamos necesitados de una conversión profunda y sincera, que tambalee todos los rincones de nuestra vida aburrida, cansada, monótona, vacía. Necesitamos recuperar el sabor de la sal y el brillo de la luz para contagiar a los demás la alegría del encuentro con Jesucristo y con su salvación.

Ser cristiano es vivir, no vegetar. Es encontrarse con Jesucristo, reconocerlo como Dios y amarlo. En esto consiste la fe. Vittorio Messori, convertido al cristianismo, afirma que la clave de que el cristianismo se extendiera en tiempos de los apóstoles estuvo en el entusiasmo y en la coherencia de vida de los mismos cristianos, enamorados de Cristo, identificados con su causa, hasta el punto de afrontar incomodidades, persecuciones e incluso el martirio. Y es que sólo la fe que está avalada por la misma vida es fe misionera y apostólica, capaz de mover montañas.

Mis queridos amigos y hermanos: busquemos a Dios; encontrémoslo; descubramos a Jesucristo como el único <<cordero de Dios que quita el pecado del mundo>>. nos hace falta hoy esa experiencia viva, individual o comunitaria de que no sólo en Jesús podemos encontrar el perdón de nuestro pecado, sino también la fuerza y la gracia que nos lleve a decir como el Bautista: <<Yo lo he visto>>. Y  de esta vivencia de fe es de donde surge el testimonio.

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