viernes, 28 de marzo de 2014

Cuarto domingo de Cuaresma

1 Sam 16,1.6.7.10-13: David es ungido rey de Israel.
Ef 5,8-14: Caminad como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor.
Jn 9,1-41: ¿Crees tú en el Hijo del hombre?

La dinámica de la conversión, tema central de la Cuaresma, es progresiva, según la propia pedagogía de la fe. En los domingos anteriores hemos visto qué implica la conversión y cuáles son sus pasos. Con el acierto y la profundidad de sus relatos, el evangelista San Juan ha situado la conversión en el corazón del hombre, sediento de Dios y, por tanto, necesitado del agua viva de la salvación para saciar plenamente su sed. En el Evangelio de hoy Jesús muestra la otra gran necesidad del hombre de todos los tiempos: la luz que ilumina el sentido último de su vida.

Decía el filósofo Platón que la función de la luz es iluminar, pero que un exceso de luz en los ojos, como nos ocurre cuando miramos directamente al sol, acaba por cegarnos. De ahí que tan ciego está uno que queda deslumbrado por los destellos de los rayos de la luz como e lque permanece en la oscuridad total. Ambos necesitan de la transparencia y claridad de la luz que les libre de sus respectivas cegueras. Ambos, por tanto, necesitan reconocer que se encuentran ciegos. Es el primer paso en el camino de la conversión. Por eso, si no reconocemos nuestras propias deficiencias nunca tendremos necesidad de aquello que nos hace falta –lo que no quiere decir que no lo necesitemos- y, en consecuencia, nunca iniciaremos el proceso de la conversión que nos devuelva paulatinamente la vista.

La escena del Evangelio de hoy es bien conocida: Jesús cura a un ciego de nacimiento. Es una escena que tiene una polémica de fondo bien precisa: la lucha continua de Jesús con los fariseos, guías ciegos que conducen a otros que están tan ciegos o más que ellos. Pero detrás de los personajes que configuran la escena, se nos manifiestan las actitudes de vida que uno y otros encarnan.

El ciego de nacimiento es el símbolo de la actitud positiva ante el don de la salvación que Dios le ofrece. El ciego sabe que está ciego, y es este <<saber>> el que lo capacita para abrirse a la luz de Dios. Sólo quien sabe de sus cegueras puede curarse de ellas; sólo quien toma conciencia de las oscuridades de su vida hace todo lo posible por salir de ellas; sólo quien se da cuenta de que en su vida está falto de Dios, inicia el camino de búsqueda y encuentro con Dios.

Los fariseos son el símbolo de la actitud negativa y de rechazo de la salvación de Dios. Son tan ciegos o más que el ciego de nacimiento, pero con una gran diferencia: no <<saben>> que están ciegos, y, por tanto, están incapacitados para la conversión. ¿Cómo pueden necesitar la salvación de Dios si no reconocen que están necesitados de ella? Por eso en los fariseos se produce una de las grandes paradojas de la vida: el exceso de luz les ciega. Saben tanto, se creen tan cumplidores de la ley y, por tanto, tan buenos, que no necesitan de ninguna salvación. Ya están salvados. Es el pecado de la soberbia, propio de quienes se creen con derecho a todo, pasando por alto al mismísimo Dios. También los cristianos de hoy tenemos que preguntarnos por nuestras cegueras, porque a veces tanta claridad, como al os fariseos, nos deslumbra y nos impide iniciar el proceso de la conversión del corazón.

Hay distintas clases de cegueras. En primer lugar, hablamos de la ceguera de la perfección, que se caracteriza por <<creerse>> uno totalmente bueno o, en su defecto, exento de todo pecado, según el dicho: <<Yo ni robo, ni mato, ni hago mal a nadie>>. En uno y otro caso la cuestión es siempre la misma: ¿qué necesidad tengo yo de Dios, si ya soy un santo? Así, la ceguera de la perfección nos imposibilita totalmente para acceder a la luz de Dios. Una buena pedagogía de la conversión requiere que comencemos por reconocernos relativos y limitados, sabiendo que no hay nadie totalmente santo sino Dios. Ésta fue y es la idea motriz que sigue impulsando a las personas santas de todos los tiempos.

En segundo lugar, está la ceguera de la ortodoxia, que se caracteriza por pensar que con cumplir y ser fiel al pie de la letra con lo que manda la Iglesia ya se está salvado, según el dicho: <<Soy un buen cristiano porque cumplo todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia>>, sin advertir que no salvan nuestras obras, sino Dios. Está bien y es necesario cumplir con todo lo que Dios y la Iglesia mandan, pero siempre y cuando partamos de un corazón que confía en la gracia de Dios y no en sus solas fuerzas. Igual que en la ceguera anterior, una buena pedagogía de la conversión requiere que seamos humildes y sencillos, porque las obras por sí solas no salvan si Dios no está animándolas. No salvan las obras en sí, sino el cariño, el amor y la entrega que en ellas pongamos al realizarlas.

En tercer lugar, están las cegueras de cada día: nuestras vanidades, nuestros caprichos personales, nuestras terquedades, nuestros egoísmos refinados, nuestras falsas generosidades… que poco a poco van oscureciendo la luz de Cristo que ilumina nuestra vida. Una buena pedagogía de la conversión requiere que no dejemos pasar las oportunidades diarias que Dios nos ofrece a fin de reconocer nuestros fallos y pedir perdón por ello. Hemos de tener en cuenta el adagio: <<Lo poco, con el tiempo es mucho>>. Si no nos educamos en la conversión diaria nunca nos convertiremos del todo; si no reconocemos nuestras pequeñas cegueras, difícilmente podremos reconocer las de mayor importancia; si corremos el riesgo de quedarnos ciegos.

Mis queridos amigos y hermanos, analicemos cada uno las cegueras de nuestra vida, convirtamos el corazón al Señor y dejémonos inundar por la claridad de su luz.

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