jueves, 27 de noviembre de 2014

Primer domingo de Adviento

Is 63,16-17; 64,1.3-8: Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero.
1 Cor 1,3-9: Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
Mc 13,33-37: Velad, pues no sabéis cuando vendrá el dueño de la casa.

Comenzamos el tiempo litúrgico del Adviento, tiempo que nos invita al gozo y a la esperanza, a la confianza en las promesas de Dios, siempre fiel y misericordioso con nosotros, los hombres.
En la primera lectura, el profeta Isaías pone de manifiesto una suprema verdad antropológica: las injusticias sociales son fruto de los pecados de los hombres. El hombre de todos los tiempos se engolfa inútilmente una y otra vez en su sueño de ser Prometeo, es decir, de querer ser Dios. Como resulta que el hombre no es Dios, una y otra vez es víctima de su propia soberbia, desde la que gobierna y mal dirige su vida <<hacia dentro>> y <<hacia fuera>>. Por eso, no puede extrañarnos el cúmulo de desatinos que jalonan la historia de las relaciones humanas: guerras, esclavitudes, opresiones, crímenes, etc.

El pueblo de Israel, después de la amarga experiencia del destierro, sabe que su único Señor es Dios, y nada más que Dios. Sin embargo, las ilusiones renacidas de una nueva vida se estrellaron a los pocos años con la realidad. El pueblo, como antes de su paso por el destierro, vuelve a las andadas: se olvida de Dios. Así, el antaño <<corazón de carne>> de este pueblo se convierte de nuevo en <<corazón de piedra>>, dando lugar a todo tipo de desajustes y pecados personales sociales. De ellos da buena cuenta la crítica profética.

Isaías nos descubre igualmente la suprema verdad teológica: sólo Dios salva. Sólo Dios mantiene su promesa de amor y de misericordia con los hombres. Sólo Dios es creador de vida, de ilusiones y esperanzas. Sólo la esperanza que proviene del corazón de Dios es capaz de <<hacer nuevas todas las cosas>>, de cambiar y transformar el corazón abatido del hombre. Por esta razón, el hombre, cuando con transparencia se mira en su interior, descubre que no hay más verdad que Dios, que sólo Dios es <<nuestro Padre>>, que <<somos todos obras de sus manos>>.

A este descubrimiento se llega desde la verdad del propio corazón que vive con los principios de la justicia que brota del amor. Con acierto, Isaías comenta que Dios <<sale al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de sus caminos>>.

El Evangelio de San Marcos es escueto, pero suficientemente denso y explícito. Con dos imperativos -<<mirad>> y <<vigilad>>-, Jesús nos pone en guardia. A Dios hay que buscarlo todos los días. La justicia, como el amor, no se tienen de una vez para siempre. Necesitan ser renovados como la fe en Dios, que si no se hace operativa en las obras concretas, acaba por disiparse.
El cristiano de esta hora ha de estar atento a los signos de los tiempos que le ha tocado vivir. No puede dormirse en los laureles. Nos guste o no, nuestra sociedad está atravesada de cabo a rabo por la increencia. El secularismo más recalcitrante es su tarjeta de visita y seña de identidad. Por eso, hemos de <<mirar>> y <<vigilar>> para que nuestra identidad cristiana no se vicie en su raíz con las propuestas seculares, porque <<si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se le puede devolver el sabor?>> (Mt 5,13).
El cristiano tiene que ser realista, vivir en su mundo, en su sociedad. Pero este realismo no significa ser ingenuos. No todas las propuestas que nos llegan desde la sociedad son propuestas que estén de acuerdo con los principios cristianos. Así, el aborto, la eutanasia, el silencio de Dios, el hedonismo, la filosofía del <<todo vale>>, entre otras cosas, violan flagrantemente la fe, la esperanza y el amor cristianos. El realismo es optimismo, esperanza, alegría, confianza en el poder salvador de Dios que actúa por y en nuestras obras de justicia. Ser realista es, en definitiva, operar en el mundo los principios cristianos para que el reino de los hombres llegue a ser Reino de Dios, y no amoldarse acríticamente y dar por bueno todo l que nos llega de fuera.

De ahí, una vez más, la necesidad de mirar no sólo hacia fuera sino también hacia dentro, al propio corazón, centro de nuestro creer, querer y actuar. En él residen los grandes principios morales que dirigen nuestros pasos. Pero, y aquí es donde tiene cabida la llamada de Jesús, no podemos confiarnos, porque el corazón es ambivalente. Lo mismo que es la casa de nuestros grandes principios, es también el hogar de nuestros grandes pecados: <<De dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas: inmoralidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades…>>> (Mc 7,21-23).

Hemos de vigilar nuestra vida como don y proyecto de Dios. Hemos de vigilar nuestro ser <<imagen de Dios>>, si es que queremos ser <<luz del mundo>> (Mt 5,14). ¿Cómo podemos iluminar al mudo con los rayos de la fe, si Dios no resplandece en nuestra vida? ¿ Cómo podemos inundar de gozo y esperanza a nuestra sociedad, si la desesperanza y el sinsentido son nuestros huéspedes permanentes? ¿Cómo podemos enseñar a los hombres la justicia, la misericordia y el amor de Dios, si nuestro corazón se ha olvidado de Dios? <<La vida –en bella expresión de R. Tagore- nos ha sido dada y sólo se merece dándola>>.

Mis queridos hermanos y amigos, vivamos plenamente este tiempo de esperanza y de plenitud de sentido. Busquemos a Dios con ahínco y firmeza. Operemos la conversión del corazón. Sintamos la necesidad de Dios, el único que en verdad nos salva. Vivamos el Adviento con su grito esperanzado y consolador: ¡Ven, Señor! Ven, Señor, a poner orden en mi corazón; ven, Señor, a poner confianza en mis desesperanzas; ven, Señor, y llena de ilusión y gozo mi vida, para que así yo pueda alegrar e ilusionar a otros.

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