domingo, 2 de noviembre de 2014

Trigésimo primer domingo del tiempo ordinario

Mal 1,14-2,2.8-10: Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley.
1 Tes 2,7-9.13: Recordad nuestros esfuerzos y fatigas, proclamando el Evangelio de Dios.
Mt. 23,1-12: Haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen.

Nuestra reflexión cristiana de hoy se centra en una idea-eje que recorre todas las lecturas de esta domingo: el buen uso y el abuso de la autoridad, sea civil o religiosa.

Jesucristo no se anda con contemplaciones a la hora de condenar el abuso de poder de las autoridades religiosas de su tiempo, porque no lo utilizaban para servir, sino para aplastar y agobiar al pueblo mediante una red intrincada de mecanismos, tales como los mandatos, normas, prescripciones o interpretaciones de la ley.

Jesús condena en términos enérgicos todas las actitudes hipócritas, típicamente farisaicas: ensancharse las filacterias del manto para aparentar ser los mejores cumplidores de la ley, imponer cargas pesadas sobre personas que dependían de ellos porque ellos estaban constituidos en autoridad, la vanidad de ocupar los primeros puestos en las sinagogas o en los banquetes. Condena que, por otra parte, no podemos reducir sólo a los fariseos. En las primitivas comunidades cristianas también se aplicaba esta exhortación, a veces, a la autoridad eclesiástica, no para recriminarla, sino para recordarle que la autoridad se ha de ejercer con vocación de servicio, sin poner en los hombros de los demás cargas que ella no estaba dispuesta a llevar.

Todos cuantos pertenecemos y tenemos alguna forma de autoridad ministerial tendríamos que reflexionar de vez en cuando en las actitudes farisaicas, para no caer en la tentación de predicar sólo para los demás y no para nosotros; para evitar el decir y no hacer; para vivir aquello que predicamos y predicar lo que vivimos. En este sentido, recuerdo el lema de San Agustín que un compañero mío escogió para su ordenación sacerdotal: <<Para vosotros soy sacerdote, con vosotros soy cristiano, por vosotros me consagro hoy>>.

No podemos olvidar que nuestro sacerdocio es representación y participación del único sacerdocio de Cristo y, en consecuencia, Él es la última autoridad, <<que no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos>> (Mt 20,28). La cruz es nuestro trono y nuestro altar: <<El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga>> (Mt 16,24). Los sacerdotes tenemos que buscar los caminos del amor, del servicio, de la humildad, de la sencillez.

Pero el sacerdocio que Jesucristo, Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, ha instituido también es participado por vosotros, los seglares. Como se nos dice en la sagrada liturgia, con palabras tomadas del Concilio Vaticano II, <<vosotros [por el bautismo] sois un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo de su propiedad>>. Es el sacerdocio común, que os capacita para hacer de vuestra vida un altar y un holocausto, como expresó con elegancia y hondura espiritual San Juan Crisóstomo: <<¿Tú ves un altar de piedra y lo veneras. Cuando veas a un hermano pobre, necesitado o creyente, ve también en él ese mismo altar. Es un altar de Dios, de Jesucristo, donde tú con tu caridad, con tu misericordia, con tu consejo, con tu colaboración, con tu orientación, puedes orar>>.

El sacerdocio no es una gracia que se da para que el propio sacerdote se regodee, se goce y se aquiete en ella, como si fuera en su propio beneficio. Por el contrario, es una gracia que se da para hacer el bien a los demás, para ser <<puente entre Dios y los hombres>>. Y el sacerdote hace el bien a los demás, para ser <<puente entre Dios y los hombres>>. Y el sacerdote hace el bien a los demás trabajando con ellos codo con codo, preocupándose tanto de su vida espiritual como material. Guardando el equilibrio entre la acción y la contemplación, o si se quiere, llevando a efecto el lema de la Regla de San Benito: ora et labora.

Mis queridos hermanos y amigos, ¡qué hermosas reflexiones! todos empezando por mí, tenemos que aplicárnoslas. En el ejercicio de nuestras funciones, bien en el seno de nuestra familia, en el ámbito de nuestra profesión o de nuestras relaciones humanas, tenemos que construir la vida sobre la base del servicio y de la entrega, expresión del amor.

La crítica que Jesús hace de las actitudes farisaicas tienen que estar como trasfondo en nuestro horizonte vital, porque ellas nos recuerdan el peligro que tenemos de creernos mejores que nadie, y desde esa atalaya convertir la autoridad en excusa para ser servido, desvirtuando así la vocación cristiana y sacerdotal que Dios ha depositado en cada uno de nosotros.

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