miércoles, 30 de julio de 2014

Decimoctavo domingo de tiempo ordinario

Is 55,1-3: Venid, comprad; comed sin pagar, vino y leche de balde.
Rom 8, 35.37-39: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?
Mt 14,13-21: Comieron todos hasta quedar satisfechos.

El Evangelio de hoy, que trata del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, nos invita esencialmente a vivir el amor fraternal y, en consecuencia, a ser solidarios.

Un viejo refrán chino dice que <<si alguno tiene hambre, no le des pescado; dale una caña y enséñale a pescar>>. Es exactamente el mensaje de la multiplicación de los panes y de los peces. Bajo la dimensión de los panes y de los peces que sacian el hambre física, Jesús nos invita a encarnar y vivir el amor fraterno, centrado en el valor de la solidaridad humana, porque sólo el amor fraternal puede hacer de este mundo injusto una nueva creación en la abundancia.

El papa Juan Pablo II, recogiendo la antorcha de su predecesor el papa Pablo VI, denunció en numerosas ocasiones las situaciones de injusticias sin cuento que pululan a lo largo y ancho de nuestro mundo. Su conclusión es que <<muchos tienen poco, y pocos tienen mucho>>. La mayor parte de las riquezas mundiales están concentradas en unas pocas manos, mientras el setenta por ciento de la población se muere de hambre.

Vivimos una nueva era de adoración del becerro de oro, en la que prima el amor al dinero, a la opulencia, al despilfarro, al consumo. Los bienes de la tierra que Dios dio a todo el mundo, como oportunamente se nos dice en el libro del Génesis: <<Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla>> (1,28), unos pocos se los han apropiado, víctimas de su egoísmo ancestral. Es el comienzo y la perpetuación de la gran injusticia humana.

Es el amor al dinero y a la opulencia el que propia que millones y millones de personas estén sometidas atrozmente a la tiranía del hambre. Quizá hoy más que nunca el egoísmo haya llegado a sus cotas altas. Por eso, los cristianos nos preguntamos con frecuencia: ¿Dónde está el amor de Dios? ¿Dónde la solidaridad entre los hombres? ¿Cómo puede Dios permitir semejantes atropellos?
Todas estas preguntas tienen respuestas. No se trata de que preguntemos en tercera persona, sino de que lo hagamos en primera. Esto es, ¿dónde está mi amor a los demás? ¿Dónde, mi solidaridad? ¿Cómo puedo yo permitir esto?

Los cristianos no podemos esperar multiplicaciones milagrosas de panes y peces. Dios no es un tapagujeros. Dios no es un solucionador de problemas humanos. Dios, como el proverbio chino, nos da la caña y nos enseña a pescar. Es decir, nos llena con su amor y no enseña a amar, a ser solidarios, a entregarnos a los demás. Y Dios lo hizo en Jesucristo, quien se hizo débil con los débiles, pobre con los pobres. A todos los amó y a todos se entregó hasta la muerte. Cada uno de los cristianos somos las manos, los pies, la cabeza y el cuerpo de Cristo, que sale, una vez más, al encuentro de los más necesitados para socorrerlos en sus necesidades.

El milagro que Dios nos pide es que seamos coherentes y consecuentes con la fe que profesamos. Que hagamos de nuestra vida un don y una entrega. Que amemos de corazón y seamos solidarios con todos nuestros hermanos, víctimas de las injusticias sociales. De nada sirve, ya lo hemos repetido hasta la saciedad, una fe sin obras. De nada sirve lamentarnos de lo mal que va el mundo, mientras nosotros nos quedamos tranquilos en la casa de nuestro corazón. De nada sirve esperar que los otros hagan las cosas, si yo no intento <<arrimar el hombro>> en las necesidades que tengo a mi alrededor. De nada sirve, en fin, afirmar que amamos a Dios si cuando vemos a un hermano o una hermana, que no tienen qué ponerse y andan faltos de alimento diario, le decimos: <<Andad con Dios, calentaos y buen provecho>> (Sant 1,16).
La multiplicación que hoy necesita la humanidad es la de los corazones generosos y solidarios, de modo que el amor de Dios, tanto en forma de ayuda material como espiritual, alcance a todos los rincones de la tierra, desde las capas más humildes hasta las más ricas. A unos, para remediarlos en sus necesidades más humanas. A otros, para educarlos en los valores de la entrega a los demás, de la solidaridad, de la justicia.
Mis queridos hermanos y amigos, como cristianos tenemos una grave responsabilidad; ser testigos del amor de Dios entre los hombres, <<multiplicadores>> de su presencia. El desarrollo integral de todos los hombres no puede fermentar si los cristianos no actuamos como levadura. Como bien dijo el papa Pablo VI: <<El hombre debe encontrar al hombre, las naciones deben encontrarse entre sí como hermanos y hermanas, como hijos de Dios. En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos igualmente comenzar a actuar a una para edifica el porvenir común de la humanidad>> (Populorum progressio, 43).

jueves, 24 de julio de 2014

Décimoséptimo domingo del tiempo ordinario

1 Re 3,5.7-12: Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo.
Rom 8,28-30: A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó.
Mt 13,44-52: Parábola del tesoro escondido. Parábola de la perla.

Uno de los objetivos fundamentales de los hombres de todos los tiempos es alcanzar la felicidad. No reparan en medios para conseguirla, a la vez que luchan denodadamente contra todo aquello que obstaculiza la consecución de dicho fin.

Las parábolas del Evangelio de hoy, concretamente la del tesoro y la perla, tienen como trasfondo la búsqueda incesante de esta felicidad, a la que está llamado todo hombre por vocación y destino. Pero no se trata de cualquier felicidad, sino de la felicidad por antonomasia. Es la felicidad interior, del corazón, la única que nos hace vivir en plenitud.

Hoy son muchas las propuestas de felicidad que nos vienen por todas partes. Una de ellas, quizá la más poderosa, es la propuesta del consumo, que nos invita a tener, a acumular, a poseer, como cenit último para ser dichosos. Las cosas –se nos dice con engaño maquiavélico- son la solución para todo. Y no es verdad, porque las cosas, como bien comentó Guy de Larigaudie, nunca pueden llenar el corazón del hombre. Las cosas nos ayudan a ser felices, pero no son la felicidad. En la cuestión de la felicidad no se trata de tener, sino de ser; no se trata de acumular, sino de dar; no se trata de poseer, sino de desprenderse de sí.

El cristiano es el hombre que sabe descubrir la felicidad en las capas más profundas de su personalidad. Leyendo el Evangelio, un día u otro todos hemos experimentado la extraordinaria sensación de que, en el fondo del alma, se abre una puerta ignorada. Unas palabras de Cristo dirigidas al centro de nuestro corazón: <<Bienaventurados los pobres de espíritu […] Bienaventurados los que trabajan por la paz […] Bienaventurados los misericordiosos>> (Mt 5,1-12), descubren que el alma a veces sospechamos, donde la felicidad es más estable que en la superficie de la vida cotidiana, instalada en la llamada <<felicidad de escaparate>>, tan pasajera como inútil.

En ese fondo ontológico, hontanar del existir humano, se llega a descubrir que es más hermoso el dolor asumido desde la fe que la fugaz y vana felicidad de las cosas, la renuncia libre que la posesión egoísta. Todo depende de dónde pongamos nuestro corazón, en Dios o en las cosas.

Quien se encuentra con Dios ha descubierto el mayor y único tesoro que da plenitud de sentido a la vida. Es entonces, cuando hallado el tesoro de la verdad, se centra en la órbita de la audacia cristiana y <<vende>> todo para encontrase de cara con la felicidad, inalcanzable por otros caminos.

Pero no todo consiste en encontrarse con la felicidad. Tenemos que ahondar en ella, desarrollarla, madurarla. Quien está dispuesto a ser <<mercader de perlas finas>> tiene <<venderlo todo>>. Es el momento de la lucha, de la confrontación consigo mismo. Esta lucha se hace más completa cuando a nuestro alrededor oímos voces que nos insinúan que hay que ser pragmáticos, que la vida es así, que la perfección cristiana es un sueño de pocos escogidos, que si <<vendemos>> lo que tenemos bien seguro –nuestro placer, nuestro dinero, nuestra seguridad de vida- podemos ser víctimas de una ilusión desgarradora y frustrante.

Vivir de la fe de Cristo es un tesoro comprado con esfuerzo, que capacita para una inteligencia completa del sentido de la vida toda. Sin la fe, el dolor y la cruz no pasan de ser auténticos fastidios, horrores lacerantes, sinsentidos. Por eso, muchos se sorprenden al encontrar gente feliz en los hospitales, en los tugurios, en los campos de refugiados, en las misiones del tercer mundo. No se explican el matrimonio entre el dolor y la alegría, porque nunca se han encontrado con el auténtico tesoro de la felicidad. Albert Camus, literato y filósofo francés, decía que <<los hombres mueren y no son felices>>. Cristo desde su cruz sabía que unos se habrían de extrañar y otros habrían de comprender lo incomprensible: que cuando el dolor humano se aproxima al suyo, las miserias del hombre, y en particular de los inocentes, comienzan a irradiar luces de resurrección.

En esta perspectiva, la fe es un tesoro humano y sobrenatural, plenitud del sentido de la vida y de la muerte, fuente de felicidad. Con acierto cantó Santa Teresa de Jesús: <<Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta>>. Lo triste es que Dios –el tesoro- sale una y otra vez a nuestro encuentro, está siempre al alcance de nuestra mano, y son pocos los que saben descubrirlo o, por lo menos, jugárselo todo para <<comprarlo>>.

Mis queridos hermanos y amigos, esforcémonos cada día por encontrarnos con Dios, el tesoro de nuestra felicidad. Seamos felices para hacer felices a los demás.

jueves, 17 de julio de 2014

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Sab 12,12.16-19: Tú, poderoso sobreaño, juzgas con moderación.
Rom 8,26-27: El Espíritu viene en ayuda de nuestra  debilidad.
Mt 13,24-43: Parábolas del trigo y la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura.

El Evangelio de hoy nos habla de tres parábolas íntimamente unidas, porque todas y cada una de ellas convergen en un mensaje: la obra de Dios, su Reino de salvación, crece y madura ininterrumpidamente en nuestra historia humana, por encima de nuestros cálculos, de nuestros obstáculos y cortapisas. La obra de los hombres nada puede contra la obra de Dios.

La primera parábola del trigo y la cizaña refleja bien a las claras la actitud de los hombres de todos los tiempos, los de ayer y los de hoy, porque la condición humana tiene su propia carta de naturaleza. Hablamos de la actitud del endiosamiento, por la que nos creemos tan buenos o más que Dios, y desde esa creencia juzgamos, recriminamos y condenamos a los demás, los malos. Por eso, es una parábola siempre joven, y nunca pasada de moda.

Nuestra historia es una historia de guerras, envidias, codicias, egoísmos, conquistas, esclavitudes. Parece como si el bien no existiese, o en el caso de que exista, apenas si se nota. Pero esto no es ni mucho menos cierto. Lo que sí es cierto es que lo que más se nota es la <<cizaña>>, el mal. El bien casi pasa desapercibido. Y es que el mal hacer más ruido que el bien. Ello no quiere decir que exista más mal que bien, pero sí que el bien hay que descubrirlo  y hay que esforzarse en adquirirlo.
Esta situación de mezcla, y de casi <<convivencia>> forzada, entre el bien y el mal, el trigo y la cizaña, propia de nuestra historia y condición humana, social y personal, engendran dos posturas divergentes y hasta opuestas, pero paradójicamente, convergentes en una misma actitud de vida: el engreimiento o soberbia de la vida.

Una primera postura es la del fariseísmo de la vida, la de la hipocresía, que consiste en creernos mejores que nadie, y por ello, podemos criticar, murmurar, juzgar a los otros, que son los malos. No vemos, no podemos ver, la viga en nuestro ojo, porque sólo vemos la paja en el ajeno. Teniendo aparentemente las cosas <<tan claras>>, nos impacientamos y queremos arreglar al instante los males de nuestro mundo. Como el criado de la parábola, le inquirimos a Dios: <<¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña?>>.

Es ésta una actitud de clara soberbia personal, porque, cuando pensamos que somos como Dios, creemos que ya estamos capacitados para distinguir y definir con total nitidez qué es el bien y qué es el mal. No puede extrañarnos, por tanto, que nuestra historia esté plagada de tantas calamidades y sinsentidos.

No somos Dios, y por tanto no estamos en disposición de distinguir con total certeza qué es el bien y qué es el mal. De ahí la respuesta de Dios al criado: <<No, que podrías arrancar también el trigo>>. Sólo Dios, que penetra y conoce hasta el fondo del corazón humano sabe cuál es el trigo y cuál es la cizaña. Sólo a Él le cabe juzgar, examinar, determinar. Dios tiene su tiempo, que no es nuestro tiempo; sus planes no son nuestros planes: <<Dejadlos crecer juntos hasta la siega>>. En palabras de Monloubou: <<Porque Dios es fuerte y puede también ser paciente>>. El que ama sabe esperar, sabe tener paciencia, sabe que puede surgir trigo del campo más inundado de cizaña.

La segunda postura es la del pesimismo de la vida, propia de aquellos que sólo centran su atención en las <<cizañas>> de nuestro mundo, sin reparar en el <<trigo>> que hay. Sólo ven maldad y perversidad por todas partes, llegando al convencimiento de que el bien no existe. De semejante negación sólo hay un paso para concluir el ateísmo, otra de las grandes soberbias de la vida.

En efecto, argumentan los pesimistas, si Dios es bueno, todo lo creado por Dios tiene que ser bueno, pero no es así, porque el mal es patente y pulula por todas partes. Si Deus est, unde malum? (<<Si Dios existe, ¿de dónde proviene le mal?>>). No hay otra salida que concluir la no existencia de Dios.

Y sin embargo, el bien existe encarnado en hombres y mujeres concretos, en proyectos sociales humanitarios. El bien existe, pero hay que tener ojos para verlo. El bien se ve con los ojos de lamor, de la fe, de la esperanza, de la solidaridad, de la entrega. Desde esta atalaya conviene darle la vuelta a la pregunta del pesimista ateo e interrogarle: Si Deus nun est, unde bonum? (<<Si Dios no existe, ¿de dónde proviene el bien?>>).

Las otras dos parábolas, la del grano de mostaza y la de la levadura, inciden en cómo el Reino de Dios crece sin que se note, aunque aparentemente nos parezca que vence el mal. Por eso, Dios nos invita a ser fermento en la masa; a trabajar incansablemente por el reino de Dios y su justicia; a hacer todo el bien que podamos, según el viejo adagio: <<Haz el bien y no mires a quién>>. Ésta ha de ser nuestra única y principal ocupación. Todo lo demás, cae dentro de los planes de Dios.

Concluyendo, mis queridos hermanos: tenemos tres parábolas y tres mensajes interdependientes entre sí. Primero, el mensaje de la tolerancia: no juzguemos, no critiquemos, no discriminemos a los demás con el apelativo de <<malo>>. Sólo Dios lo sabe, y sin embargo… perdona. Segundo, el mensaje del optimismo: hay más bien del que pensamos o sospechamos, aunque no se note. La sonrisa de un niño, la vida  madurada de un anciano, el amor de unos esposos que se quieren, la labor sencilla y callada de los miles y miles de misioneros y misioneras, nos hablan del amor de Dios a los hombres, del bien. Tercero, el mensaje de la esperanza en Dios: la historia la consumará Dios, y no el mal, al final de los tiempos. A nosotros sólo nos cabe trabajar, actuar y esperar.

viernes, 11 de julio de 2014

Decimoquinto domingo del tiempo ordinario

Is 55, 10-11: Mi palabra que sale de mi boca no volverá a mí vacía, sino que hará mi volutnad.
Rom 8,18-23: La creación está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios.
Mt 13,1-23: Parábola del sembrador.

Jesucristo nos expone hoy una bella parábola: la parábola del sembrador, que salió a sembrar la semilla y la sembró en distintos ambientes, en distintas besanas. Es la parábola que nos habla de la actitud del hombre ante la Palabra de Dios y su mensaje. Por eso, es una parábola cuyo simbolismo encarna la orientación de sentido de toda existencia humana, en cuanto actitud fundamental y radical de vida: o vivir abierto al horizonte de Dios, o vivir de espaldas a él; o vivir descubriendo y conquistando la vocación de Dios que e el hombre, o vivir sumido en el olvido o en el rechazo positivo de dicha vocación. No nos engañemos, en la vida no hay más que opciones, aunque como veremos, la parábola nos habla de cuatro aptitudes.

La primera actitud podríamos catalogarla como actitud de la superficialidad: oímos, pero no escuchamos, por eso dice San Ambrosio que a Dios lo oímos cuando lo escuchamos. En el fondo, ni Dios ni su Palabra nos importan, desplazando así el centro de gravedad del sentido de nuestra vida: del corazón a la epidermis, de lo interno a lo externo, de lo importante a lo que carece de importancia, de lo permanente a lo efímero, del valor auténtico a los contravalores que nos deshumanizan. Hemos dejado al Dios de la vida para echarnos en brazos de los dioses de la muerte, que como <<pájaros del cielo>> se comen y destruyen lo poco de bueno que hay en cada uno de nosotros.
Estamos acostumbrados a encarnar y vivir el instante, el momento –carpe diem, en el decir latino-, traducido en un rabioso existencialismo vital, que nos induce a vivir, no desde la profundidad, sino desde la banalidad. Por eso, la Palabra de Dios cae en la orilla de nuestro corazón, porque orilla es también toda nuestra vida.
La segunda actitud encarna la inconstancia y el cansancio existencial: oímos y escuchamos, pero no nos comprometemos. La Palabra de Dios cae en una besana que tiene mucho pedregal. De momento nace y crece (oímos y escuchamos), pero, también de momento se seca porque la tierra no tiene mucho jugo (no nos comprometemos).

En muchas ocasiones somos auténticos pedregales con respecto a la Palabra de Dios. Oímos y escuchamos la Palabra de Dios hasta la saciedad, vamos al templo, en nuestras propias casas tenemos la Biblia, y, sin embargo, la Palabra de Dios no pasa de ser para nosotros meras palabras que se las lleva el viento. Nos gusta lo que dice, pero no lo ponemos en práctica, según el refrán: <<Una cosa es predicar; otra, dar trigo>>. Puede más en nosotros la comodidad que las exigencias a que nos invita la misma Palabra de Dios.
La tercera actitud podría ser calificada como la actitud de la hipocresía de vida, que trata de compatibilizar al mismo tiempo dos opciones diametralmente opuestas, distintas y distantes. Servir al mismo tiempo a la Palabra de Dios y a las sugerencias, apetitos y ambiciones que nos plantea nuestra palabra humana. La Palabra de Dios cae en la tierra buena de las intenciones últimas de nuestro corazón, pero pronto los afanes de la vida, la adulación de las riquezas y del poder, las comodidades materiales, pervierten el fondo bueno que hay en nosotros y ahogan todo intento de que la Palabra de Dios arraigue y germine. La conclusión de todo esto es la <<domesticación>> de la Palabra, acomodándola a nuestros intereses. Encajamos las exigencias de la Palabra con nuestros caprichos personales.

La cuarta y última actitud es la de la autenticidad y la coherencia ante la vida. Vivir la vida con sentido; crecer, madurar en la vocación de Dios. La Palabra de Dios cae en buena tierra. Nos mostramos a Dios como somos, y dejamos que él nos inunde con su gracia y su luz. Así aprendemos a confiar en Dios, de tal modo que nada ni nadie puede cercenar esa confianza. Ello requiere comprometerse intensamente con la causa de Jesús y el Evangelio, conjugar la oración con la acción, vivir la vida de la fe que opera por el amor, como bien nos indica el apóstol Santiago (cf. 2,14-26).

Un exegeta, Pronzato, ampliando la parábola de Jesús, ha añadido una quinta actitud de vida ante la Palabra de Dios, oída centenares de veces, no penetra, no cala, no es asimilada ni interiorizada, no remueve nada con profundidad. Simplemente, se deposita, se acumula, en el fondo de nuestro corazón, permaneciendo en él inutilizada.

Mis queridos hermanos, se ha dicho que después de la reforma protestante, nosotros, los católicos, nos hemos quedado con la Eucaristía y ellos con la Biblia. Esto, evidentemente, no es del todo exacto, pero una cierta verdad hay en ello. Quizá sería bueno que comenzásemos por revisar nuestra actitud ante la Palabra de Dios. Para ello, nada mejor que la lectura serena, pausada, reflexiva de la Biblia. Y sería aún mejor que esa Palabra leída la hagamos vida en nuestra vida.

jueves, 3 de julio de 2014

Decimocuarto domingo del tiempo ordinario

Zac: 9,9-10: Alégrate, hija de Sión; mira a tu rey, que viene a ti justo y victorioso.
Rom 8,9.11-13: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Mt 11,25-30: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.

Con un lenguaje fácil de entender, Jesús nos invita en el Evangelio de hoy a moldear nuestra vida cristiana desde tres sencillas pero profundas propuestas.

Cristo nos invita, en primer lugar, a dar gracias al Padre: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y la has revelado a las gentes sencillas. Paradójicamente, la fuerza del cristiano se encuentra en la debilidad, no en la autoridad y el poder. Cristo, siendo rico, se hizo pobre, <<a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo>>. (Flp 2,6-7).

A los cristianos, en muchas ocasiones, nos pasa como a Pedro: pensamos como los hombres y no como Dios (cf. Mc 8,33). Creemos que el recurso a la fuerza del poder es el único medio de hacer efectivo el Evangelio. Es el sueño de una nueva cristiandad organizada. Esto tiene que ver más con las ambiciones políticas humanas que con los designios de Dios. Los caminos de Dios los hacen patentes no el orgullo y la soberbia que adornan la vida del hombre, sino la humildad y sencillez, la entrega y el perdón.

El recurso a la fuerza, de mil modos disfrazada, es una de las más finas tentaciones en la que sucumbimos los cristianos cuando difundimos el Evangelio. Confiamos más en los medios apostólicos, que no son otros que nuestros métodos humanos, que en la profundidad y en la riqueza que brota de la fuerza de la Palabra de Dios. No dejamos actuar a Dios, porque en el fondo no confiamos en Él, sino que nosotros lo actuamos todo. De este modo, caemos en el peligro del poder del efectismo: buscamos sólo y nada más que resultados porque los medios no importan. Es la versión moderna del principio maquiavélico: el fin justicia los medios.

Dios, sin embargo, descubre la verdadera sabiduría no a los que creen sabérselas todas, sino a los únicos capaces de captarla: los sencillos y limpios de corazón, capaces de escuchar y de admirarse. La vida no se adentra en la carne autosuficiente, sino en el Espíritu abierto. Y es que sólo los ojos de la sinceridad están en condiciones de penetrar el misterio de Dios. Descubrimos a Dios en el milagro de la vida de cada día, en las sonrisas de los niños, en la mansedumbre de los ancianos.

En segundo lugar, Cristo nos invita a ser <<mansos y humildes de corazón>>. ¡Ojo!, no nos equivoquemos, la mansedumbre no es debilidad de carácter. Si el cristiano se caracteriza por ser algo es precisamente por la robustez y la madurez que forjan su persona, necesarias para vivir con entereza y arrestos las exigencias que impone toda vida de fe. No, la mansedumbre no es debilidad sino una fuerza dominada (mansedumbre se deriva del verbo latino mansuesco, que significa literalmente acostumbrarse, adaptar a la mano de alguien, o sea a ser domado). De nuevo la paradoja, es fuerte no el que más grita, sino el que es más discreto. Los caminos del espíritu nos hablan de la fuerza de sus dones: la paz, la paciencia, la mansedumbre, la bondad, la generosidad, la caridad, el gozo, la paciencia y la modestia. Éstas fueron también las armas de Gandhi y de muchos otros que entendieron el corazón de la vida en claves de amor y de paz. 

En tercer lugar, Cristo nos invita a que vayamos a Él, para reclinar en sus hombros nuestras angustias y pesares: <<Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré>>. La vida del cristiano, nuestra vida, ha de ser un continuo <<ir a Jesús>>, un continuo <<encontrarnos>> y <<apoyarnos>> en él, si es que no queremos perecer víctimas de nuestras propias insolencias humanas. Aquí conviene recordar el dicho de Santa Teresa: <<Con Dios lo puedo todo; sin Él nada>>, que es una versión del aserto paulino: <<Todo lo puedo en Aquél que me conforta>>.