viernes, 24 de abril de 2015

Cuarto Domingo de Pascua

Hch 4, 8-12: Jesús es la piedra que desechasteis y se ha convertido en la piedra angular.
1 Jn 3,1-2: Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Jn 10,11-18: El buen pastor da la vida por sus ovejas.


En este cuarto domingo de Pascua, el evangelista San Juan nos habla del buen pastor, bella alegoría que nos explica plástica y prácticamente la entrega y el amor de Jesucristo a todos los hombres. Por eso, las primeras iconografías que conservamos del Señor en las catacumbas romanas lo presentan como un joven pastor, llevando sobre sus hombros a la oveja perdida de la parábola. Por otra parte, esta imagen de <<buen pastor>> ha sido siempre muy venerada en la teología, en la patrística y en la tradición litúrgica de la Iglesia, tanto que hoy se suele celebrar el día del párroco y de los obispos, porque todos son, como Cristo, pastores de almas.
Hace tiempo que el homo agricola se desvaneció, y con él todos sus oficios, entre ellos el de cuidar y apacentar ovejas. El hombre del siglo XXI se ha instalado en la tecnología, que invade hasta el último rincón de su intimidad. Por tanto, es difícil entender hoy esta imagen de Jesucristo como Buen Pastor. Además, el término <<oveja>> se le ha dotado de una carga ideológica de la que antes carecía. Baste recordar lo que significa <<estar aborregados>>, <<ser borregos>>. Es lo mismo que decir sin personalidad, sin iniciativa propia.
Sin embargo esta bella alegoría contiene unas enseñanzas y unos valores verdaderamente admirables. Para descubrirlos sólo hace falta acercarnos a Jesucristo, Buen Pastor, con los ojos limpios y transparentes de la fe, despojados de todos los prejuicios ideológicos, históricos, políticos o sociológicos.
El pastor que describe Jesucristo es incansable, briega constantemente, lucha por sus ovejas para que no se extravíe ninguna, las lleva siempre a los mejores pastizales. Es decir, el <<buen Pastor es un canto al heroísmo de Jesucristo, nuestro Redentor, y de cuantos pastores queremos imitarle de una u otra forma.
En términos más modernos, la expresión <<Buen Pastor>> la podríamos expresar con una lexicología más al alcance de todos. A mí se me ocurre un bello canto que Ricardo Cantalapiedra compuso al término del Concilio Vaticano II. Dice así:
Un día por las montañas apareció un peregrino,
se fue acercando a la gente, acariciando a los niños.
Iba diciendo por los caminos: amigo soy, soy amigo.
Y las gentes que lo oyeron contaban a sus vecinos:
Hay un hombre por las calles que quiere ser nuestro amigo.

Ese amigo del que habla y canta Cantalapiedra es Jesucristo. Quizá no hay mejor comprensión del <<Buen Pastor>> que la que lo califica de <<Amigo>>. Porque muchos han querido traducir la palabra <<Pastor>> por líder político o religioso, o bien, por agitador social, deformando así el contenido tanto teológico como litúrgico que el término tiene en el contexto evangélico.
El <<Buen Pastor>> es amigo. Mirad, mis queridos hermanos, la actualidad que tendría esta parábola si la palabra <<pastor>> la sustituimos por <<amigo>>. Sonaría así: Y osoy el verdadero y buen amigo. El amigo de verdad da la vida por aquellos a quienes llama amigos. El que no es un buen amigo, cuando ve venir el peligro y la adversidad, abandona a los que llamaba amigos y huye, y la soledad hace estragos en estos amigos que quedan solos. Al que no es verdadero amigo no le importan los otros. Yo soy el verdadero y buen amigo que conozco a mis amigos y ellos me conocen a mí. También a éstos los tengo que atraer, y escucharán mi voz y habrá una comunidad en torno a mi amistad. Por eso me ama Dios, porque entrego mi vida por mis amigos, para poder así recuperarla. Nadie me quita la vida, sino que la entrego libremente. Éste es el mandamiento que he recibido de mi Padre Dios: ser vuestro hermano y amigo.
Leído el Evangelio así, ¿acaso no cobra mucho más sentido y actualidad y se conservan los mismos contenidos de heroicidad y de liderazgo de la figura del Buen Pastor? Sin duda alguna, mis queridos amigos y hermanos, éste es quizás el mensaje profundo de esta alegoría:  Cristo es nuestro amigo y está siempre en nuestra compañía, y nos invita a descubrirlo en el hermano pobre, humillado o marginado de la sociedad.
Él, que es <<Buen Pastor>>, nos llama para que también cada uno de nosotros seamos buenos pastores. Jesucristo, el <<Buen Pastor>>, se dirige al corazón de los padres para que sean buenos pastores de sus hijos, que no está reñido con ser amigos de ellos.  Desde la amistad, la cercanía, el cariño, la comprensión y el diálogo, se hace más bien que desde la imposición o el autoritarismo.
Jesucristo, el <<Buen Pastor>>, se dirige también al corazón de todos los sacerdotes, pastores de almas. Al efecto, tengo presente un recordatorio de un sacerdote que, con motivo de su primera celebración eucarística, hacía suyas las siguientes palabras de San Agustín: <<Con vosotros soy un cristiano, por vosotros o para vosotros soy un sacerdote, y por vosotros o con vosotros soy un hombre>>. Y en verdad, mis queridos amigos, esto somos los sacerdotes: pastores de almas, como muy bien nos calificó el papa Juan Pablo II en su Exhortación apostólica Pastores dabo bobis (Os daré pastores de almas>>). Por eso, nuestro sacerdocio no es para nosotros, sino para vosotros. EL sacerdote, como Cristo, es un hombre para los demás. Un hombre siempre listo y libre para servir más y mejor, con todos sus defectos, fallos y deficiencias. Y así es como tenéis que aceptarnos los seglares, porque lo que no podéis nunca pretender es una perfección absoluta, porque todos somos humanos, estamos hechos de barro. Lo que sí debemos, lo mismo que vosotros, es trabajar en el camino constante de la perfección, en el que siempre sobresalga lo bueno.
Mis queridos hermanos, que este día del <<Buen Pastor>> nos sirva para que todos nos reconciliemos y nos unamos más personal e íntimamente con Jesucristo, nuestro hermano y amigo, nuestro Señor y Salvador que dio la vida por nosotros.

viernes, 17 de abril de 2015

Tercer Domingo de Pascua

Hch 3,13-15.17-19: Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos.
1 Jn 2,1-5: Sabemos que le conocemos en que guardamos sus mandamientos.
Lc 24,35-38: Estaba escrito que el Mesías tenía que padecer y resucitar al tercer día.

Durante todo este tiempo pascual celebramos las apariciones de nuestro Señor Jesucristo. En todas ellas hay un denominador común: el que ha resucitado es el mismo que fue crucificado. Por tanto, no hay, como pretenden hacernos creer algunos teólogos actuales, un Jesús de la historia y un Cristo de la fe. Uno y otro son uno y el mismo. Y es esta identidad la que cuesta reconocer.
En efecto, ante la presencia del Resucitado la primera reacción de los discípulos es el miedo. Piensan que están viendo un fantasma porque en sus cálculos meramente humanos sólo cabe la lógica de los hechos constantes y sonantes. Por tanto, no puede ser que el mismo que murió en la cruz esté ahora vivo y victorioso delante de ellos.
Este mismo temor de los primeros discípulos es similar a nuestros temores, dudas e incertidumbres de fe y de vida. Son, por así decirlo, nuestras <<noches oscuras del alma>>. Un temor cuyo origen no está tanto en el contenido de nuestra fe, cuanto en la sociedad laicista, materialista y contraria a la fe de Jesucristo que nos rodea. Ante este mundo que ha <<prescindido de Dios>> y, por tanto, actúa <<como si Dios no existiera>>, los creyentes nos sentimos extraños, sin agallas suficientes para convertirlo, sin fuerzas para renovarlo. Y lo que es peor, vencidos por el pesimismo, hemos perdido toda confianza en que tal cambio sea posible. Es como si Cristo fuera para nosotros un fantasma y no un Resucitado, porque nos falta la creencia, la convicción vital de su presencia real, de su divinidad. Él ha vencido el mal. Pasaremos baches, pero todo converge en una historia evolutiva que tiene pleno sentido en Jesucristo, quien no sólo no es un fantasma, sino que es el Señor de la vida.
Los pasajes evangélicos de apariciones nos proponen dos caminos para revitalizar la vida de fe como experiencia de presencia, frente a la fe, a veces, puramente intelectual, cartesiana y racionalista: la lectura frecuente de las Sagradas Escrituras y la Eucaristía enardecen nuestra fe, lanzándonos al mundo vacíos de temores y dudas, y llenos de una santa audacia y valentía apostólica.
Gay también un dato que no nos puede pasar inadvertido: la palmaria declaración de Jesucristo para convencer a sus discípulos de que no es un fantasma: <<Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona>>. Para a continuación, y como para reafirmar más su identidad, pregunta: <<¿Tenéis ahí algo que comer?>>. Porque es claro que los fantasmas no comen.
Los cristianos estamos convocados a ser las manos y los pies del Resucitado, a caminar por los caminos de la historia haciendo el bien, a ejemplo del Maestro. Jesucristo está con nosotros hasta la consumación del mundo. Ser cristiano implica abrazar a Jesucristo, vivir desde sus mismas claves existenciales, iluminar el mundo con la luz de su Resurrección.
Cuentan que en el transcurso de la segunda guerra mundial, en la iglesia de una población alemana, mutilaron de pies y brazos a un Cristo crucificado. Cuando terminó la gran contienda, los cristianos de aquella comunidad lo expusieron tal cual, sin manos y si piernas, con el propósito de explicar a quienes visitaban la iglesia que tal ausencia de miembros en el Crucificado era una invitación constante y punzante al corazón de todos los cristianos, que tienen que ser las manos y los pies del Señor. Unas manos que bendicen, perdonan, acarician, sanan, dan limosnas, transmiten el bien. Unos pies que recorren todos los caminos, plazas y vericuetos de la vida en busca del hermano necesitado.
En ocasiones, nuestra sensación de sentirnos pecadores nos impide zambullirnos de lleno en la tarea de implantar en el mundo el Reino de Dios y su justicia, olvidando que Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, nos ha redimido con su sangre. Es decir, ni nuestras caídas, ni nuestras miserias personales, deben apartarnos de esa santa alegría y de esa fortaleza interior que nos da la fe pascual en Jesucristo.
Mis queridos hermanos, la salvación, la paz, la esperanza y el amor están solamente en Cristo. Todos estamos convocados a ser sus manos y sus pies, es decir, a ser artífices de la paz, del amor, de la esperanza y de la alegría en medio de un mundo atizado por odios y guerras. Jesús nos llama y nos dice: ¡Ánimo! No tengáis miedo, yo estoy con vosotros.

viernes, 10 de abril de 2015

Segundo Domingo de Pascua

Texto bíblico:
Hch 4,32-35: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.
1 Jn 5,1-6: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios.
Jn 20,19-31: ¡Señor mío y Dios mío!

Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua, tradicionalmente llamado Dominica in albis, por las vestiduras blancas de que se despojaban los neófitos que habían recibido el bautismo en la noche Pascual.
En este tiempo de Pascua, los cristianos comenzaron a llamar <<domingo>> o <<día del Señor>> a un día que todavía en los países germánicos y británicos se sigue llamando como antaño <<día del sol>>, porque Cristo es el sol y la luz que vence todas las tinieblas.
Cuentan las actas martiriales que en la iglesia floreciente de Cartago los cristianos se reunían el domingo para celebrar la Eucaristía. Durante su mandato, el emperador Diocleciano prohibió totalmente estas reuniones de los cristianos. Cuando éstos eran sorprendidos celebrando el <<día del Señor>>, las autoridades romanas les preguntaban a modo de recriminación: <<¿Acaso no sabéis que está prohibido que los cristianos os reunáis el domingo?>>. A lo que los cristianos respondían: <<Nosotros tenemos que celebrar la cena del Señor>>. Los primeros cristianos sentían verdadera necesidad, tenían <<hambre>> de la Eucaristía.
Más tarde, a medida que la Iglesia fue creciendo y el cristianismo con Constantino se convirtió en la religión del estado, la necesidad por la Eucaristía fue decayendo, por eso, en el IV Concilio de Letrán la Iglesia impuso el precepto y la obligación a todos los cristianos de participar semanalmente de la Eucaristía, como memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Con este contexto, pasamos a comentar el Evangelio de hoy.
Jesucristo resucitado se aparece a grupos y a personas distintas con una clara finalidad: que la persona que recibe la visión de Jesucristo resucitado tenga una experiencia de encuentro personal con el Señor de la vida, y, en consecuencia, acreciente su fe. Ésta es la lección que se desprende de todo lo concerniente a la postura inicial y toma de decisión final de Santo Tomás, como muy bien nos lo presenta el evangelista San Juan.
Con respecto al problema de fe de Santo Tomás, hoy, desde las claves de la llamada <<razón instrumental>>, lo calificamos como un problema de cientismo moderno, cuyo postulado y axioma principal es que no hay más fe que la material: <<Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en e lagujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo>>. Sin embargo, aunque ésta fue la postura inicial de Tomás, no lo fue su decisión final, plasmada en una fe de absoluta entrega y fidelidad al Señor: <<¡Señor mío y Dios mío!>>, que durante tantos siglos los cristianos hemos y seguimos repitiendo interiormente como acto de devoción en el momento de la consagración eucarística.
Por otra parte, San Juan nos hace caer en la cuenta del aspecto estructural y organizativo de la naciente Iglesia: los discípulos estaban reunidos. Es decir, la fe no se puede contemplar sólo desde la perspectiva de la persona. Hay que mirarla también desde el horizonte de la comunidad. La fe es un don que Dios da a la persona, sí, pero a la persona en comunidad. El gran pensador cristiano Gabriel Marcel afirma que <<la fe es como una especia de llama o de luz que se transmite de un nosotros a un tú, y de un tú a un nosotros>>. Tomás <<aprendió>> el don de la fe en el seno de la comunidad, de la que en principio discrepa, pero a la que después vuelve, como lugar de encuentro y comunión con el Resucitado.
Si examinamos nuestra propia conciencia, mis queridos hermanos, ¿acaso no tenemos una comunidad de vida y de fe en la base, en el desarrollo y en la madurez de nuestro encuentro con el Resucitado? Es muy importante que seamos conscientes de que la fe no es patrimonio exclusivo mío, sino que es un bien difusivo que Dios nos da para compartirlo con los demás.
Otro texto precioso con que nos deleitan las lecturas de este segundo domingo de Pascua es el de los Hechos de los Apóstoles, que de un modo elegante, gráfico y plástico nos relata sucintamente cómo vivía la Iglesia primitiva. En concreto, se nos dice que <<en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. Lo poseían todo en común>>. Cada cual aportaba según sus posibilidades y recibía según sus necesidades. Este estilo de vida, verdaderamente ejemplarizante, que giraba sobre el eje del amor, contagiaba y convertía a cuantos lo contemplaban. Para los creyentes, su testimonio de vida era su mejor predicación.
Después de veinte siglos de historia, de reformas y ajustes para adaptarse al espíritu de Cristo, la Iglesia sigue mirando fijamente a este texto como paradigma en orden a conjugar mejor su vida con la vida del Señor.
Mis queridos hermanos y amigos, en este segundo domingo de Pascua dos son los compromisos que pueden quedar para nuestra vida de fe, de modo que, como las primeras comunidades cristianas, también nosotros sintamos auténtica <<hambre>> de Dios. Esto significa que tenemos que desechar la rutina de <<ir por obligación a misa>> y el ritualismo de <<oír misa>>, en lugar de <<participar>> de ella. Es verdad que a escala individual podemos sentirnos cerca del Señor, pero también lo es que nos contagiamos unos de otros de nuestras falsas actitudes, indiferencias y frialdad.
El segundo compromiso es que, como Tomás, nos encontremos con el Señor de la vida y vencedor de la muerte, porque éste es el único camino que fortalece y madura la fe. Y sólo de la fe adulta brota el testimonio de vida, de la que tan falto está el mundo de hoy. El testimonio convierte más que mil argumentos racionales, según el dicho evangélico: <<Por sus frutos los conoceréis>> (cf. Mt 7,16). Todo lo podríamos resumir en este acto interior de fe: <<¡Señor mío y Dios mío!>>.