martes, 30 de septiembre de 2014

Vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario

Is 5, 1-7: La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel.
Flp 4, 6-9: El Dios de la paz estará ahora con vosotros.
Mt 21,33-43: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

La parábola de la viña que nos relata el Evangelio de hoy es una síntesis perfecta de la historia de la salvación, en la que Dios derrama todo su amor y toda su misericordia sobre el género humano, a pesar de que los hombres le seguimos respondiendo con infidelidades, ingratitudes y deslealtad.
La viña de la parábola es el pueblo de Dios, al que el Señor envía sus mensajeros, los profetas, para que indiquen el camino a seguir, y al mismo tiempo recojan sus frutos. Sin embargo, los labradores, es decir, los dirigentes, los escribas y los fariseos, los persiguieron, hostigaron y mataron, culminando este odio con la muerte del propio Hijo de Dios. Aquí se escribe el verdadero destino de Israel, en cuanto destino dialéctico: opone maldad, odio y rechazo, allí donde Dios pone amor, misericordia, bondad y fidelidad.
Dios brindó reiteradamente su oferta de salvación al pueblo de Israel, acabando en el más sonoro de los fracasos; <<Se os quitará a vosotros el Reino de los cielos>>. Por eso, ahora, Dios entrega su Reino a su nuevo pueblo: la Iglesia, como bien la definió San Agustín es sancta et meretrix, santa y pecadora. Por eso, como pueblo en su conjunto, y como creyentes concretos, tenemos que seguir preguntándonos si somos unos buenos arrendatarios de la viña del Señor, que nos esforzamos en producir frutos. O, por el contrario, contagiados de la mentalidad secularizada que azota nuestro mundo finisecular, hemos arrojado a dios de nuestra vida. En este contexto es en el que quiero relataros la siguiente alegoría:
Existía una ciudad con anchas calles y amplias avenidas, en la que se vivía en armonía y en paz. Pero vino el progreso y con él las prisas, los atascos de los coches, la competencia desleal y el afán incontrolado de tener más y más. Esta ciudad creció, se hizo más próspera y alcanzó un buen nivel de confort y comodidad. Sin embargo, sus ciudadanos ¿eran más felices? Dos pensadores de nuestro tiempo nos han dicho lo siguiente: <<cuando las ciudades crecen y crecen sin sentido, producen en el hombre mayor infelicidad>>; <<nuestras ciudades han sido capaces de producir máquinas con características humanas, pero también han producido hombres que son como máquinas>>.
Los ciudadanos de la <<ciudad secular>>, por citar a Harvey Cox, creen en un bienestar y en un confort puramente material, pero ¿son por ello más felices? Los jóvenes de nuestra viña se refugian en la droga, en el alcohol, en el desenfreno de los sentidos, pero ¿acaso eso les está dando la felicidad? Lo que vemos es todo lo contrario: bolsas de jóvenes y amplios sectores de la población profundamente infelices; más infelices que nunca.
La dimensión personal hace referencia a cada uno de nosotros, porque cada uno somos viña del Señor, y sin embargo no la cultivamos como se merece. Nosotros pertenecemos a <<ese 25% de la humanidad privilegiada. Tenemos un alto índice de bienestar, unas condiciones sanitarias inmejorables, unos medios educativos excelentes, pero ¿somos más felices? Con seguridad, no. Las cosas nuca pueden llenar el corazón humano. Aquí sería bueno recordar las palabras de Jesús al joven rico: <<Vende todo lo que tienes […] que Dios será tu riqueza>> (Lc 18,22).
La felicidad no es una cuestión de tener, sino de ser. Seremos felices si producimos la conversión de las actitudes, de nuestra mentalidad materialista, y fundamos nuestra última razón de ser en Jesucristo, <<la piedra angular>>, en su Evangelio y en los caminos que Dios ha puesto en el mundo para que ese Evangelio se viva: en la fidelidad a la doctrina de la Iglesia, al Papa, a los obispos, a los sacerdotes todos. Optar por el camino de Jesucristo es optar por el sentido pleno de la vida. Es optar por ser personas humanas y no personas máquinas. Es vivir en cuanto personas llenas de sentimientos, de nobleza interior, comprometidas a fondo con la causa de Jesús y el Evangelio.
La parábola de la viña nos interpela con crudeza y con cariño. Dios nos invita a ser sus hijos, pero mostrarle también que esa <<filiación divina>> significa trabajar por la causa de Jesús y su Reino.

Mirar donde mira Gaudí

El próximo viernes 3 de octubre tendrá lugar en el salón de actos de la Fundación Miguel Castillejo la conferencia "Mirar donde mira Gaudí" a cargo de D. José Manuel Almuzara, arquitecto, presidente de la Asociación Pro Beatificación Antonio Gaudí, vicepresidente de la Asociación Amigos de Gaudí, y de Etsuro Sotoo, escultor del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia. 


Entrada libre.
Aforo limitado.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Vigésimo sexto domingo del tiempo ordinario

Ez 18,25-28: Cuando el malvado se convierta de su maldad, salvará su vida.
Flp 2,1-11: Tened entre vosotros los sentimientos de una vida en Cristo Jesús.
Mt 21,28-35: Los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los cielos.

Una de las grandes dificultades que encuentran en la vida cristiana, en particular aquellos que mayor tendencia tienen a cultivar su espíritu, es la del fariseísmo. La hipocresía es uno de los grandes peligros que acechan todo tipo de religión e incluso todo magisterio: <<Es una mala hierba que crece al paso del santo y del maestro>>, por citar a Martín Descalzo.

En las páginas del Evangelio aparece su figura con tanta insistencia que se diría que Cristo ha querido advertir que su sombra fatídica un día puede caer sobre todos. El fariseo es el revés tenebroso del cristiano. No es sólo enemigo que acecha o amigo que traiciona: es el cristiano que se engaña y se traiciona a sí mismo y, naturalmente, traiciona la fe y la esperanza que Dios ha puesto en él.

Dentro de la Iglesia se puede ser fariseo casi sin saberlo. Son todos aquellos que viven en la paradoja de pertenece a la Iglesia y al mismo tiempo vivir al margen de ella. Es el llamado cristiano bicéfalo: una cabeza piensa en Dios; la otra en la muerte de dios.

En la Iglesia hay quienes farisaicamente se limitan a apuntar sus dedos contra los enemigos de fuera, haciendo de la victoria sobre ellos una meta primordial del cristianismo. Cristianos hay también que, con igual fariseísmo, piensan que los problemas del mundo y de la Iglesia se remedian oyendo los cantos de sirena de los fariseos de fuera. Ambas versiones del fariseísmo cristiano parten de una misma raíz: una falsa visión de Dios y de la Iglesia. Ni a unos ni a otros les aguijonea la idea de la santidad personal.

En los extramuros de la Iglesia, también hay fariseos que evitan ahondar en la verdad con la excusa de que hay cristianos como ellos e incluso peores que ellos. Para no acercase a Cristo y comprometerse con Él, prefieren estigmatizar los fallos de la Iglesia pecadora, olvidándose de que también es santa.

La sencillez constituye el clima natural –y sobrenatural- de la verdad. Es ella el elemento que falta en el alma del fariseo, incapaz –por orgullo- de tender la mano, de sentirse siempre discípulo, de considerarse constantemente moldeable. En el momento en que consideramos que somos perfectos, en ese preciso momento hemos puesto un coto a la perfección misma: la hemos encerrado en la cárcel de nosotros mismos: <<No hay hombre tan vacío como el que está lleno de sí mismo>>, comentaba con ironía Évely.

Decía San Ignacio de Loyola que <<el amor se debe poner más en las obras que en las palabras>>. Un cristianismo que sólo se quede en buenos sentimientos, sin pasar a las obras, será un cristianismo inoperante, vacío de contenido, fariseo, como el segundo de los hijos del Evangelio de hoy, que dice y no hace. Y es que ser cristiano va mucho más allá de un cúmulo de verdades en las que se cree y a las que se defiende. Ser cristiano es mucho más que una especie de seguro de vida o de muerte. La fe cristiana es dinámica, comprometida, testimoniante, o no es auténtica fe (cf. Sant 2,14-26). Solamente cuando se comprende que el amor es la esencia del mensaje cristiano, se cae en la cuenta de la esterilidad de las posiciones que enaltecen el egoísmo o, simplemente ignoran la altura y la anchura que el amor cristiano puede –y debe- alcanzar.

Los publicanos y las prostitutas, a semejanza del hijo primero del Evangelio, en principio dicen <<no>>, para después, operada la conversión en sus vidas, decir <<sí>>. Lo importante para Dios no es la cantidad: los años que llevamos siendo cristianos. Lo importante para Dios es la calidad e intensidad de esos años. Si los años para lo único que nos han servido es para creernos con <<derechos>> ante Dios, al más puro estilo farisaico, entonces hemos perdido el tiempo, porque, como veíamos el domingo pasado, ante Dios no existen derechos adquiridos de ningún tipo. La gracia divina es don, regalo del cielo. Por eso, aquéllos que se convierten de corazón –los publicanos y las prostitutas- son los primeros en el Reino de los cielos, porque han entendido que lo importante es vivir desde la sinceridad y transparencia de la vida, comprometidos con Jesús y el Evangelio: <<Buscad el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura>> (Mt 6,33).

Concierto de Apertura de Curso 2014-2015

26 de septiembre | 21.00 horas 
Patio | Fundación Miguel Castillejo



El próximo viernes 26 de septiembre tendrá lugar en la sede de la Fundación Miguel Castillejo el Concierto de Apertura de Curso 2014-2015 con una selección de Zarzuelas a cargo de la Agrupación Líricos Cordobeses, patrocinada por esta fundación.

La representación, bajo la dirección del tenor cordobés Fernando Carmona, consistirá en distintos fragmentos de zarzuelas (diálogos y números musicales), y contará con las siguientes participaciones:

Sopranos: Carmen Buendía, Conchi Martos y Alicia Palacios
Tenores: Francisco Ariza, Fernando Carmona
Barítono: Domingo Ramos
Pareja cómica: Sara Luque, Teresa Martínez y Rubén Gutiérrez
Actor: Julio Sánchez

Pianista: Antonio Ángel Escalera

martes, 23 de septiembre de 2014

Eucaristía por San Miguel

El próximo lunes 29 de septiembre, festividad de San Miguel Arcángel, tendrá lugar una solemne eucaristía ofrecida por el Real Centro Filarmónico de Córdoba "Eduardo Lucena" y su presidente honorario, Miguel Castillejo Gorraiz, con ocasión de la apertura del curso 2104-2015.

El concierto se celebrará, como tradicionalmente se hace, en la Iglesia de San Pablo a las 21 horas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario

Is 55,6-9: Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca.
Flp 1,20-24.27: Lo importante es que llevéis una vida digna del Evangelio.
Mt 20,1-16: Id también vosotros a mi viña.

La invitación de dios a trabajar por Él llega hasta cada hombre con limpieza y lozanía. Significa, en primer lugar, que todos han de dejar aquellos ocios que nacen de la indolencia y hacen estéril la vida.
En segundo lugar, la invitación evangélica significa que hay que estar disponibles ante Dios, cuya viña es la única que rinde frutos y ofrece trabajo remunerado en base a criterios de justicia y generosidad divinas.

En tercer y último lugar, significa aceptar el propio salario sin compararlo con el salario de los otros, porque la gracia de Dios no sigue los pasos de la lógica humana -<<Los caminos de Dios no son nuestros caminos>>, se nos comenta en la primera lectura-. El hombre no es nadie para imponer normas a Dios. Tampoco puede el hombre alardear de derechos adquiridos ante Dios, porque Él está por encima de nuestros conceptos y medidas. Dios es amor, y el amor no es injusto, pero rebasa la justicia.

Hechas estas consideraciones, resulta provechoso reflexionar sobre el ocio del que habla el Evangelio en esta hora de activismo que, por desgracia, es también una hora de hombres parados en muchos rincones del mundo y de nuestra ciudad. Nadie los contrata.

Los parados del Evangelio son aquéllos que entregados apasionadamente a sus asuntos, nada hacen en la viña de Dios. La tipología de éstos, incluso entre los cristianos, es muy variada.

Hay quienes saben que Dios y la Iglesia existen, pero ignoran que los están llamando continuamente, que hay una parcela de trabajo divino para ellos: <<Id también vosotros a mi viña>>. Son cristianos sólo de nombre, semillas que quedaron en el granero sin ser jamás lanzadas a los surcos para producir frutos cristianos. Son los cristianos que creen que el compromiso de la fe es para otros más preparados, más santos y más perfectos.

Hay otros cristianos ociosos, más informados en temas de Dios y de Iglesia que los anteriores, pero igualmente inactivos. Son cristianos a medias: honestos padres de familia, trabajadores honrados. Su <<trabajo para Dios>> consiste en mantener vivas algunas nobles tradiciones: bautizos, matrimonios o primeras comuniones. Es decir, se limitan a la práctica puntual y esporádica de algunos sacramentos, que les crean conciencia de buenos cristianos.

Son muchos los no contratados que se preguntan reiteradamente: <<¿Por qué Dios ha de interesarse por mí?>>. <<Trabajar por Dios es una utopía: Él no tiene necesidad ni de mí ni de nadie>>. <<Un buen mundo secularizado y alegre es lo que necesitamos>>. El muestrario de frases, que revelan serias y bien ancladas actitudes de fondo, se podría prolongar hasta el infinito.

Ningún cristiano –ni tampoco ningún hombre- puede afirmar que Dios no lo necesita o no desea su colaboración. Se puede estar ocioso espiritualmente una gran parte de la vida y, en un momento, ser llamado por Dios a dar un ejemplo de fe, de entereza, de confianza en su providencia.

Por otra parte, nadie puede pretender llamarse cristiano con mayúsculas por haber llegado el primero al apostolado o por haber tenido la fortuna de escuchar con fidelidad la Palabra de Dios y seguirla. Dios no acepta monopolios ni derechos adquiridos. Dios es amor y quiere respuestas de amor.

En nuestra Iglesia deberíamos estar atentos a los cristianos de la hora undécima. A ésos que sólo ahora comienzan a acercarse a la Iglesia, porque acaban de ser descubiertos por ella en su incansable acción misionera o porque Dios los va llamando atrayéndolos hacia nuevas formas de vida cristiana. Estos cristianos no son tan pocos como parece. Lo que acontece es que son más silenciosos, maravillados tal vez de verse iguales a los de la hora primera. Dios los llama en medio de sus quehaceres cotidianos y les pide que lo santifiquen. Como a otros inspiró que crearan monasterios, a ellos les impulsa a convertir en lugar de encuentro con Él la calle, la fábrica, el taller, los utensilios agrícolas, el quirófano o los sindicatos.

Mis queridos hermanos, en esta parábola está retratado anticipadamente el drama de aquellos que anteponen sus derechos al mejor puesto, al mejor salario eclesial, allí donde no debe haber otra cosa que amor gratuito. Dios no está más cerca de unos que de otros por el puesto que ocupan o por la hora en que fueron llamados a ser Iglesia.

Dios siempre ama el primero (cf. 1 n 4,19). La fidelidad puede ser –y de hecho lo es- un mérito, porque supone una actitud libre y positiva. Pero la gracia de ser llamado es siempre un acto libre de Dios enamorado de los hombres, que pasa y vuelve a pasar por las plazas de la vida para ofrecer a todos y cada uno un lugar en su campo y también un asiento en su mesa.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario

Fiesta de la Exaltación de la Cruz
Eclo 27,33-28,9: Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados.
Rom 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor.
Mt 18,21-35: No te digo que lo perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Las lecturas de este domingo tienen como tema monográfico el perdón, porque es una de las vertientes más efectivas de vivir el amor, el mandamiento por excelencia de la vida cristiana. De tal manera que no puede existir auténtico amor sin perdón. No podemos decir que amamos a los demás si somos incapaces de perdonas sus faltas.

Como vemos en las lecturas, el perdón tiene un único origen: Dios; y un único destino: el hombre. Dios nos ama, y de ese amor emana el perdón y la misericordia. Porque Dios nos ama, nos perdona. Dios no es, en contra de lo que se ha creído, un juez justiciero, sediento de venganza. Dios no quiere la muerte del hombre, sino su vida. La justicia de Dios pasa por el amor. Pero el amor no obliga, no manda, ni impone, simplemente se da. Y se da siempre, porque su amor no tiene fin. Ahora bien, para recibir este don de Dios hay que estar en disposición de quererlo recibir. El hombre tiene que cultivar y afianzar en sí una actitud profundamente receptiva y receptora capaz de acoger la gracia de Dios y de aceptar su perdón (cf. Lc 15,11-32). Hasta aquí el proceder de Dios.

La historia de los hombres es bien distinta de la de Dios. no es una historia uniforme, sino plagada de altibajos. El hombre, esa <<alternancia de amor y de egoísmo>>, como lo calificara Miguel de Unamuno, no siempre está dispuesto al amor, y por tanto al perdón. Si la historia de la humanidad se hubiese escrito desde la perspectiva del amor y del perdón no sería la historia que hoy conocemos, en la que la muerte es la principal protagonista.

Es una historia, otras veces, en las que se ha amado y perdonado a cuentagotas, en pequeñas dosis y en cortos espacios de tiempos, como si tales valores del espíritu pudiesen ser medidos. Aquí se hace evidente la generosidad inconmensurable de Dios frente a la mezquindad del corazón humano.

Los cristianos tenemos que recordar más a menudo que el mandamiento del amor tiene dos vertientes claras, definidas y mutuamente interdependientes: el amor a Dios y el amor a los hombres. De tal modo que el amor a Dios, a quien no vemos, pasa necesariamente por el amor a los hermanos, a quienes vemos (cf. 1 Jn 4,20). Y como del amor brota el perdón, resulta que no amamos a Dios si no perdonamos de corazón a nuestros hermanos.

La parábola del Evangelio de hoy es bien expeditiva, sin lugar a interpretaciones o hermenéuticas capciosas o de doble sentido. En un primer bloque nos habla del perdón vertical, el que Dios dispensa el hombre cuando éste lo implora de corazón. Es un perdón infinito –dios perdona setenta veces siete-, misericordioso –tiene lástima de los desvaríos humanos- y generoso –condona una importante deuda-.

En un segundo momento de la parábola, aparece en escena el perdón horizontal, el del hombre con el mismo hombre. Y aunque esta <<deuda>> es menor que la <<deuda>> de dios, no obstante nos resistimos al perdón y a la misericordia para con el prójimo. Como el personaje de la parábola, nos negamos a conceder el perdón, porque no amamos nada. Frente a la bondad de Dios aparece, una vez más, la miseria humana.

En el tercer paso de la parábola, lo horizontal se hace uno con lo vertical: el perdón de Dios al hombre sólo es efectivo cuando el hombre perdona de corazón a su hermano: <<¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?>>. En otras palabras, no podemos implorar el perdón de Dios Padre si no estamos en actitud de perdonar a nuestros hermanos. Dios no nos perdona si nosotros nos somos capaces de perdonar. Así de simple y claro.
El Evangelio de hoy es una invitación y una llamada. Es una invitación y una llamada. Es una invitación de Dios al hombre para que sienta la necesidad de su amor y de su perdón. Es una llamada, también de Dios al hombre, a dar y acoger el perdón de quienes, habiéndonos ofendido, solicitan de nuevo nuestro amor.

Nos gusta que nos perdonen, pero nos resistimos a conceder el perdón. El cristiano debe ser generoso y perdonar siempre. Con esto, no hace otra cosa que imitar la infinita misericordia de Dios. Queridos hermanos y amigos: que hoy, en el momento de rezar el padrenuestro, pongamos un especial énfasis en el perdón que invocamos de Dios: <<Perdónanos nuestras ofensas>>; pero sabiendo que tal petición sólo es efectiva cuando cumplimos la segunda parte: <<como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden>>.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario

Domingo, 7 de septiembre de 2014

Ez 33,7-9: Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre.
Rom 13, 8-10: El que ama tiene cumplido el resto de la ley.
Mt 18, 15-20: Si tu hermano peca, repréndelo. 


En un mundo tan atomizado y desunido como el nuestro, cada vez resulta más difícil el diálogo y el encuentro, la amistad y el amor. Caminamos, casi sin darnos cuenta, hacia el más recalcitrante individualismo, en el que el único proyecto de vida es uno mismo, porque los demás no cuentan. No puede extrañarnos, por tanto, las frases al uso de esta particular filosofía de vida: <<Que cada uno se meta en sus asuntos>>; <<que cada cual solucione su vida>>; <<los problemas de los demás no me importan, sólo me importan los míos>>. De aquí al <<hombre isla>>, en expresión del pensador católico Bernanos, sólo hay un paso.
Las lecturas y el Evangelio de hoy rompen con esta mentalidad ególatra y ruin, trazando las sendas del amor: <<Amarás a tu prójimo como a ti mismo>>, síntesis de todos los mandamientos. El amor abre las puertas de la acogida y comprensión del otro, del diálogo mutuo. El amor es comunión y comunicación. En esa comunión hay una vertiente que en las lecturas de hoy se resalta: la corrección y perfección.
Hay un dicho que afirma: <<Quien bien te quiere, te hará llorar>>, o lo que es lo mismo, el que ama, ama con todas las consecuencias, porque ama con la verdad del corazón. Y la verdad no se casa con nadie ni con nada, es libre, no tiene límites, como no los tiene el amor. La corrección entra dentro del campo de acción de la verdad que nace del amor: <<Si tu hermano peca, repréndelo>>, nos comenta el Evangelio de hoy. Dicha corrección tiene un único objetivo: la salvación del afectado.
La marcha del hombre en el largo camino de la historia es una <<marcha ascensional hacia la perfección absoluta>>, como intuyera sagazmente Teilhard de Chardin. Desde sus orígenes, el hombre no tiene otro deseo que ser como Dios (cf. Gén. 3,5), aliciente último que impulsó a Prometeo a robar el fuego divino.
Es una marcha con sus luces y sus sombras, sus éxitos y sus fracasos. Es una marcha en la que el hombre ha pasado de ser tutelado a tutelar su vida, de la heteronomía a la autonomía, desembocando en el hombre autosuficiente, engreído, poseído de sí mismo, sin un átomo de imperfección. Ha perdido toda perspectiva de pecado y toda conciencia de culpa, haciendo imposible cualquier atisbo de arrepentimiento y, en consecuencia, imposibilitando en los otros y en sí mismo la aplicación de cualquier medida correctora.
Esta actitud de <<soberanía casi absoluta>>, como la definiera el insigne teólogo Karl Rahner, conduce a la insensibilidad de la conciencia, en la que el amor, el perdón, la conversión o la misma corrección, se estrellan, rebotan fuera del ámbito del corazón humano.
No es precisamente éste el fondo último del ser cristiano. Jesucristo, que tan bien conocía de qué pasta estamos hechos -<<De dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas>> (Mc7,22)-, aboga reiteradamente por un proyecto de vida de humildad y sencillez, de pobreza de espíritu (cf. Mt 5,3), como único  camino de salvación.
Sentirse necesitado de Dios y de los demás significa que me dejo conducir, guiar, corregir, aconsejar. Significa que entro en la dinámica del amor, de la misericordia y del perdón de Dios (cf. Lc 15,11-32), expresado en los sacramentos de la comunidad de fe y de vida: la Iglesia.
El pecado, del que no queremos hablar hoy, es una realidad ontológica que atenaza al ser humano, lo degrada y lo deshumaniza. El sacramento de la confesión es un medio eficaz para reconciliar al cristiano con Dios, con los demás y consigo mismo. Es un excelente modo de reconocer la propia debilidad, y en ella, la ayuda que necesitamos.
El pecado de los miembros de la Iglesia no deja indiferente a la comunidad. No sólo por la repercusión del pecado individual, sino también a causa de la solidaridad o corresponsabilidad de los miembros de la Iglesia. Por eso, cuando uno peca, los demás hemos de estar atentos para corregirlo fraternalmente. Y cuando uno es pecador ha de aceptar humildemente la revisión de su comunidad. De este modo, nos ayudamos los unos a los otros en la obediencia a la Palabra de Dios.
Mis queridos hermano y amigos, ¿cómo lograr un mundo más fraterno y  más humano si de nuestros labios no brotan palabras de arrepentimiento, de corrección y de perdón? ¿Cómo corregir a los demás si no nos dejamos corregir por ellos? ¿Cómo dejarnos amar por Dios si persistimos en nuestra actitud de endiosamiento?