domingo, 31 de marzo de 2013

Domingo de Pascua de Resurrección

Domingo 31 de marzo

Hch 10,14.37-43: Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. 
Col 3,1-4: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Jn 20,1-9: Él había de resucitar de entre los muertos.


En ocasiones se ha definido el cristianismo como una vertiente más del humanismo en sus múltiples facetas. Una definición ésta no exenta de su parte de verdad, pero, al mismo tiempo, una definición que esconde graves e incluso peligrosos riesgos. 
En efecto, es indudable que lo humano es base sine qua non de todo lo cristiano, porque es imposible un cristianismo desencarnado. Pensar y vivir el cristianismo al margen de lo humano fue y sigue siendo el craso error de todo tipo de gnosticismo, que conlleva la falsación de todo el Evangelio, y de la misma figura de Jesús, y en Él de Dios, encarnado y manifestado en nuestra historia humana. Pero no es menos cierto, que centrar todo lo cristiano exclusivamente en lo humano, y nada más que en lo humano, es un reduccionismo peligroso que mutila nada más y nada menos que toda dimensión de trascendencia, esencialidad irreductible del ser cristiano, desembocando en lo que comúnmente se dice un cristianismo «de tejas para abajo». Es el cristianismo de la paradoja y de la contradicción, «creer en Dios al margen de Dios». 
La Pascua es la fiesta de la vida, de la luz y del color de la resurrección de Jesucristo. Es la fiesta de la esperanza que nos lanza a depositar nuestra fe en el corazón de Dios, Padre y Señor de la vida. Y, por tanto, es la fiesta que nos invita a autotrascendemos, a volar alto, a mirar por encima de nuestras cabezas. 
La cruz redentora no acaba en la muerte del frío sepulcro; si así fuera, no sería redentora. La cruz y la muerte de Jesús carecen de sentido si el mismo Jesús que ha sido clavado en cruz y ha muerto no ha resucitado. Por tanto, no hay cruz sin gloria. Si Cristo no ha resucitado «vana es nuestra fe» (1 Cor 15,14). Si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de los hombres (cf. 1 Cor 15,17.19). 
Texto escandaloso a los oídos de muchos contemporáneos sensibles, por otra parte, al carácter gratuito de la vida, a apostar por la vida porque sí, porque la vida se justifica por sí misma y no necesita finalidad exterior a ella. Es, ni más ni menos, la versión secularizada de aquellos versos famosos: «Aunque no hubiera cielo yo te amara». 
El misterio de la Resurrección de Jesús es una llamada y una respuesta de Dios al hombre. Es una llamada de Dios a vivir la vida en plenitud, con gozo y con alegría, con libertad -la libertad de los hijos de Dios- anclada en la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32), sin ataduras humanas de ningún tipo, porque su meta no es la encarnación encarnada, sino la encarnación resucitada. Su meta no es el reino de los hombres, sino el Reino de Dios. Sólo es libre la libertad que, transformando la historia, trasciende la historia misma porque entiende que en ésta no se encuentra su plena realización sino en Dios. 
Pero la resurrección es también una respuesta de Dios al hombre, a cada uno de nosotros. Dios nos dice que la vida no es un sinsentido, ni un absurdo, y que, en consecuencia, merece la pena ser vivida a fondo. No todo acaba en la muerte. La muerte es sólo el paso necesario e ineludible para la vida. 
La pregunta clave es ¿por qué y para qué vivimos? Vivir no es solamente durar. Vivir con sentido es trascenderse, saltar cualitativa e incesantemente de la mediocridad a cotas mayores de sentido y de plenitud. No necesitamos a Dios sólo para morir consolados, sino para vivir con sentido, para creer que vale la pena vivir generosamente en plenitud y amar profundamente siempre. Ése es el único nexo entre el hoy y el mañana definitivo. La pulsión fundamental del hombre -y por desgracia, más pertinazmente sofocada- es darse, ofrendarse, salir de sí hacia el otro que lo colme. 
¿Cómo hacer inteligible la Resurrección de Jesús y nuestra propia resurrección en el horizonte de un mundo que ha dejado de creer en Dios y está en trance de no creer en el hombre, cuando rechazó antes a Dios pensando que así apostaba por el hombre? 
La fe cristiana reconoce en Jesús, en su vida, la manera de vivir y de ser de Dios como amor en el mundo y en el tiempo. Este amor le da sentido a la vida e introduce en ella un elemento que ya es anticipo de la vida eterna: la muerte es la ruptura con lo que en la vida hay no ya solo de pecaminoso sino esencialmente de limitación. 
Un hombre viviendo la vida de Dios es un hombre que descubre el más allá -la dimensión de eternidad- en el más acá del tiempo, pero, a la vez, espera encontrar una vida que, sin ser fusión y pérdida en el infinito, sí sea plenitud y transparencia, en la que la comunicación, la libertad, la igualdad, la sencillez, la paz no sean experiencias precarias, aspiraciones que se esfuman sin dejar huellas, sino un estado permanente sostenido por el amor de Dios. 
De esa vida, el creyente no tiene evidencias ni comprobación posibles; y esto es lo que le cuesta entender, porque en el fondo sigue muy aferrado a su historia; la historia que palpa, pero que, quizá, no «ve» porque no la trasciende. 
Creer en la resurrección no es sólo ver las cosas de otra manera, con la esperanza de que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Es, además, y al mismo tiempo, creer en la alternativa de Dios, porque la resurrección pone en pie la esperanza humana, no como las utopías humanas, que no pasan de ser meras, pobres y efímeras ilusiones humanas, sino como un acontecimiento real: Jesús fue aquél que vivió de tal manera que acabó en la resurrección. Su comunión con Dios como Padre la vivió con los hombres como hermanos. 
Frente a la necrofilia actual disfrazada de amor a la vida, de esfuerzos desesperados e inútiles por vivir mejor desde las claves del materialismo y del hedonismo, Jesús nos dio una imagen de Dios y del hombre a partir de la cual, y sólo a ese precio, se le hará al hombre accesible Dios: el hombre mismo y el significado de la resurrección como la buena noticia. Lo descubren quienes experimentan un prodigioso rejuvenecimiento al desembarazarse de tantas protecciones infantiles y artificiales y entran a formar parte de la fraternidad de los pobres, de los ancianos, de los enfermos. Reconociéndolos como hermanos, reciben de ellos, en recompensa, la revolución de su propia humanidad. Quien ha cuidado enfermos, comprendido al joven cargado de problemas, tratado con minusválidos, sabe qué tesoros de humanidad reservan para quienes se detienen en su vertiginosa carrera a ninguna parte. 
El problema, por tanto, no es si existe una vida después de la muerte, sino si existe una vida después del nacimiento; si se puede nacer de nuevo (cf. Jn 3,1-8), después de haber envejecido prematuramente por rutina, mediocridad o egoísmo. Jesús es el resucitado porque vivió la vida de Dios, y su modo de vivir y de morir llevaba ya dentro el germen de Dios que no muere. 
Para el cristiano hay dos cosas claras frente a los que esperan que el hombre se salve a sí mismo: una fe que se funda en el «hacerse hombre» de Dios tiene interceptada toda huida del mundo; y una fe que recibe totalmente la iniciativa de Dios tiene prohibido todo empeño de introducir la salvación de Dios a la fuerza. El cristiano tiene que asumir la tarea de construir el mundo, tiene que colaborar en la obra de la salvación sin sucumbir a la tentación prometeica. Éste es el mensaje total de la Resurrección de Jesús.

viernes, 29 de marzo de 2013

Viernes Santo

Viernes 29 de marzo

Is 52,13-53,12: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores. 
Heb 4,14-16; 5,7-9: Jesucristo se ha convertido para todos en autor de salvación eterna. 
Jn 18,1-9.42: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. 


La cruz que predicamos y en la que creemos los cristianos es el signo distintivo e inequívoco y garantía de la autenticidad de la fe. Porque la fe sólo es verdadera si es probada en el crisol de las dificultades, de los sufrimientos, de los dolores, a que nos somete nuestra condición de seres históricos, lo mismo que a Jesús. Por ello, no puede haber fe sin cruz. La cruz es paso obligado, camino necesario de tránsito hacia la gloria. Y digo bien «necesario», en toda la extensión del término. 
Con frecuencia, más de lo que imaginamos, los cristianos olvidamos esta «obligatoriedad» esencial-esencia ontológica que determina todo lo cristiano- quedándonos sólo en la dimensión de gloria. La consecuencia no es otra que el falseamiento del mensaje salvífico anunciado y encarnado por Jesús, porque está claro que no hay resurrección sin cruz. Son dos caras del misterio que nos envuelve. El problema es que el misterio siempre será misterio, y, en cuanto tal, paradójico. Una paradoja que no puede ser domesticada, ni amañada. El misterio sólo es entendible si se acepta como tal. Esto es, ni más ni menos, la fe: aceptación de Dios y confianza absoluta en Él. Aceptación, al mismo tiempo, de la kénosis y de la gloria, del «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?», junto con el «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».  
No es una tarea fácil aceptar la dimensión de cruz de la existencia cristiana y las cruces que cada uno tiene en su vida, y menos una sociedad como la nuestra, preñada de hedonismo, en la que el sufrimiento, el dolor y la muerte son ignorados y ocultados porque afean la existencia. No es fácil asumir el horizonte finito que nos constituye. Por eso nuestra sociedad es radicalmente egoísta, porque es incapaz de entender el sentido salvador y redentor de la cruz. Para nuestra sociedad, la cruz sigue siendo «una locura», un «absurdo», lo mismo que lo fue para los griegos y los judíos de los tiempos de San Pablo (cf. 1 Cor 1,20-25). 
Y, sin embargo, ese sinsentido a los ojos humanos es fuente de sabiduría y de salvación divina. Entender y asumir esto es uno de los grandes escollos en nuestra vida de fe. 
Los cristianos tenemos que estar totalmente convencidos del sentido redentor de la cruz, integrando en nuestra vida la sabiduría de Dios que nos alumbra e ilumina en el discernimiento de la vida de fe. De ahí que, cuando medimos nuestra fe en la cruz de Jesucristo, sabemos perfectamente que aunque sintamos la nada de los hombres, es decir, el abandono, la crítica, la murmuración, el desprecio, la persecución, nunca sentiremos la frialdad y el alejamiento de Dios. 
Al mismo tiempo hemos de intentar, desde el marco de la oración, hacer una lectura serena y profunda de todos los acontecimientos que rodean y determinan nuestra vida. Hemos de saber leer en ellos cuál es la voluntad de Dios, cuáles los signos y claves de «ser y acción> que Dios quiere mostrarnos en nuestra vida, en mi vida. Estoy absolutamente convencido de que Dios nos habla siempre y a todas horas, pero, eso sí, hay hemos de tener un oído muy agudo y una vista muy fina para «ver» y «oír» a Dios, cuyo decir es el silencio. Quien lee en el silencio, lee en el corazón de Dios, como bien decía Eckart, el antiguo maestro de oración y vida, «en el silencio de su decir, Dios es auténticamente Dios». 
Aceptar la cruz en la vida conlleva parejo el perdón y la misericordia. Es la consecuencia lógica del amor hasta sus últimas consecuencias. Por ello Jesús, cuya vida fue una oblación y una entrega sin condiciones al servicio de los demás, no tiene en cuenta el mal que le infligen sino el amor que derrama por los cuatro costados, por eso exclama: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!» Sólo el perdón, nacido del amor, es el único capaz de devolvernos la serenidad de espíritu y la reconciliación personal de uno mismo con uno mismo que todos tanto necesitamos. 
Porque la revelación cristiana nos propone un Dios crucificado que nos enseña a morir con amor a la vida y a vivir como seres mortales, por eso, precisamente, es por lo que Jesús nos restituye a la realidad: viviendo como él nuestra existencia terrena hasta el final es como nos acercamos al misterio de Dios. Sólo el amor permite afrontar la cruz y la muerte, por medio de las que se aprende a valorar como nada lo que era valorado anteriormente, y, al mismo tiempo, se aprende a abrirse al otro, a entrar en el mundo del otro. Abrirse a la muerte es como abrirse al amor, ambos exigen salir de sí mismos: 
«Señor --exclamaba el teólogo Juan Miguel Sailer-, dadnos unos ojos de corto alcance respecto de las cosas que carecen de valor, y unos ojos llenos de claridad para toda verdad tuya». Es decir, creer en Dios significa tenerlo como único absoluto.

jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves Santo

Jueves 28 de marzo


Éx 12,1-8.11-14: Yo pasaré esta noche por Egipto y me tomaré justicia de todos los dioses. 
1 Cor 11,23-26: Esto es mi cuerpo; ésta es mi sangre. Haced esto en memoria mía.
Jn 13,1-15: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.


Celebramos la misa de la cena del Señor, actualización y memorial de la Última Cena de Jesús con sus discípulos. En ella, Jesús sintetiza toda su obra en un sólo y único mandamiento, su testamento espiritual: que nos amemos mutuamente como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34). En torno a este eje, centro de toda la vida cristiana, orbitan y adquieren pleno sentido los acontecimientos que se nos narran en este día, y que perfilan el alma del cristianismo: el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y la institución del sacerdocio. 
El lavatorio de los pies es signo y expresión suprema del amor de Jesús, que nos «amó hasta el extremo». Por eso, el lavatorio de los pies no es un simple y llano gesto de humildad, como comúnmente se entiende. El lavatorio de los pies es mucho más que eso. Es la manifestación visible de la «oblación> divina, del «anonadamiento», de «hacerse uno de tantos», de «entregarse hasta la muerte, y muerte en cruz», según San Pablo en su Carta a los Filipenses. Así, una vez más, el amor supera todas las barreras, todos los límites, todas las cortapisas humanas. Y por ello, precisamente, el amor es más fuerte que la muerte, la sobrepasa, la vence. 
Decía Erich Fromm que sólo el amor redime al hombre, porque sólo él es capaz de romper las finitudes humanas. Y es verdad, pero el camino del amor sólo es posible desde el camino de la conversión y purificación interiores. Quien no está dispuesto a renunciar a sí mismo, a sus gustos, a sus caprichos, a sus apetencias humanas, a sus proyectos personales, no ha entendido para nada el gesto del lavatorio que hoy conmemoramos, y, por tanto, aún no se ha enterado de en qué consiste ser cristiano. No es de extrañar por qué tantas y tantas personas se escandalizan de nosotros, los cristianos. No es de extrañar por qué nuestra vida no es creíble. 
Nos pasamos la vida realizando cosas por Jesús y por el Evangelio, predicando y anunciado la Palabra, pero todo lo hacemos sin amor. Y sin amor nada somos (cf. 1 Cor 13), de nada sirve lo que hagamos, porque en el fondo seguimos instalados en nuestros egoísmos, y el egoísmo no salva. Por eso, Judas, personificación de cualquier creyente que es incapaz de saltar del «yo» al «nosotros», no aceptó la salvación de Dios. Estaba tan enfrascado en su círculo de vaciedad, que no le quedaba tiempo para la contemplación de los otros. Su dios era él mismo, su dinero, la bolsa, los encantos de este mundo. Así es imposible el amor. 
Este amor no es una realidad pasajera de momentos inolvidables, sino la vivencia día a día de la donación y entrega a los demás. El mandamiento nuevo nos deja la hondura del amor cristiano que hemos de contemplar como don gratuito llevado hasta sus últimas consecuencias. Es un amor que se traduce en aceptación, comunicación, enriquecimiento, entrega, renuncia, como maravillosamente nos expone San Pablo (cf. 1 Cor 13,4-7). 
La Eucaristía es el centro y núcleo de todos los sacramentos, esencia y vida de la misma vida del cristiano, alimento espiritual que fortalece y robustece nuestra fe (cf. Jn 6,53-58). ¿Cómo podemos alimentar nuestra fe, sino es meditando y «rumiando» en nuestro interior la Palabra de Dios? ¿Cómo podemos fortalecer nuestra entrega, nuestra generosidad y nuestro amor si nos falta el pan del cielo? ¿Cómo podemos tener vida en nosotros si no comemos y bebemos el cuerpo y la sangre de Cristo? Por ello, no podemos entender la moda, por otra parte muy extendida entre los creyentes, según la cual se prescinde de todos los sacramentos, también de la Eucaristía, en la vida cristiana. Es una contradicción y una aberración, porque es querer ser cristiano sin Cristo, o al margen de Él. Al final, este tipo de cristianismo acaba convirtiéndose, en el mejor de los casos, en un puro humanismo de «tejas para abajo», sin relación alguna con la trascendencia.  
Sin Eucaristía no hay cristianismo porque en ella se celebra la presencia viva del misterio de Cristo: su Pasión, Muerte y Resurrección, tríada axiológica que configuran las entrañas mismas de la salvación de Dios.  
La institución del Orden Sacerdotal es la consecuencia lógica del mandamiento del amor, plasmado en la institución de la Eucaristía. El sacerdocio ha sido instituido por Cristo para hacer presente en el mundo el sacramento del amor, la Eucaristía: «haced esto en memoria mía». Pero consagrar el pan y el vino y convertirlos en cuerpo y en sangre de Cristo no es un mero gesto o un rito más. 
Es ante todo, un sacramento que es vida, compromiso, don, entrega, sacrificio generosidad, testimonio. El sacerdote, a ejemplo del Maestro, ha de ser el primero en servir a sus hermanos. La Eucaristía que celebra y que comparte con sus hermanos en la fe está significando para él todo un reto de ejercicio diario de buscar y realizar la voluntad de Dios a través del sacrificio y la entrega sin condiciones a la causa del Reino, patente en las necesidades humanas. 
Desde su triple misión de sacerdote, profeta y rey, el presbítero ha de guiar sabiamente al pueblo de Dios, con la enseñanza de la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia; con la administración de los sacramentos, fuente de vida; con las obras de caridad en favor de los más pobres, a ejemplo de Jesús. 
Ante la crisis sacerdotal que viene padeciendo la Iglesia hace aproximadamente tres décadas, conviene rogar y pedir con insistencia al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Lc 10,1-3). Que en nuestras visitas al monumento, en el que hoy, Jueves Santo, queda expuesto el Santísimo, roguemos con fe confiada y firme al Señor, para que nos siga concediendo santos, buenos y serviciales sacerdotes, entregados en cuerpo y alma a la misión de la evangelización. 
Queridos amigos y hermanos, en este día del amor fraterno estrechemos más nuestros lazos de amor y de unidad. Que todos seamos uno en el Señor para que el mundo crea (cf. Jn 17,21-22).

lunes, 25 de marzo de 2013

Fotografías del Concierto Sacro de Pasión 2013


El pasado viernes tuvo lugar en la Fundación el concierto el Concierto Sacro de Pasión, del que dejamos aquí algunas instantáneas.

 




martes, 19 de marzo de 2013

Domingo de Ramos


Domingo 24 de marzo 

Is 50,4-7: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban.
Flp 2, 6-11: Cristo, a pesar de su condición divina, tomó la condición de esclavo.
Le 22, 14-23, 56: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Todas las ciudades importantes tienen su semana grande en la que se celebran las fiestas de su patrón o patrona. Las calles se engalanan para la ocasión hasta rayar la majestuosidad. El ambiente destila una alegría que rompe con la monotonía de siempre. Este contexto de gozo y de felicidad inunda el corazón de propios y extraños, de vecinos y foráneos, quienes bajo el estandarte del santo forman un solo pueblo. 
Los cristianos también tenemos nuestra semana grande: la Semana Santa, que se inicia con la entrada de Jesús en la ciudad santa de Jerusalén, que celebraba su fiesta grande: la fiesta de la Pascua. Por eso, la ciudad estaba llena de peregrinos y forasteros venidos de muchos lugares para participar en tan importante acontecimiento. 
Los cristianos celebramos también la Pascua, pero con un matiz distinto a la Pascua judía. Jesucristo es el Cordero pascual que ofrece su vida por la salvación de todos. Así, la Semana Santa se transforma en la vivencia singular de la misericordia divina, centrada en la fuerza radical del Evangelio. 
Jerusalén es la etapa final, el culmen del camino de Jesús en la historia; pero, al mismo tiempo, es el lugar donde se desarrolla el grito de la libertad, consumado por aquél que, clavado en el suplicio de los malditos, ejercita de manera humilde su programa de vida. También es símbolo de la Jerusalén celestial, donde Jesucristo, muerto y resucitado, Reina para siempre en el corazón de Dios. Toda la vida de Jesús fue un ir y venir por los caminos intrincados de la historia para acercar al hombre la salvación de Dios. Durante el <>, Jesús derramó el amor divino en todos los corazones que se abrieron desde el principio al don y a la misericordia de Dios. Los pobres, los pecadores, los desheredados de la tierra encontraron en Él un motivo para seguir esperando. Jerusalén es la plenitud de camino. 
La cruz es el máximo exponente de la entrega y del amor a los demás. Pero es una cruz abierta a la inmensidad de Dios, al infinito amor de Dios. Por eso, la muerte da paso a la vida, porque la aventura amor, más fuerte que la muerte, no puede quedar detenida en la trayectoria del dolor y del sufrimiento, de la angustia o de la tristeza. El horizonte de Dios es la vida. 
En numerosas ocasiones Jesús había dicho claramente a sus discípulos que Él había venido para cumplir la voluntad de su Padre; una voluntad que pasaba inexorablemente por Jerusalén, es decir, por la cruz. ¿Por qué? No porque Dios quiera la muerte, sino porque en la muerte se encuentra la vida. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (cf. Jn 15, 13). 
El Domingo de Ramos es la antesala de la entrega de Jesús. Jesucristo es realmente rey, «el hijo de David», pero su reino no es de este mundo. Por eso, cuando cesan las aclamaciones iniciales, queda al descubierto la verdadera naturaleza de la «entrada» de Jesús en Jerusalén. Jesús va a celebrar su Pascua, en la que Él mismo es el cordero que se inmola al Padre por la salvación de todos. 
Decía Bernanos que «todos tenemos un lugar en la Pasión de Cristo», y así es, en efecto. Como leemos en la Carta del apóstol San Pablo a los Filipenses, Cristo asume nuestra condición humana, la de todos los hombres en general y la de cada uno en particular. De esta manera, carga con nuestras debilidades y nos redime de nuestras esclavitudes. En consecuencia, en su pasión todos somos salvados. Pero es necesario, al mismo tiempo, que también los hombres busquemos nuestro lugar en la pasión de Cristo. Quiero decir, es necesario que nos encontremos con El en el sufrimiento, en el dolor, en la cruz, fuente de salvación y camino inexorable de redención. Es la identificación con el Maestro hasta sus últimas consecuencias. Es, en definitiva, ser verdaderamente discípulo de Jesús (cf. Lc 9, 23-25). 
Queridos amigos, celebremos intensamente la Semana Santa. Vivamos a fondo el misterio de nuestra salvación: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios. Que en medio de las procesiones, de los pasos, de los nazarenos, de las velas, de las cofradías, descubramos el verdadero rostro de Dios que nos invita a la conversión, al camino de la cruz, expresión sublime del camino del amor.

domingo, 17 de marzo de 2013

Concierto Sacro de Pasión


Viernes, 22 de Marzo | 20:30 horas
Salón de Actos | Fundación Miguel Castillejo

La Coral Universitaria Miguel Castillejo, dirigida por Ángel Jiménez, nos ofrecerá el Concierto Sacro de Pasión para este año 2013 el próximo viernes en nuestra Fundación, contando con la colaboración de los solistas C. Martos (soprano) y D. Ramos (barítono), además de Silvia Mkrtchian al piano.

A continuación, la tarjeta invitación con el programa al dorso.

viernes, 15 de marzo de 2013

Palabra de Dios: Quinto domingo de Cuaresma


Domingo 17 de marzo

Texto evangélico:
Is 43,16-21: No penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo.
Flp 3,8-14: Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo.
Jn 8,1-11: El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.


Hermosa y tremenda lección la que nos da hoy Jesús en el relato evangélico de la mujer adúltera. Los escribas y los fariseos apuestan decididamente por la condena, por la muerte, en cumplimiento estricto de la letra de la ley (cf. Lev 20,10; Dt 22, 22-24). Jesús, en cambio, opta decididamente por el perdón, por la vida, en cumplimiento estricto del espíritu de la ley, porque Dios es el Señor y el Creador de la vida. Ama la vida, no la muerte. Toda la ley y los profetas se resumen en un único mandamiento: el del amor. Y en medio de estas dos opciones, la observación de Jesús fina, elegante y crítica: «El que esté libre de pecado, que la primera piedra». El resultado ya lo sabemos. 
Queridos amigos, ésta es la lección que nos da Jesucristo, que Dios nunca condena, y, consecuentemente, siempre salva. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La salvación y la gracia llegan a través de Jesucristo, encarnación y expresión última y definitiva de la misericordia de Dios. Jesús se convierte, así, en verdadero camino de misericordia para el creyente, de ahí que nadie, absolutamente nadie vaya al Padre, si no es por Él, camino, verdad y vida que conduce al hombre hasta Dios (cf. Jn 14,6-7). No en vano, las intervenciones de Jesús con mujeres en el cuarto Evangelio han sido siempre de misericordia. Recordemos, por ejemplo, la escena de Jesús con la samaritana, una pecadora que tuvo hasta cinco maridos (cf. Jn 4,18), a quien Jesús le concede el perdón y el don del agua viva. Con Jesús la letra de la ley queda superada. Lo importante es el espíritu de la ley, porque la letra mata, mientras el espíritu vivifica (cf. Rom 8). Jesús invita a la mujer a abandonar su pasado de pecado y de muerte y a abrazar su presente lleno de esperanza y de vida. Jesucristo libera a la adúltera de la oscuridad de una vida anterior, recuperándola a la plenitud de la vida, mediante el perdón y la misericordia, con el diálogo del amor: <<¿Quién te ha condenado? Nadie, Señor. Pues yo tampoco te condeno. Vete y no peques más». 
San Agustín comenta al respecto: «El Señor responde de modo que salva la justicia sin descuidar la mansedumbre [ ... ] al final quedaron solamente dos, la misericordia de la mujer y la misericordia de Cristo, la una frente a la otra». 
La actuación de los hombres es diametralmente opuesta a la de Dios. Las obras de los hombres no son las de Dios. Allí donde Dios pone misericordia y perdón, los hombres ponemos impiedad y condena. Ejemplos los tenemos a puñados en la vida diaria, desde las críticas malévolas y las condenas verbales de los vecinos, de los compañeros y compañeras de trabajo, hasta la difamación y la calumnia de nuestros enemigos políticos. Allí donde Dios pone amor y vida, los hombres seguimos empeñándonos en poner pecado y muerte. El mundo de los hombres se opone al proyecto salvador de Dios, apostando fuertemente por la violencia de todo género, por las guerras sin cuento, por la muerte como antítesis de la vida. Criticamos, litigamos, condenamos y matamos, sin acordarnos de que no estamos libres de pecado; de que todos tenemos que perdonar, porque, a su vez, todos tenemos necesidad del perdón de Dios. 
Del corazón de Dios brotan el amor, la paz, la justicia, la verdad, la misericordia, el perdón, la vida. Del corazón del hombre, en cambio, brotan «las malas ideas: inmoralidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfrenos, envidias, calumnias, arrogancias, desatino» (Mc 7, 22-23). El hombre, ensimismado en sus asuntos terrenos, ha olvidado por completo los valores eternos. O dicho en otros términos, a base de olvidar la trascendencia, ha olvidado también la inmanencia. Ha olvidado tanto los valores divinos como los humanos, permaneciendo insensible al más mínimo resquicio de misericordia y de perdón. Es más, el perdón y la misericordia los interpreta como signos de debilidad humana porque cree que no conducen a ningún sitio. Lo inteligente es situarse frente a los otros desde una posición de fuerza, de firmeza, de intransigencia, como único medio de supervivencia. Es una situación que le está llevando paulatinamente a un callejón sin salida, a un futuro de muerte, sin esperanza y sin ilusiones. Sólo el amor produce esperanza, ilusión, vida. Sólo el amor regenera el corazón del hombre. Sólo el amor es capaz del perdón y de la misericordia, tanto para generarlos como para recibirlos. Por eso, sentencia Jesús: <<.A quien mucho ama, mucho se le perdona» (cf. Lc 7,47). 
Mis queridos amigos todos, la Cuaresma es tiempo de salvación y de gracia. Dios nos sale al encuentro y quiere que nos convirtamos a Él; quiere que, como la mujer pecadora del Evangelio de hoy, nos arrepintamos de nuestras miserias e iniquidades internas, y que, como el hijo pródigo, iniciemos el camino de vuelta a la casa del Padre. Y, una vez más, este cambio interno hemos de manifestarlo en nuestros hechos externos. 
Abramos también el corazón a la pedagogía de Dios que nos enseña a perdonar, no a condenar; a amar, no a odiar; a vivir, no a morir. Ésta es la única verdad de Dios que nos hace libres (cf. Jn 8,32) para que nuestra libertad en el amor sea a su vez un motivo de esperanza y de salvación para los demás.

lunes, 11 de marzo de 2013

Conferencia "El proceso a Cristo"


Jueves, 14 de marzo | 20:30 horas
Salón de Actos | Fundación Miguel Castillejo


D. Antonio Salmoral García, Magistrado Titular del Juzgado Contencioso Administrativo nº 4 de Córdoba, dará el próximo jueves día 14 de marzo en nuestro salón de actos la conferencia titulada "El proceso a Cristo", durante la que realizará un recorrido sustancial por la pasión, con una especial mención y  análisis de los aspectos jurídicos del proceso que llevó a la crucifixión de Jesús. 

La conferencia está organizada por el Círculo Cultural Averroes en colaboración con la Fundación Miguel Castillejo.

Entrada libre hasta completar aforo.

jueves, 7 de marzo de 2013

Palabra de Dios: Cuarto domingo de Cuaresma


Domingo, 10 de marzo

Texto evangélico:

Jos 5,9-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua al entrar en la tierra prometida. 
2 Cor 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo. 
Lc 15,1-3.11-32: Este hijo mío estaba perdido y lo hemos encontrado. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.


Una de las parábolas más hermosas, por su delicadeza, ternura y hondo mensaje, es la parábola del hijo pródigo que hoy nos presenta el evangelista San Lucas. Es una parábola de un contenido riquísimo en enseñanzas que vamos a desgranar paso a paso. 

La primera gran enseñanza nos la da el protagonista de esta historia, el padre. Sí, mis queridos amigos, el protagonista es el padre, y no el hijo pródigo. El protagonista es Dios, omnipresente en la historia del hombre. Por eso, más que de la parábola del hijo pródigo, hay que hablar de la parábola de la misericordia del padre. El padre es Dios, que continuamente nos ofrece su gracia, su misericordia y su perdón, frente a las prodigalidades de los hombres. Dios asume lo humano para liberarlo y salvarlo. Sin la gracia que brota del corazón de Dios no hay posibilidad alguna de conversión. El hombre sin Dios no puede nada; con Dios, todo. Ahora podéis entender enteramente por qué el protagonista es el padre. El Señor, como padre bueno y paciente, espera una y otra vez nuestro regreso a la fe. No le importan nuestros desvaríos, sino nuestro arrepentimiento y conversión sinceros. Aquí se cumple una vez más la famosa sentencia de Jesús: <<No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17). 

La segunda gran enseñanza nos la ofrece el hijo pródigo, fiel retrato de buena parte de los cristianos de siempre. Con mucha frecuencia experimentamos la tentación del desánimo, del cansancio, del desencanto de nuestra vida de fe. Nos cansamos de seguir creyendo y apostando por Dios, de ahí que tenga cabida en nuestra mente y en nuestro corazón una pregunta que nos inquieta y tortura: ¿Tiene sentido seguir creyendo en Dios en un mundo que le ha vuelto enteramente la espalda? 

Huimos y nos alejamos de Dios confiando en nuestras propias fuerzas, a la vez que nos echamos en brazos del dios de nuestros caprichos que nos ofrece momentáneas y falsas salvaciones, hundiéndonos cada vez más en el fango de nuestro taimado egoísmo. Así, perdemos el de nuestra vida, su sentido y su respuesta, desembocando en el reino del absurdo, donde no existen los «porqué» y los «para qué», sino la vaciedad más absoluta que convierte la vida humana en un mero y simple «ir tirando». 

Sólo Dios nos realiza. Sólo Dios es plenitud de sentido. Por ello, es necesaria una actitud de permanente arrepentimiento del corazón, que tropieza y cae, pero que con gran elegancia de espíritu sabe levantarse. La conversión es la vuelta a la vida, a la vivencia radical de la fe, a la aceptación gozosa del Evangelio como norma de vida. Es, en suma, la a la casa del Padre, que nunca debimos abandonar. 

Hay un tercer protagonista en esta historia que permanece en un muy secundario, y que es poco o nada comentado. Estamos hablando del hijo mayor, cuyo comportamiento encierra graves y reprobadas enseñanzas. 

El hijo mayor es la encarnación personalizada de los fariseos y maestros de la ley, es decir, de todos aquellos que se creen buenos, satisfechos con su conducta, perfectos en todo. Por eso, no tienen necesidad alguna de conversión. La conversión sólo es necesaria para los pecadores y ellos son. En consecuencia, sólo ellos, los buenos, tienen derechos exclusivos sobre Dios; sólo ellos, los piadosos, tienen derecho a la salvación; los demás, los pecadores, los malos, no tienen derecho a nada. Es la soberbia de la vida que todos, en mayor o menor medida, tocamos con los dedos, porque también para nosotros, lo mismo que para los fariseos, los <<malos» son los otros, la gente, como solemos decir. 

Esta postura es aún más perversa que la del hijo pródigo, porque es la postura de la carencia como norma de vida. Es decir, es la postura en la que jamás ha crecido el sentido de la necesidad y de la gratuidad, y por tampoco ha crecido el amor y la entrega, porque siempre ha estado enraizada en la autosuficiencia, expresión del egoísmo más atroz. 

El hijo pródigo cometió el error de marcharse de la casa del padre, pero tuvo la entereza y la valentía de reconocer su equivocación y volver. El hijo mayor, sin embargo, desde su postura prepotente y arrogante, nunca tuvo necesidad de volver, porque creyó falsamente siempre estuvo en la casa del padre, cuando en realidad nunca entró en ella, porque nunca amó al padre. ¿Puede ser también ésta nuestra propia historia personal? Puede ocurrimos que pensemos que amamos mucho a Dios y en realidad estamos muy lejos de Él. 

Como el hermano mayor, cada cual según su medida, llevamos grabadas en nuestro corazón las marcas del protagonismo, de la fraternidad mal entendida, de la ausencia de un diálogo abierto y constructivo, de la misericordia no practicada, del amor no vivido. No queramos encomendarle la plana a Dios; no convirtamos su gracia en resentimiento; su misericordia en inmisericordia; su perdón en condenación. Todo lo contrario, perdonemos y amemos, porque Dios nos ha perdonado y amado primero (cf. 1 Jn 4,19). 

La parábola de la misericordia del padre es la historia de una relación, la de Dios con los hombres. Dios ofrece a los hombres su misericordia y su perdón, para que éstos reconozcan su culpa. La conversión es, pues, una tarea de cada día. Dios nos llama a la salvación desde el momento en que nos convoca a la existencia. Está en cada uno de nosotros responder a la gratuidad de Dios, trazando sendas de misericordia, salvando escollos de nostalgias, amando intensamente a nuestros hermanos. El camino de la Cuaresma nos induce a la experiencia de Dios, salvador de todos los hombres, porque el proyecto de nuestra propia historia es salvador, a pesar de nuestros pecados. Jesús se hizo pecado para devolver al hombre su dignidad perdida.

viernes, 1 de marzo de 2013

Conferencia - Concierto "José María Aguilar"


Viernes, 8 de marzo | 20:30 horas
Salón de Actos | Fundación Miguel Castillejo


Celebramos este mes el Día Mundial del Teatro. Al coincidir con la Semana Santa, hemos adelantado la fecha al día 8 de marzo, a fin de no interferir en los numeroso actos cuaresmales previos a nuestra semana grande.

Como es habitual, ese día venimos realizando en esta Fundación algún acto cultural relativo al mundo de la Lírica. El presente año lo vamos a dedicar a una figura importante de la lírica cordobesa, el barítono espejeño José María Aguilar, posiblemente no tan conocido como corresponde a este excelente cantante, que paseó su voz y el nombre de Córdoba por todo el mundo.

El acto se compondrá de dos partes: 

1. Conferencia José María Aguilar: Una voz para el recuerdo.

A cargo de su bibliógrafo, el académico Julio Sánchez Luque.

2. Concierto Día Mundial del Teatro.

Con la actuación de nuestro conocido barítono bujalanceño Domingo Ramos y la soprano Conchi Martos, quienes interpretarán algunas de las obras del repertorio lírico que habitualmente representaba José María Aguilar en sus giras por todo el mundo y que contarán con el acompañamiento de Sylvia Mkrtchyan al piano.

Entrada libre hasta completar aforo.