viernes, 28 de junio de 2013

Decimotercer domingo del tiempo ordinario

1Re 19,16b.19-21: Luego vuelvo y te sigo.
Gál 4, 31-5.1.13-18: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
LC 9, 51-62: El que echa mano del arado y mira atrás, no vale para el Reino de Dios.

 Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Quiero comenzar evocando una cita, quizá desconocida, de un gran personaje de la historia: Napoleón. Tan insigne personaje afirmó: “César Augusto, Alejandro Magno o yo hemos creado los mayores imperios de la tierra, pero como los hemos creado con la fuerza y sólo desde la guerra, la prepotencia y el poder, cuando nos muramos, prácticamente nadie va a ser seguidor nuestro. En cambio, Jesucristo, que fundó un reino basado en el amor y sólo en el amor, ha muerto, y, sin embargo, hoy y siempre y en cualquier momento, hay millones y millones de seres humanos que están dispuestos a dar la vida por su causa”. Napoleón confirma los hechos. Grandes personajes de la literatura, la pintura o la música, por ejemplo, han inscrito sus nombres en las páginas de la historia pero no han creado ningún movimiento de seguidores que estén dispuestos a dar la vida por ese personaje. Sólo Jesús ha conseguido tal hazaña. Y esto es lo que nos sorprende.

En efecto, el Evangelio de hoy nos habla de la fe como opción radical en la vida del cristiano. La llamada de la fe se resume en una sola palabra que es un verbo imperativo: “Sígueme”. La respuesta es sin condiciones. No valen, por tanto, los compromisos a medias, que en el fondo son las peores mentiras. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Mt 6,24), pero no podemos quedarnos con un compromiso light que aparenta ser una cosa y en el fondo es otra. Es el compromiso de la comodidad y de la adaptabilidad, es decir, adapto el Evangelio a mis propias comodidades y conveniencias. Tal forma de proceder es diametralmente opuesta a las exigencias verdaderas que impone Jesús a todo el que quiera ser discípulo suyo y, por tanto, seguirle.

El camino que Jesús plantea a todo el que quiera seguirle es duro y austero, como lo fue el suyo propio: “El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Pero, al mismo tiempo, es un camino que exige una respuesta inmediata y precisa sabiendo que lo prioritario es el Reino de Dios.

Por eso, ante las trabas de los que desean seguirle -permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre, o déjame primero despedirme de mi familia-, Jesús corrige el objeto de lo que es prioritario. No es la familia ni los asuntos y preocupaciones humanos. No, lo único importante, primero y absoluto es el Reino de Dios y su mensaje de salvación. No en vano, es la recomendación que Jesús ya había dado antes a sus discípulos: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). Y, a pesar de todo, aumenta el número de los que quieren ser sus discípulos: “Te seguiré, Señor”. Extraña relación de proporcionalidad que rompe todos nuestros esquemas lógicos: a mayores dificultades, mayor número de adeptos.

La clave puede estar en lo que tantas veces hemos apuntado: sólo el amor llena y da sentido a la existencia. El hombre es un proyecto de amor y si no lo realiza o si no es fiel a él se frustra. Es infeliz. Malogra su vida. El hombre es comunicación y entrega, no soledad y egoísmo. Por tanto, como bien expresa San Pablo en su Carta a los Gálatas, sólo el amor nos hace libres y hace que vivamos en libertad: <<Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado>>, una libertad que es expresión del mandamiento del amor: <<Que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado>>.

Decía E. Fromm que las características del amor madura son la totalidad en la entrega y la generosidad en la renuncia. Y es que un amor en partes y egoísta no es tal amor porque nos esclaviza en lugar de liberarnos. Por ello, como hemos visto, la totalidad y la generosidad sin condiciones son los dos pilares en los que s asientan las exigencias del Reino de Dios. Esto nos lleva, por su propio dinamismo interno, a valorar lo absoluto y a relegar a un segundo plano lo relativo. Lo absoluto es el Reino de Dios y su justicia; lo relativo son nuestras cosas humanas. No perder esta perspectiva es tener claro qué nos exige ser cristianos  de verdad. Pero, tal vez con demasiada frecuencia, perdemos el horizonte de Dios y nos centramos sólo en el horizonte del hombre y por ello seguimos <<mirando atrás>>.

El amor a Dios y a los hermanos, primer y principal mandamiento, ha de ser absoluto. Aquí no valen entregas parciales o a plazos. Seguir a Jesús implica entrega y renuncia absolutas, sobre todo renuncia a nuestras esclavitudes personales, a nuestros apegos humanos, porque todo ello son obstáculos, rémoras, óbices que impiden la expansión del Reino libremente.

Por supuesto, Jesucristo no quiere un cristianismo masoquista ni un cristianismo realmente imposible de cumplir y practicar. Dios no nos pide imposibles. Como en la parábola de los talentos, Dios nos exige conforme a nuestras capacidades (cf. Mt 25, 14-30), ni más ni menos; pero eso sí, que apuremos hasta la última gota de todo nuestro potencial de amor. Teniendo como contexto la filosofía hedonista, propia de las sociedades ricas y desarrolladas como la nuestra, no es nada fácil ser auténticamente cristiano. A veces pueden más en nosotros los placeres del cuerpo, domesticado por las comodidades de la vida, que las exigencias del espíritu que nos azuza a vencernos constantemente a nosotros mismos, a ser sí mismos, a ser únicos, a hacer de nuestra vida un canto al amor, a la generosidad sin límites, al sacrificio a favor de los demás.

Frente a la filosofía de una vida light, el Evangelio nos ofrece una vida seria y profunda, la única que nos realiza como personas y como creyentes. La vida facilona es una vida desperdiciada, insulsa, vacía, sin ideales ni utopías; la persona se busca a sí misma en lugar de entregarse a los demás y malogra su vida. Pero la oferta evangélica lleva hasta el límite todas nuestras capacidades, equilibra –digámoslo así- nuestro ser actual con nuestro ser potencial porque sólo la generosidad nos realiza: <<La esplendidez da el valor a tu persona. Cuando eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, tu persona es miserable>> (Lc 11,34). Así lo entienden los miles y miles de misioneros y misioneras que entregan su vida cada día por la causa de Jesús y el Evangelio.

miércoles, 19 de junio de 2013

Exposición de Manuel Fernández de Otero


El próximo jueves 20 de junio se inaugurará en la sede de la Fundación Miguel Castillejo la exposición de pinturas de Manuel Fernández de Otero, copista del Museo del Prado, con un acto inaugural a las 13 horas. La muestra podrá visitarse hasta el próximo 24 de julio, en horario de 10 a 14 horas. A continuación, la invitación al evento y el cartel de presentación del mismo.

Duodécimo domingo del tiempo ordinario

Zac 12, 10-11: Mirarán al que traspasaron.
Gál 3, 26-29: Todos sois uno en Cristo Jesús.
Lc 9, 18-24: Tú eres el Mesías de Dios.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

La pregunta de Jesús a sus discípulos, <<¿Quién decís que soy yo?>>, es una pregunta que no pasa de moda, que está dirigida también a nosotros. ¿Por qué hemos de volver una y otra vez sobre la misma cuestión? Posiblemente porque la rutina es una de las constantes de nuestra vida. A fuerza de repetir mucho las cosas, llega un momento en el que perdemos de vista cualquier atisbo de originalidad, aflorando entonces el automatismo que se resuelve en la pura inercia del <<dejarse llevar>>, del <<ir tirando>>. Pero la rutina no sólo afecta, por desgracia, al orden de los hechos; es también coextensiva al orden del ser, de tal modo que nuestro espíritu y nuestra mente también entran en la dinámica de la repetición de lo mismo, signo de lcansancio existencial en que podemos encontrarnos. Y es precisamente en el orden ontológico, el más importante de todos, en el que está arraigada nuestra fe, quedando afectada por este mal de la sociedad posindustrial mediante el cual la fe pasa a ser una cuestión tangencial, del centro a la periferia.

En efecto, pronto nos acostumbramos a llamarnos y ser cristianos. Vamos todos los domingos a misa, repetimos de memoria una y otra vez el Padrenuestro, los Diez mandamientos, el Credo, y un sinfín de oraciones más. Y así, a base de repetirlas no pensamos en lo que decimos, vaciando de significado el contenido de lo que expresamos. Creemos saberlo todo, o casi todo, sobre la figura de Jesús, pero en realidad no sabemos nada. A lo sumo sabemos cuatro o cinco fórmulas estereotipadas. De esta suerte, vamos perdiendo la capacidad para la novedad. Así, nos anclamos en una especie de <<eterno retorno>> de lo idéntico.

La identidad de Jesús es, sin embargo, una de esas cuestiones a las que nunca se llega del todo. No en vano ha sido uno de los grandes rompederos de cabeza de casi todos los eximios personajes que la historia ha dado. Las miradas han sido y son múltiples, como infinitas son las perspectivas, sin llegar ninguna a determinar quién es realmente Jesús.

Al hombre de hoy le suelen suceder lo que a las gentes del lugar del tiempo de Jesús, que no tenían claro quién era semejante personaje. Había tantas opiniones como cabezas. Pero esta dispersión de pensamientos y de sentimientos también nos afecta a nosotros los cristianos. Aunque pensemos que lo sabemos todo, o casi todo, sobre quién es Jesús, en realidad sabemos menos. Aquí ya de lo que se trata no es tanto de saber –que también-, sino sobre todo de sentir. No es cuestión de conocimientos sino de vivencias. Y puede darse la paradoja de que sepamos mucho sobre la historia de Jesús y no vivamos nada de lo que sabemos.

Jesucristo no es un personaje más de la historia. Su doctrina no es tanto para ser estudiada cuanto para ser vivida. Por ello, como cristianos hemos de replantearnos y preguntarnos sucesivamente por el <<quién>>, no como un interrogante a terceros que, al fin y al cabo, no deja de ser un puro y frío impersonalismo. La pregunta ha de ser directa y personal: ¿Quién es Jesús para mí? De la respuesta que demos, que dé cada uno, se deduce el grado de autenticidad y compromiso de la propia vida de fe.

Hemos de procurar constantemente no caer en la rutina de las respuestas fáciles, estándar, impersonales, anónimas, porque son respuestas que no nos dicen nada ni nos interpelan nada. La autenticidad de vida que conlleva ser cristiano nos impele a no conformarnos con lo que siempre se ha dicho y sabemos sobre Jesús. Aquí de lo que se trata es de medir la intensidad, profundidad e identidad de mi vida de fe y de mi compromiso real con la fe. Por eso, el <<quién>> de la pregunta remite a un <<cómo>>: ¿Cómo hago yo efectiva mi identificación con Jesús? Jesús mismo nos da la respuesta: <<El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y se venga conmigo>> (Lc9, 23-24). Ser cristiano significa asumir e identificarse con el <<quién>> y con el <<cómo>>, es decir, con Jesucristo y su misión de salvación. Por eso la identidad se define y se concreta en la misión.

Los cristianos debemos esforzarnos por mantener la fidelidad en el camino emprendido por Cristo, porque sabemos por experiencia que en este camino de negación y de cruz el peligro constante de los desánimos, de la falta de empuje y coraje para confesar la fe en Jesús de Nazaret como Hijo del Hombre (cf. Lc 9, 26). Es decir, por propia inclinación de la naturaleza humana tendemos a suavizar la dimensión de cruz del seguimiento y a resaltar la dimensión de gloria. Queremos llegar a la meta sin hacer el camino, sabiendo que una de las grandes verdades incontestables del ser cristiano es que no hay gloria sin cruz.

Ser cristiano significa identificarse con Jesús en su misión, recorrer el largo camino existencial de la fe con sus luces y sus sombras. Este camino es el único medio que nos enseña a conocer con detenimiento y en intensidad a Jesucristo, nuestro único modelo. De este modo –por el <<cómo>>, esto es, por la misión-, llegamos al <<quién>>, a Jesucristo. Profundizar y ahondar en los compromisos evangélicos es, al mismo tiempo, bucear en la intimidad del mismo Jesucristo. Aquí se cumple una vez más el dicho de Jesús: <<Por sus frutos los conoceréis>>.

Por tanto, la pregunta <<¿quién decís que soy yo?>> es intercambiable con esta otra: <<¿Hasta qué grado os importo?>>; y el grado de importancia se mide por el grado de compromiso en la vida de fe, manifestado en el grado de identificación con la misión de la evangelización.

Queridos hermanos, revisemos en qué situación se encuentra nuestra vida de fe. Pensemos hasta dónde llega nuestro compromiso de vida con Jesucristo. Veamos si estamos anclados en la llamada de <<fe teórica>> o en la de los puros conocimientos sin ningún tipo de compromiso o si, por el contrario, hemos pasado de los conocimientos a la vida. En todo casi sería bueno que tuviésemos como lema la misma invitación que Jesús hizo a sus discípulos y que en este momento de la historia nos hace a cada uno de nosotros: <<El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará>> (Lc 9, 24).

jueves, 13 de junio de 2013

Undécimo domingo del tiempo ordinario

2 Sam 12, 7-10.13 “El Señor ha perdonado tu pecado, no morirás”
Sal 31 “Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado”
Gál 2,16.19-21 “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”
Luc 7, 36-8, “Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho.”

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

¡Qué bella escena y qué tierna escena la que nos presenta el Evangelio de hoy! Como el domingo anterior, también en éste se insiste y se profundiza en el camino del perdón y de la misericordia inconmensurable de Dios. Una vez más es necesario insistir que Dios es Padre de la misericordia y del perdón, de la vida; en una palabra: no el Dios de la condena y de la muerte.

Dios sale continuamente al encuentro del hombre y le ofrece su amor incondicional, su perdón sin límites, su misericordia infinita, porque a todos nos quiere como hijos suyos que somos. Ante esta oferta salutífera el hombre tiene dos opciones claras y definidas: o acepta el perdón de Dios o lo rechaza. No hay un camino intermedio. Dos posturas plasmadas en el hijo menor y el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32). Dos posturas igualmente reflejadas en la escena del Evangelio de hoy: la mujer pecadora, símbolo de la recepción alegre de la salvación de Dios y el fariseo, símbolo viviente del rechazo a toda oferta divina de salvación.

Jesús es signo de contradicción. Sus dichos y sus hechos son siempre motivos de grandes divisiones; por ello es una “bandera discutida” (cf. Lc 2,34-35). Jesús ha venido a perdonar y no a condenar, ejercitando la misericordia, encarnación y extensión del amor de Dios. Él ha venido a sanar y a salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 15,6 9.24; 19, 10), porque sólo tienen necesidad del médico los enfermos y no los sanos (cf. Mc 2,17).

Cabe ahora preguntarnos en cuál de los dos horizontes existenciales nos situamos, si en el de la aceptación o en el del rechazo. Dos actitudes existenciales que implican, lógicamente, dos modos de vida; o vivimos desde la misericordia, el amor y el perdón a los demás, o lo hacemos desde la intransigencia, el odio o el rencor. En otras palabras, o apostamos por la vida y vivimos desde ella o bien apostamos por la muerte, convirtiendo nuestra vida en un constante morir al amor que nos realiza. Apostar por la vida es construir; apostar por la muerte, destruir.

Puede sucedernos que hayamos apostado por el grupo de los que se consideran “sanos”, como los fariseos, en cuyo caso huelga la ayuda de cualquier médico. Así, la hipocresía falsea y arruina nuestra vida y sobre todo hace incomprensible nuestro amor a Dios, porque si no amamos a nuestros hermanos, no amamos a Dios. Nuestro error consistiría en considerarnos “buenos” y “santos” cuando nadie, excepto Dios, es bueno y santo por sí mismo. Por esta regla de tres los resultados son matemáticos: si nosotros somos “los buenos”, los demás tienen que ser y son “los malos” y, en conclusión, sólo nosotros tenemos derecho a la salvación.
De esta suerte, desembocamos en la llamada “soberbia de la vida”, pecado por excelencia del género humano contextualizado en el mito adámico, en el que vence, como vence en nosotros, la adulación del “y seréis como Dios, versados en el bien y en el mal” (Gén 3,5). Desde esta atalaya, nos instalamos en la ceguera existencial y en la dureza de corazón que nos conduce progresivamente al reino de la muerte a nosotros y a todos los que hemos atrapado con nuestra filosofía de vida. Si no perdonamos, Dios tampoco nos perdona.

Apostar por Dios supone encarnar y manifestar a los demás el mandamiento principal: el amor a Dio y el amor al prójimo (cf Mc 12,19-31). Es vivir con humildad, sencillez y transparencia; es reconocerse pecador y saber que todos estamos hechos de la misma pasta. Todos necesitamos de Dios y, al mismo tiempo, todos necesitamos de todos. Sólo con esta actitud de “abnegación” y de sano realismo entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual se hace operativa la misericordia de Dios. Es lo que sucede en la escena del Evangelio de hoy; en ella, la mujer se echa al suelo y lava los pies de Jesús con sus lágrimas, signo de su arrepentimiento, por eso está abierta al perdón de Dios, que se hace efectivo: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”. Es la constante y siempre acertada pedagogía de Dios, como nos muestran sobradamente los Evangelios con la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14); el episodio de Zaqueo (Lc 19,1-10), o el ejemplo de la mujer adúltera (Jn 8,2-11).

Sólo amando a los demás estamos en disposición de recibir el perdón de Dios porque sólo desde el amor y con el amor se perdona desde la raíz, sin fingimientos, ni arreglos, ni pactos, expresión de la filosofía utilitarista del do ut des. Es lo mismo que afirmamos reiteradamente en el Padrenuestro: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. De ahí que Jesús sea tan explícito en la escena del Evangelio de hoy cuando afirma: “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama”.

Amor y perdón se intercambian mutuamente: perdona el que ama hasta dar la vida y ama el que se siente perdonado. Decía Pascal que hay dos clases de hombres, unos justos que se creen pecadores y otros pecadores que se creen justos. La conversión se inicia desde el preciso momento en el que uno se reconoce pecador, encontrándose así en la actitud de fe receptiva en Cristo que salva contra toda esperanza y seguridad humana.

miércoles, 5 de junio de 2013

Décimo domingo del tiempo ordinario

1 Re 17, 17-24: La palabra del Señor en tu boca es verdad.
Gál 1, 11-19: El Evangelio anunciado es por revelación de Jesucristo.
Lc 7, 11-17: Dios ha visitado a su pueblo.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

Son más los motivos de muerte con que nos desayunamos a diario que los motivos de vida. Sólo basta abrir el periódico al levantarnos cada mañana y toparnos en primera plana con noticias de guerras, de terrorismo, de atentados contra la dignidad de los derechos humanos, de explotación infantil, de millones y millones de personas que perecen a causa del hambre… Y así podíamos seguir haciendo un elenco interminable de los pecados sociales que todos los hombres generamos y en los que, parece ser, nos hemos instalado como falsa condición ontológica y como falso camino de realización. Pero estos “pecados de muerte” llevan la semilla de la destrucción y por ello, no sólo no afirman al hombre, sino que lo destruyen sin remedio. Los odios, las divisiones, los rencores, las venganzas, son algunos de sus frutos más nefastos. Como bien indica Jesús, la violencia sólo puede engendrar más violencia, “quien a hierro mata a hierro muere” (Mt 26, 51-53). Así, el hombre está en abierta oposición con su vocación y su destino, con lo que identifica como hombre, esto es, con su ser “imagen de Dios”. En consecuencia, el hombre no se convierte en pastor de la vida porque es servidor y esclavo de la muerte.
Por el contrario, Dios es el viviente y no quiere la muerte del hombre sino que se convierta y viva. Dios es la vida y, por esta razón, ha convocado y ha llamado al hombre para la vida, no para la muerte. Dios ha llamado al hombre a la existencia para que se realice y realice el don maravillo de la vida viviendo conforme a su condición de hijo de Dios. En otras palabras, la vocación del hombre es la vida, no la muerte; es la salvación, no la perdición; es la gracia, no el pecado. Las hermosas lecturas de hoy insisten desde diferentes ángulos en Dios como Señor de la vida, que quiere y desea la salvación del hombre.
Los profetas siempre son anunciadores de la vida de Dios, porque Dios era para ellos la fuente y la meta inagotable de la vida de donde brotaba toda forma de existencia y hacia donde se encaminaba en plenitud como sentido último y pleno. Los profetas anunciaban la vida como el gesto más bello de Dios. Ellos guardaban la suerte de los más desfavorecidos y se empeñaban en su causa. Nunca se cansaban de hacer el bien, de paliar sus desgracias, de satisfacer sus ruegos, de mitigar su dolor.
El Evangelio de hoy es de una gran belleza y ternura. San Lucas nos describe con gran maestría la escena del entierro del hijo de la viuda de Naím, escena que tiene como protagonista indiscutible a Dios, Padre y Señor de la vida y de la misericordia.
Dos procesiones y dos sentidos: a la procesión de muerte que acompaña al joven difunto de Naím se enfrenta la procesión de vida de Jesús y sus discípulos. La vida sale al encuentro del hombre porque Dios, que es la vida, camina pacientemente y sin interrupción a su lado, iluminando de sentido y de alegría todo el horizonte del humano existir. La vida es un don de Dios, por eso no podemos vivir instalados en la cultura de la muerte, negación del mismo hombre en su raíz. La vida es un don y, en consecuencia, hemos de vivir luchando y apostando fuertemente por ella. Jesús es el profeta de la vida, con poder para restituirla como ejercicio salvador lleno de misericordia. Por esta razón el mandato de Jesús es una orden para la vida: “Levántate”. De este modo, deja clara la bondad y la misericordia divinas. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos (cf. Mt 22, 32).
Como cristianos tenemos que vivir con esperanza y preñar de sentido toda la realidad que nos embarga. Frente a la cultura de la muerte, que es la negación manifiesta de Dios, y por tanto la negación palmaria del hombre, los cristianos tenemos que construir la cultura de la vida, afirmación y encarnación vivible de Dios en el mundo y, en consecuencia, afirmación del hombre. ¿Cómo se construye la cultura de la vida? Dos son los modos: afirmando y defendiendo la vida misma, y negando y condenando todo tipo de muerte.
Los cristianos tenemos que denunciar, rechazar y condenar sin reservas ni distinciones sutiles el aborto  -mal endémico y signo de contradicción interna de las sociedades desarrolladas-, porque cuanto más investigan para aumentar la calidad de la vida, más inciden en consolidar la muerte mediante, por ejemplo, las leyes que despenalizan el aborto y la eutanasia. Tenemos que rechazar, igualmente, todo tipo de violencia, como el terrorismo, que tan de cerca lo estamos viviendo y sufriendo. Hemos de decir no a las guerras que actualmente existen en diversos países del planeta, no a la pena de muerte, no, en suma, a la negación del hombre, que es también negación de Dios.

Los cristianos tenemos que apostar fuertemente por el don de la vida, regalo de Dios, afirmarla siempre, nunca negarla. Buen ejemplo de ello están dando nuestros hermanos y hermanas misioneros, vanguardia del amor de Dios a los hombres. Ellos y ellas apuestan fuertemente por la vida en países donde la realidad de la muerte es más palpable, más cruel, más directa. Hablamos de la muerte del hambre, de la muerte de las epidemias, de la muerte de la esclavitud, de la muerte del analfabetismo, de la soledad, orfandad… ellos anuncian al Dios vivo viviendo con sencillez el Evangelio, teorizando poco y actuando más, quizá porque tienen muy en cuenta el dicho popular: “Obras son amores y no buenas razones”, expresión del compromiso de la fe verdadera en Dios; como bien comenta el apóstol Santiago: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? (…) La fe si no tiene obras, ella sola es un cadáver” (2, 14-17).