miércoles, 31 de julio de 2013

Decimoctavo domingo del tiempo ordinario

Eclo 1,2.2, 21-23: Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Col 3, 1-5.9-11: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Lc 12, 13-21: ¿De quién será lo que has acumulado?

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Ya es un tópico afirmar que vivimos en la cultura del tener, cuyo valor al alza es el consumo, y que hemos relegado a un segundo plano la dimensión del ser, valor último en el que se sustenta y fundamenta todo lo humano. Sin embargo, lo tópico no e siempre sinónimo de rutinario, de insulso. hay ocasiones, como la reflexión que nos brinda hoy la Palabra de Dios, en las que la insistencia reiterada y casi <<machacona>> en ciertos temas nos revelan la dirección axiológica de los mismos.

Uno de esos temas <<estrella>>, que recorren de pies a cabeza todos los textos sagrados, es la relación entre el ser y el tener, entre lo espiritual y lo material. Una relación que raras veces ha conseguido el equilibrio, la armonía y la estabilidad. Más bien, el platillo de la balanza se ha inclinado hacia el lado del tener, quizás porque es lo que mejor se ajusta al egoísmo a ultranza que atenaza a todo hombre. es la historia de todos los hombres de todas las épocas sin excepción alguna; es también nuestra historia, la mía y la tuya. Por eso Jesús, que conoce al milímetro toda la historia de las inclinaciones de la naturaleza humana, insiste una vez más en el peligro de las riquezas, como ya lo hiciera en otras ocasiones (cf. Mt 6, 19-21.24-34; 10, 9-10; 19, 16-29).

El sabio autor del libro del Eclesiastés contempla con gran originalidad la vida de los hombres. Desde la atalaya de su actitud crítica observa la vida y concluye su vanidad, es decir, su transitoriedad, su contingencia, su relatividad: la nada y el absurdo de esta nada, que es la vida. Nos está diciendo que la realidad <<contante y sonante>> se impone a nuestros sueños de grandeza; que somos gigantes con pies de barro que caen a tierra al más mínimo revés existencial.

El hombre -aquí nosotros- al final de sus días se ve despojado de lo que cree que es suyo y, sin haberlo disfrutado plenamente, tiene que dejárselo todo al que viene detrás de él. En conclusión, <<todo es vanidad>> y, por consiguiente, se impone la necesidad imperiosa e impelente de cambiar el chip de nuestros intereses y objetivos en la vida. Éste es el marco y el contexto en el que se encuadra la parábola de hoy, traducción del más radical de los materialismos.

Como el rico epulón apuesta y arriesga todo por el tener, por las cosas materiales a las que, como becerro de oro, adora (cf. Éx 32, 1-14), porque cree, ingenuamente, que lo material y sólo lo material le <<asegura>> la vida, sin sospechar, ni siquiera atisbar, que la vida sólo pertenece y es don y regalo de Dios (cf. Mt 6, 25-34). El rico ha invertido totalmente los valores: lo relativo lo convierte en absoluto y lo absoluto en relativo. Dios, el ser, los valores de las personas, hacer el bien, el amor a los demás… no cuenta para él. Es más, para él, esas cosas son, con mucho, sólo mera palabrería. Es por ello por lo que, para este homo rerum, lo único que merece la pena son las riquezas, cumpliéndose en él aquella sentencia de Jesús que puede ser leída en un doble sentido dependiendo de la actitud del sujeto al que se le aplica: <<Donde esté tu tesoro allí estará tu corazón>> (Mt 6, 21).
Mis queridos amigos: hagamos un salto en el tiempo y leamos la parábola con los ojos y la mentalidad de hoy. ¿Se diferencia en mucho el rico de la parábola del tiempo de Jesús con la actitud de vida que en general lleva el hombre de finales del siglo XX y comienzos del XIX? Pienso que no. Si cabe, el rico epulón de hoy supera en vanidad y soberbia al rico de antaño, porque la vanagloria de nuestros tiempos -<<centrífugos>> y <<penúltimos>> en decir de Zubiri- se sumerge en los niveles más profundos de la existencia humana, hasta el punto de que el ansia y la ambición por lo material está secando el corazón del hombre.
Como el rico epulón también nosotros <<aseguramos>> nuestra vida, sólo que de un modo más refinado. los llamados <<seguros multirriesgos>>, en los que se nos asegura todo, incluso nuestra propia muerte, constituyen un buen botón de muestra de obsesión enfermiza por la <<seguridad>> que padece el hombre actual. Nuestros valores más importantes -si es que así pueden ser calificados- son el alto nivel de vida, el lucro, el dinero, la comodidad, el confort, la fiebre de poseer y consumir, el prestigio, el afán de aparentar, el placer hedonista de una sexualidad mal interpretada, la falsa felicidad adquirida mediante las corruptelas, los engaños y un prolongado etcétera.

Pensamos ingenuamente, como el rico de la parábola, que éstos son los únicos argumentos que nos proporcionan felicidad y seguridad. Y de nuevo hemos invertido los valores como el rico epulón. Lo malo es que esta inversión es producto de una fina y sutil filosofía que convierte <<lo bueno>> en un puro idealismo, el amor en un enervado romanticismo, la generosidad en una ilusión infantil. De ahí las frases tan comunes y corrientes que forman parte de nuestro universo conceptual y que reflejan nuestro modo de afrontar la vida. Frases como :<<no seas tonto, aprovéchate de los demás>>, <<ser bueno es una tontería que no sirve para nada>>, <<al que es bueno se lo comen por sopa>>, <<sé realista>>, descalifican los valores de la dimensión del ser por inútiles y ensalzan los contravalores del tener por eficaces. Éste es un problema difícil de hacer ver y comprender al hombre actual, difícil, al mismo tiempo, de que nosotros mismos seamos capaces de verlo.

Frente a esos contravalores de la cultura se alza la apuesta evangélica. La alternativa de Cristo no consiste ni en el afán desmesurado de las riquezas ni en las comodidades de una vida placentera. El sentido único de la vida, su valor supremo, es el amor, esencia misma de Dios (cf. 1 Jn 4,8). Todo lo demás es relativo. por eso, en la tarde de nuestra vida, Dios nos juzgará sobre el amor y nada más que del amor.

En el fondo de su corazón, todo hombre se encuentra con la verdad de sí mismo, que no es otra que ésta: necesita de la vida del espíritu, de todo lo que da sentido pleno, verdadero y permanente a su vida, por que cuando Dios desaparece de su horizonte de proximidad, entonces cae en el abismo profundo de la desesperanza, del absurdo y del sinsentido, porque advierte que no son las cosas las que pueden llenarle el corazón, sino Dios. Las cosas nunca llenan, <<sólo entretienen>>.

Y finalizo con unos versos de Santa Teresa de Jesús que bien pueden servirnos como resumen de nuestra reflexión de hoy y como orientación para nuestra vida:

Nada te turbe
nada te espante.
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Sólo Dios basta.

miércoles, 24 de julio de 2013

Decimoséptimo domingo del tiempo ordinario

Gén. 18,  20-32 Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando
Salm 137 Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste.
Col 2, 12-14  Os vivificó con Cristo, perdonándoos todos los pecados
Lc 11, 1-13   Pedid y se os dará.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El Evangelio de hoy es una prolongación del Evangelio del domingo pasado en el que se nos hablaba de la necesidad fundamental de la oración en nuestra vida. En el Evangelio de este domingo se nos dice cómo tenemos que orar. Los discípulos veían cómo cada día Jesús hacía oración y de ella sacaba las fuerzas para la misión. Esto fue lo que los animó a pedirle al Maestro que los introdujera por los siempre difíciles y sorprendentes caminos de la oración misma. Jesús les enseña la oración más sublime, más rica, más excelente que jamás se haya podido instruir: el Padrenuestro. Analicemos por partes su profundo contenido.

Ante todo, el Padrenuestro nos revela que la estructura íntima de toda oración está determinada por la relación de confianza, de diálogo íntimo, de cercanía con quien sabemos que nos ama, como manifestaba Santa Teresa de Jesús. Dios no es, por tanto, un ser lejano, incomprensible e impenetrable al modo de los antiguos dioses paganos. Dios es Padre, nuestro Padre. Así nos lo enseña Jesús porque esa fue su íntima y personal relación con Dios (cf. Lc 10,21; 22,42; 23, 34-46).

En segundo lugar, la instrucción sobre la oración es, al mismo tiempo, una enseñanza de fe: confiar en el poder y en la fuerza de la oración, garante y aval de la propia vida y testimonio cristiano. La oración es, así, el sello de la autenticidad que garantiza la calidad de nuestras palabras y de nuestras obras. Por eso cuando en la vida cristiana falla la oración, la misma vida cristiana languidece llevando una apariencia de sí misma hasta que al final muere.
En tercer lugar, la estructura interna de la oración nos manifiesta que Dios siempre nos escucha lo mismo que cualquier padre de familia escucha a sus hijos. Dios, en consecuencia, no se hace el sordo, no se desentiende de nuestros problemas. Él sabe de lo que tenemos necesidad antes incluso de que se lo pidamos (cf. Mt 6,8).

Por eso decía muy bien San Agustín que Dios no se deja sorprender, sino que nos sorprende. Dios no se deja ganar en generosidad. Lo importante de toda oración cristiana no es lo que nosotros le pedimos a Dios, sino cuál es la voluntad de Dios en nosotros, en cada uno de nosotros. No se trata de que Dios se atenga a nuestros deseos y voluntad, sino de que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo.

Con todo, la petición es uno de los ejes-fuerzas de la oración porque nos enseña la pedagogía de la perseverancia y de la esperanza en Dios: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama le abren” (Mt 7,7-8). La mentalidad práctica de los ruidos y de las prisas que subyuga y cautiva al llamado homo faber de las sociedades cibernéticas del ya siglo XXI choca frontalmente con el sentido de vida que genera el “saber esperar” en Dios propio de la oración. Y es que sólo los ojos del corazón –que son los ojos de la fe-, están capacitados para descubrir e intuir que el tiempo de Dios no es nuestro tiempo.

Nuestras necesidades son esencialmente de dos tipos, materiales y espirituales, porque vivimos no de sólo pan, sino también “de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Es necesario pedir al Señor el pan de cada día, no en el sentido de que se nos dé todo regalado, sino en el sentido de que no nos falte el trabajo para ganarnos el sustento de cada día (cf. Gén 3,19). Pero también tenemos nuestras necesidades espirituales. Es apremiante, entre ellas, sentir la necesidad de la reconciliación con Dios –perdónanos nuestras ofensas-. Sabemos que Dios siempre nos perdona y nunca nos condena, porque Dios no envió al mundo a su Hijo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3,17). El Señor perdona a pesar del hombre porque es un Padre lleno de ternura (cf. Sal 116). Su misericordia y su perdón son infinitos para los que se convierten a Él (cf. Eclo 7,29). Sin embargo, también sabemos que al pedir al Señor que nos perdone apostillamos: así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. En otros términos, el perdón de Dios en nosotros sólo es efectivo y real cuando nosotros estemos dispuestos a perdonar a quienes nos han ofendido. Si no somos misericordiosos con los demás no podemos tener la osadía de pedir a Dios que lo sea con nosotros. Es el mensaje claro y sin ambages de la parábola del rey y sus empleados (cf. Mt 18,23-34).

Pero la necesidad espiritual más importante que tenemos todos los cristianos es la de pedirle a Dios que no nos deje caer en la tentación. La pregunta que surge de inmediato es saber a qué tipo de tentación se refiere. Y la respuesta es clara. No se trata del cúmulo de las tentaciones comunes de cada día. No. Aquí lo que se ventila es el ser o no ser de nuestra vida, el sentido o la pérdida de nuestra existencia, la realización o el fracaso del proyecto de la realidad humana que nos determina y define. En una palabra: la apuesta de vida por Dios o al margen de Dios. Por ello, la tentación por excelencia de la que queremos que nos libre Dios, no es otra que la tentación adámica de “ser como Dios” (cf. Gén 3,5). Pero, claro, para ser como Dios primero tenemos que derribar a Dios de su trono y después ocuparlo nosotros. Más claramente, para yo ser Dios tengo que matar a Dios. Y a Dios se le “mata” con el olvido y la indiferencia. Es la filosofía del agnosticismo que ha penetrado hasta la médula misma de las sociedades postmodernas. Por tanto, en el Padrenuestro le pedimos a Dios que nos libre de la tentación de sucumbir a la mentalidad de la indiferencia, secular y agnóstica de las sociedades de siempre: de poner a Dios entre paréntesis; de no contar para nada con Dios porque cada uno es dios para sí mismo; de vivir en el compromiso de la fe cristiana, no en su total radicalidad sino de un modo acomodaticio, rayando la hipocresía de vida, la peor de todas las mentiras.

Mis queridos amigos todos, oremos y recemos con más asiduidad. Que no nos cansemos de repetir una y otra vez la oración del Padrenuestro con sentido, con confianza, con sencillez. Y dejemos actuar a Dios que nos conoce hasta el fondo de nuestro corazón y sabe lo que realmente necesitamos y nos conviene.

viernes, 19 de julio de 2013

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Gén. 18,  1-10ª. Señor; no pases de largo junto a tu siervo.
Sal 14  Señor, ¿Quién puede hospedarse en tu tienda?
Col 1, 24-28  El misterio escondido desde siglos, revelado ahora a sus santos. Cristo es para nosotros la esperanza de la gloria
Lc 10,  38-42 Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El texto de San Lucas que nos ha presentado la Iglesia para nuestra reflexión es desconcertante, y más cuando se trata de un texto que es narrado inmediatamente a continuación de la parábola del buen samaritano, a la que hicimos referencia el domingo pasado. En dicha parábola, si recordáis, se vio mal el “pasotismo” tanto del sacerdote como del levita, y muy bien la entrega generosa y sin condiciones del samaritano.

En el Evangelio de hoy, por el contrario, a quien se alaba es a María, que ha abandonado las tareas del hogar precisamente cuando más trabajo hay, pues Jesús y sus discípulos estaban hospedados allí, en casa de su amigo Lázaro, hermano de Marta y de María. Marta está nerviosa porque quiere atender a todos y no da abasto. Sorprendentemente, en medio de este “ir y venir” desasosegado y preocupado, Marta es cariñosamente reprendida por Jesús en vez de recibir su apoyo: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor, y no se la quitarán”.

Esta escena lucana ha originado multitud de debates e ingentes polémicas a lo largo de la historia. Santa Teresa de Ávila, hablando de los padres de la Compañía de Jesús, coetáneos de ella, decía: “En la Compañía hay muchas cabezas perdidas por un activismo excesivo”. Ciertamente, antes como ahora, la vida nos va imponiendo un ritmo tan acelerado y dislocado que nos impide reflexionar sobre el principal sentido de nuestra existencia, que no es otro que la orientación de la vida, la de cada uno, hacia Dios.

Una de las externas tensiones que se ha suscitado y se sigue suscitando en el seno de la Iglesia es la pugna entre la vida activa y la vida contemplativa. Ya en los Hechos de los Apóstoles, muchos cristianos criticaban a otros porque se dedicaban sólo a la oración y a la contemplación (cf. Hch 6,1-2). Lo ideal es armonizar los dos mundos, que no son tan distantes como solemos verlos y sí más compenetrados de lo que imaginamos.

Erich Fromm, uno de los autores modernos que más ha cantado al amor humano, en su bello y profundo libro El arte de amar, llega a decir que para que seamos capaces de darnos a los demás, tenemos que ser capaces también de vivir en nuestro interior horas de soledad; capaces de sentarnos y de sentirnos solos, libres, sin ninguna influencia ajena. Ésta fue la práctica habitual de Jesucristo. Sintetizó y armonizó con maestría y equilibrio exquisito la actividad con la oración (cf. Lc 4,42; 5,16; 6,12-13; 9,18.28; 11,1-4, etc.). De la oración sacaba las fuerzas vitales y el impulso que lo lanzaban a una acción “sin días ni horas”, compleja y difícil.

La vida activa y la vida contemplativa, en consecuencia, no se excluyen sino que se complementan y necesitan. La llamada de Dios a uno de los dos determinados estilos de vida no invalida automáticamente al otro. Así, para las monjas y monjes de clausura por vocación y carisma priman en su vida la contemplación, pero también ejercen su apostolado orando por toda la Iglesia, especialmente por lo que están más metidos en el mundo. Es, al fin y al cabo, su “actividad”, de la que tanto necesita la Iglesia.

Por otra parte, también es necesaria la “actividad de Marta”. La misión que Jesús ha encomendado a su Iglesia está repleta de obras sociales, ejercicios de caridad, evangelización en países de misión, catequesis, etc. De este modo, el cristianismo –como ya hemos apuntado sobradamente en anteriores reflexiones- no es un bello programa de sólo y únicamente “contemplaciones celestiales”, como criticó fuertemente el marxismo. Pero tampoco es un mero y puro activismo descontrolado y descerebrado. El cristianismo es ambas cosas, no yuxtapuestas sino integradas. Tan es así que lo que define y da sentido a la vida activa de la Iglesia es la oración de la vida contemplativa. Recordemos que las “obras” de la Iglesia no son unas obras más al estilo de cualquier institución civil; las “obras” de la Iglesia tienen su génesis en Dios, fuente y autor de la salvación. Por tanto, la Iglesia no tiene otra obra que la obra de Dios. Para llevar a cabo la misión del anuncio de la Buena Noticia de la Iglesia tiene que estar “llena de Dios”; de lo contrario, su decir será más pura palabrería humana que Palabra de Dios y su obrar será más puro obrar humano que obra de Dios. Cuando en la Iglesia ciertos movimientos y teologías se han empeñado a fondo en la labor encomiable de la redención de los pueblos más oprimidos, pero lo han hecho contando más con las estructuras humanas que con el poder de Dios, al final han fracasado estrepitosamente.

Aquí se cumple la exhortación de Jesús a sus discípulos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que sigue conmigo y yo con él es quien da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

Termino con una anécdota del padre Martín Descalzo. En su último libro, El testamento de un pájaro solitario, decía que cuando era niño su madre lo llevó un día a visitar la catedral y mientras él la contemplaba absorto su madre le decía al oído: “Aquí está Dios”. Él no hacía otra cosa que mirar a los altares, a los techos góticos. Entonces le preguntó a su madre: “Mamá, ¿dónde está Dios?”; su madre le volvió a responder: “Dios está aquí, no mires a ningún sitio; éste es un lugar para descubrir a Dios dentro de tu corazón. Dios está en ti mismo”.

Para esto está la oración y la contemplación, para que descubramos que dentro de nosotros mismos somos catedrales y templos donde habita Dios. Cuando por la oración descubrimos la grandeza de nuestra vida, este descubrimiento nos lleva a trabajar sin descanso por el bien de los demás.
Jesús, ayer como hoy y siempre, nos invita al ora et labora, lema de los benedictinos, que debe ser también el nuestro. La oración da sentido a la misión y nos reconforta en las dificultades. La misión es la encarnación viva del amor de Dios a los hombres. De este modo nuestra fe está avalada por nuestras obras y nuestras obras por nuestra vida de fe.

martes, 9 de julio de 2013

Clausura del año escolar 2012-2013 en el Centro María Rivier

El pasado día 13 de abril en el Centro de Promoción, Formación e Integración de la Mujer Inmigrante - María Rivier, cuya actividad patrocina la Fundación Miguel Castillejo, se han clausurado con éxito todos cursos impartidos a lo largo del año 2012-2013: Auxiliar de Geriatría, Auxiliar de Educación Infantil; curso de Cocina Mediterránea, de Cultura General, de Español y de Francés. 

El Centro, con la ayuda de nuestra Fundación trabaja para el fomento de la formación, el empleo y la orientación y la igualdad en el trabajo de la mujer inmigrante en nuestra sociedad, objetivos que se han superado durante este curso nuevamente gracias a la ayuda de los tutores y profesionales de distintas ramas, docentes y voluntarios que trabajan con nosotros. En total, el Centro de Promoción, Formación e Integración de la Mujer Inmigrante - María Rivier ha impartido, durante este curso, clases a más de 380 alumnos de diferentes nacionalidades y se estima que su actividad formativa y de apoyo humano tiene incidencia actual sobre más de 1.000 personas, tanto de forma directa como indirecta. 

El objetivo principal del Centro es preparar a la mujer inmigrante, a través de formación especializada, para poder desarrollar una actividad laboral, sin embargo, dada la situación actual, en la actividad del Centro también participan hombres, jóvenes y niños en las distintas actividades acordes a su edad. La evaluación global del curso ha sido positiva y los resultados pudieron comprobarse en la entrega de diplomas y de certificados del pasado día 13 de abril. Tanto los alumnos como los responsables de los cursos señalaron la importancia de las clases teóricas y el valor de compromiso del profesorado, del mismo modo que han destacado el provecho obtenido y la buena experiencia que han supuesto los periodos de prácticas. 

Cada uno de los cursos se cierra con el deseo de que las alumnas logren desarrollar pronto un puesto de trabajo y su plena integración en nuestra sociedad, también con la esperanza de que el año próximo el desarrollo del curso sea tan productivo para ellas como lo ha sido el de este 2012-2013.

jueves, 4 de julio de 2013

Decimocuarto domingo del tiempo ordinario

Is 66, 10-14: Haré derivar hacia ella, como un río, la paz.
Gál  6, 14-18: Dios me libre de gloriarme, si no es en la cruz de Jesucristo.
Lc 10, 1-12. 17-20: Rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Se me ocurre iniciar las reflexione espirituales de hoy con una frase de uno de los grandes teólogos de este siglo, Karl Barth. El citado personaje decía refiriéndose a los oradores sagrados, que cuando prediquen deberían tener en una mano el Evangelio y en la otra el periódico para iluminar desde el Evangelio lo que sucede en la vida. Cumpliendo este sabio consejo abordamos las lecturas que hoy nos propone la Iglesia.
El Evangelio de San Lucas se centra esencialmente en la misión universal de los setenta y dos de anunciar el Reino de Dios. Son enviados de dos en dos, ¿por qué? Porque Jesucristo, como buen judío, respeta la tradición hebraica en la que se indica que, cuando una persona dice una cosa, su testimonio no tiene valor a no ser que esté acompañado de uno o más testigos que ratifiquen ese testimonio. Así, al mandar Jesús a sus discípulos de dos en dos sabe que su testimonio es digno de crédito.

El Evangelio es una asignatura comprometida, que los discípulos tienen que anunciar en medio de dificultades, sin alforjas ni aprovisionamientos, acogidos a la caridad como <<corderos en medio de lobos>>. Es decir, las dificultades, las persecuciones, la cruz, serán la carta de identidad y autenticidad de su testimonio evangélico. En consecuencia, todos los seguidores de Jesucristo somos convocados por Dios para ser profetas de un nuevo mundo que anuncie los caminos del Señor.

El periódico nos habla de la <<mies>>, es decir, del mundo y de sus cuantiosos e innumerables problemas. Somos enviados al mundo para iluminar desde el Evangelio las realidades humanas y trascenderlas, para imbuir en el corazón del mundo el sentido de dios, tan devaluado y mermado en las realidades humanas, personales y sociales. En suma, somos enviados a un mundo que hace tiempo que firmó el acta de la <<muerte de Dios>>, como proclamara en su tiempo el filósofo alemán D. Nietzsche. Desde entonces, el mundo vive inmerso en una profunda crisis de valores sociales que son, al fin y al cabo, reflejo de la ausencia de los valores personales.

De esta suerte, perdido el norte que le guiaba, el hombre ha entrado en la contradicción de sí mismo negándose a sí mismo, sin mundo, sin Dios y sin sí mismo, en el decir de Zubiri. Por ello, no puede extrañarnos la permisividad en el aborto, la falta de honestidad en el mundo de las relaciones sociales, políticas y económicas. Al estar todo permitido, el hombre pierde su esencia humana para quedarse sólo con el poder de los instintos. El hombre ha muerto.

A este hombre, enfermo de muerte, hay que predicarle que Dios y sólo Dios es la Vida, con mayúsculas; y que Dios y sólo Él llena de sentido la existencia personal y todas las realidades humanas. Dios es el único médico que puede curar nuestros males de desorientación, de ausencia de valores, de pérdida de sentido. Por ello, hay que anunciar el Evangelio a tiempo y a destiempo, con alegría y sin temor, confiando en la fuerza y en el poder de dios, lo cual, ciertamente, no nos sustraerá de la dimensión de la cruz propia, del seguimiento cristiano.

San Lucas nos dice que las condiciones necesarias para el desempeño de la misión son tres. La primera consiste en ser anunciadores de la Palabra, que tiene como origen al Señor de la mies. Dios es el que inicia la obra buena y predispone a la evangelización. En consecuencia, la misión será eficaz siempre que anunciemos a Dios. Conviene reflexionar, por tanto, el porqué de tantos fracasos y abandonos en la misión evangelizadora. ¿No será porque  en lugar de anunciar a Dios nos anunciamos a nosotros mismos, convirtiendo la Palabra de Dios en discurso humano?

La segunda es asumir el riesgo y la persecución, es decir, la cruz que conlleva el seguimiento desde la serenidad interna de la vida, sabiendo de quién nos fiamos, pues Dios sabe de qué tenemos necesidad y en sus manos está nuestra vida (cf. Mt 6, 25-34). Con todo, la tentación puede asaltarnos a dos bandas. Una, poner entre paréntesis la cruz anunciando un Evangelio acomodado a las circunstancias, un Evangelio que no denuncia nada sino que alaba y ensalza. Así, el mensajero se instala cómodamente en medio de una cohorte de aduladores de la que él forma parte, <<convirtiendo la sal en sosa>>, el Evangelio en un discurso retórico. La otra vertiente de la tentación es la actitud opuesta a la primera, esto es, dejarse llevar por la fascinación de la violencia o la imposición a la fuerza del anuncio evangélico. Recordemos aquel pasaje en el que Jesús iba con sus discípulos camino de Jerusalén y mandó a algunos discípulos por delante para que le prepararan alojamiento en una aldea de Samaría, pues estaba agotado del largo camino, y los aldeanos se negaron a recibirlo. En este contexto, Santiago y Juan le propusieron a Jesús: <<Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y acabe con ellos>> (Lc 9, 54). Todo lo contrario, los discípulos deben asemejarse a corderos, esto es, deben ser anunciadores que proponen, nunca imponen. Como acertadamente expresó el papa Pablo VI, <<la fe debe ser propuesta, nunca impuesta>>.

La tercera condición del evangelizador consiste en la vivencia radical de la pobreza. El misionero debe separarse de las preocupaciones y afanes del mundo. Su amor por los enfermos y los pobres ha de ser su único aval; su talante no debe ser el del lobo rapaz, sino el del cordero que se entrega. También esta condición tiene su tentación, que no es otra que convertir la predicación del Evangelio en un negocio y provecho personal, esto es, en buscar los mejores puestos, los más <<rentables>>. Al final, la evangelización acaba siendo un puro mercado y los evangelizadores unos comerciantes de Dios, a ejemplo de los vendedores del templo (cf. Mc 11, 15-19).

Queridos hermanos, pidamos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies; que nos llenemos del espíritu del Señor para que con serenidad, autenticidad y valentía anunciemos su Reino; que siempre tengamos presente que no es nuestra palabra y nuestro discurso el que predicamos sino la Palabra de Dios que nos transforma y empuja a dar testimonio del Evangelio con la entrega de nuestra vida.