miércoles, 30 de enero de 2013

Palabra de Dios: Cuarto domingo del tiempo ordinario


Domingo, 3 de febrero

Texto evangélico:

Jer 1,4-5.17-19: Te nombré profeta de los gentiles. 
1 Cor 12,31-13,13: Lo más grande es el amor. 
Lc 4,21-30: Ningún profeta es bien mirado en su tierra.

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

La historia de Israel, Pueblo de Dios, está trenzada por las desilusiones y los fracasos, por las esperanzas y las alegrías, por su olvido y su búsqueda intensa de Dios. Esta experiencia paradójica fue forjando y afianzando una conciencia y un sentir común como pueblo: sólo Dios es el único Señor, y sólo Él salva. Dios, fiel y misericordioso, siempre cumple sus promesas.

Uno de los personajes más destacados del pueblo de Israel era la figura del profeta, un hombre elegido por Dios para hacer presente en medio del pueblo la Palabra de Dios. Una Palabra, que es como espada de doble filo, cortante e hiriente, purificadora y sanadora (cf. Ez 6,2-3; 12,14; 14,17; 17,21). Por ello, la primera reacción de todo profeta es rechazar de principio la misión, o declararse incapacitado llevarla a cabo, como es, por ejemplo, el caso de Jeremías, quien, ante la vocación y propuesta de Dios de anunciar su Palabra, expone sus trabas: «¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho» (Jer 1,6).

En el fondo, el miedo del profeta no es otro que el conocimiento que tiene de los riesgos que entraña servir y ser fiel a Dios. Riesgos que van desde el menosprecio de sus conciudadanos, pasando por múltiples persecuciones, y desembocando, en ocasiones, en la muerte. ¿Por qué? Porque la verdad es dura y molesta; porque la Palabra de Dios, que es la Verdad, deja al descubierto las intenciones del corazón humano (Lc 2,35), lleno, en ocasiones, de iniquidades y maldades. Si Dios ama la justicia, es misión del profeta anunciarla, a la vez que denunciar las arbitrariedades y situaciones claras de atropellos de los derechos humanos, que son derechos de Dios. Buena cuenta de ello nos dejó, entre otros, el profeta Amós: «¡Ay de los que convierten la justicia en acíbar arrastran por el suelo el derecho! Sé bien vuestros muchos crímenes e innumerables pecados: estrujáis al inocente, aceptáis sobornos, atropelláis a los pobres en el tribunal> (5,7.12).

Igualmente, si Dios ama la verdad, el profeta tiene que denunciar mentira e hipocresía del corazón y de la vida. Y así podíamos continuar haciendo un elenco de los «deberes» que conlleva el profetismo.

Normalmente, los más poderosos son los enemigos de Dios, y, en consecuencia, enemigos del hombre. Ellos son los que afirman las Injusticias y los males sin cuento como normas de vida, obstaculizando así la salvación de Dios en la historia. Por eso, las críticas de los profetas van dirigidas a los reyes, a los políticos de turno, a los ricos hacendados e influyentes en las áreas de poder. Jesús, que conocía bien la «tela que cortaba», advierte a sus discípulos de los peligros que entraña el poder: «Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen» (Mc 10,42-43).

Dios hace surgir a los profetas, a quienes reviste con la fuerza de su Espíritu para que nada ni nadie les arredre; para que sean valientes y proclamen a tiempo y a destiempo la salvación de Dios a quienes la acepten y la perdición a quienes la rechacen.

El pueblo de Israel, a excepción de los anawin, es decir, los pobres que pusieron todas sus expectativas en las promesas de salvación de Dios, abandonó a Dios y se confió a su suerte; por eso, el profeta que hablaba en nombre de Dios y con las exigencias de Dios era un agorero incómodo al que había que eliminar. No así el falso profeta, bien mirado y adulado por los poderosos, porque en realidad no predicaba la Palabra de Dios sino la suya propia, dando como resultado no el alumbramiento de la verdad, sino la consolidación de la mentira.

Con Jesús de Nazaret quedó establecido el Reino de Dios, en consonancia total con las expectativas anunciadas por los profetas. Jesús se presenta y actúa como un profeta, aunque no es un profeta más. Él conocía bien toda la historia del pueblo de Israel y sabía cuál había sido el destino de todos los profetas. Por ello, afirma contundentemente: «Ningún profeta es bien mirado en su tierra». También en Él se repite la historia, pero con una novedad: Jesús es más que profeta, es el Hijo de Dios. La salvación que anuncia se realiza plenamente en Él. De ahí que sus paisanos se admirasen de las palabras que salían de su boca, máxime cuando lo conocían tan bien y conocían, aún mejor, el origen humilde y sencillo de su familia. Por ello, no aciertan a comprender cómo una persona tan insignificante esté tan llena de sabiduría.

Es ésta una sorpresa que desde el comienzo está cargada negativamente por la envidia y la aversión. Sus paisanos no pueden consentir que un «don nadie» viniera a darles lecciones. No entendieron nunca que Dios actúa y se manifiesta en los sencillos para confundir a los fuertes (cf. 1 Cor 1,26-29). Esta aversión aumenta cuando Jesús, sin pelos en la lengua, les dice que el Reino de Dios es para todos los hombres de buena voluntad que se abren al don y a la gracia de Dios, y que, en consecuencia, no es exclusivo del pueblo judío. Es más, que de hecho, los publicanos y los pecadores les llevan ventaja porque han sido los primeros que, al escuchar la Buena Nueva, se han convertido.

Ahora, mis queridos amigos, cabe preguntarnos: ¿Somos profetas o enemigos de los profetas? ¿Recibimos la Buena Nueva como gracia de Dios o, más bien, nos rebelamos contra ella?
El bautismo que un día recibimos nos consagró en la misión del profetismo. Por vocación somos profetas. Todos los cristianos estamos llamados a dar testimonio del Evangelio, insistiendo, como dice el apóstol San Pablo, a tiempo y a destiempo, en circunstancias favorables y en las desfavorables. Esto no es tan fácil; esto cuesta, porque sabemos el riesgo que conlleva. Pero éste, y no otro, es el Evangelio. No admite componendas de ningún tipo. El Evangelio es radical, como radical es su mensaje.

Sucede que un compromiso de esta categoría nos asusta, como asustó a los profetas del pueblo de Israel. Usamos la retórica del lenguaje para convencernos a nosotros mismos de que el anuncio del Evangelio es cosa de otros -los misioneros, las misioneras-; que no es asunto mío. Y en todo caso, para tranquilizar nuestras conciencias, echamos mano de las interpretaciones sibilinas de la Palabra de Dios. Nos quedamos con lo que nos interesa y rechazamos lo que socava los cimientos de la mentira en que está instalada nuestra vida. Por ello, vivimos en una continua paradoja: somos profetas por vocación de Dios, pero enemigos del profetismo por decisión nuestra. Nos decimos cristianos, pero en el fondo seguimos siendo paganos, porque un cristianismo sin profetismo es un cristianismo light, sin sal; y si la sal se desvirtúa, ya no sirve para nada (cf. Mt 5,13).

Mis queridos hermanos, en este domingo la Palabra de Dios nos interpela críticamente y llama con contundencia a las puertas de nuestro corazón. Que le abramos las entradas de nuestra vida de par en par para que nos renueve y nos lime y demos frutos de conversión (cf. Lc 3,8). Que anunciemos el Evangelio con el testimonio sincero, claro y coherente de nuestra vida. De este modo seremos luz del mundo: <<Alumbre también vuestra luz a los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16).

jueves, 24 de enero de 2013

Palabra de Dios: Tercer domingo del tiempo ordinario

Domingo, 27 de enero

Texto evangélico:

Neh 8,2-6: El gozo en el Señor es vuestra fortaleza. 
1 Cor 12,12-30: Hemos sido bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo. 
Le 1,1-4.4,14-21: El Espíritu del Señor está sobre mí. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El texto del Evangelio de San Lucas que hoy nos presenta la Iglesia está constituido por dos capítulos yuxtapuestos. Uno es la introducción al Evangelio lucano, hecha por el mismo San Lucas; el otro alude a los inicios de la vida pública de Jesús, que se circunscriben a su región de origen, Galilea, y a su pueblo natal, Nazaret. Unos inicios que, como ya vimos el domingo pasado en el relato evangélico sobre las bodas de Caná, ponen de manifiesto la grandeza del Redentor y la novedad de su misión salvadora.

Jesús se manifiesta como el Ungido, el enviado de Dios para proclamar el Reino de Dios y su justicia, la salvación real de Dios al hombre. Esta salvación, entendida también como liberación, es integral: abarca a todo el hombre y a todos los hombres. Abarca a todo el hombre, tanto en su dimensión corporal como en su dimensión espiritual, porque el hombre, ni es sólo materia, ni es sólo espíritu. El hombre es la unidad cuerpo-espíritu. El cuerpo es la ventana por donde el espíritu asoma al mundo; el espíritu ennoblece y humaniza el cuerpo, y por ello el ser humano es imagen y reflejo de Dios.

Esto nos está invitando a desterrar de nuestro horizonte cristiano todo tipo de visiones parciales de la salvación que Jesús anuncia y encarna. Dios, ni salva sólo el cuerpo, ni salva sólo el espíritu; salva al hombre entero, de los pies a la cabeza. La salvación es, pues, tanto material como espiritual, ambas al alimón. Por eso, Jesús, lo mismo cura las dolencias físicas que perdona los pecados (cf. Mc 2,1-12).

Quienes convierten la salvación de Dios en una más de las ofertas políticas que tanto proliferan en el mundo actual, en el fondo lo que quieren es salvar al hombre al margen de Dios, sin contar con Dios. El resultado no puede ser otro que un doloroso y estrepitoso fracaso. El hombre, herido desde la raíz por el pecado, es incapaz de salvación. Por su parte, quienes convierten la salvación de Dios en la sola salvación del alma mutilan desde su raíz la salvación misma de Dios, convirtiéndola en un instrumento más de alienación humana.

El Evangelio de hoy es muy claro: Dar la Buena Noticia a los pobres; anunciar a los cautivos la libertad; y a los ciegos, la vista; dar libertad a los oprimidos. La pobreza, la cautividad, la ceguera, de que nos libera Jesucristo, son tanto materiales como espirituales. La evangelización, tarea a la que por vocación estamos llamados todos los cristianos, conlleva el Reino de Dios y su justicia, como ya hemos anotado; trabajar por unas estructuras sociales justas y dignas, en las que todos los hombres se sientan respetados y engrandecidos en su dignidad de personas. Pero evangelizar conlleva también otro tipo de liberación muy olvidado en las sociedades actuales de la opulencia, del consumo y del despilfarro. Me refiero a la liberación del corazón, prisionero del tener. Nuestras sociedades están llenas de cosas, pero las cosas nunca llenan el corazón del hombre. El hombre cuanto más tiene, menos es. Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, triste, a veces, de tanta nostalgia del cielo.

Pero dijimos que la salvación abarca también a todos los hombres sin excepción. Es una salvación universal (cf. Mt 28,19), porque es voluntad de Dios que todos los hombres se salven. Ya es hora, en consecuencia, de ir desterrando las posturas exclusivistas y los falsos privilegios de pensar que Dios nos pertenece sólo a nosotros. Ya es hora de ir desterrando el espíritu farisaico alojado en el fondo de nuestros corazones que nos impide a nosotros entrar en el Reino de los cielos, a la vez que no dejamos entrar a los demás (cf. Mt 23,13). Dios no es un objeto de pertenencia, como son las cosas. Dios no se deja abarcar; es más, nos trasciende, está por encima de nuestros cálculos humanos.

El Reino de Dios exige al creyente un cambio de vida: la conversión del corazón. Como bien dijo Jesús a Nicodemo, para asumir los valores del Reino hay que nacer de nuevo, es decir, hay que nacer del agua y del espíritu (cf. Jn 3,1-8). Es una conversión ad intra y también ad extra, en un camino de ida y vuelta de la persona toda y de todas las personas. Sin una conversión interna, ubicada y radicada en el corazón personal, no es posible una conversión externa, localizada en el corazón social. Cambiaremos la sociedad siempre que hayamos iniciado el camino del cambio en nosotros mismos.

Por ello, uno de los signos inequívocos de que el Reino de Dios no ha calado en nuestras vidas es cuando la confesión de nuestra fe queda descalificada por la manifestación de nuestros hechos; en el fondo, el paganismo está más cerca de cada uno de nosotros de lo que imaginamos y sospechamos.

La irrupción explícita de Jesús en la historia va acompañada de un triple momento: fe, conversión y seguimiento. Aceptar y seguir a Jesucristo supone hacer viva en cada uno de nosotros su obra de liberación: vaciar nuestro interior de todas las cosas de este mundo, para llenarlo de Dios. Bien lo expresó San Francisco de Asís cuando decía: «¡Soy libre! ¡Soy libre! No tengo ningún Señor, sólo sirvo a Dios».

Mis queridos amigos todos, seamos servidores de Dios, única verdad que nos salva y nos libera. Llenemos nuestro corazón de Dios para así conocer la verdad, y la verdad misma nos hará libres (cf. J n 8,32).

martes, 22 de enero de 2013

El Juramento, por Agripín Montilla Mesa


Viernes, 25 de enero | 20,00 horas
Salón de Actos | Fundación Miguel Castillejo

El próximo viernes día 25 de enero a las 20 horas, tendrá lugar en el salón de actos de la Fundación Miguel Castillejo la presentación, en colaboración con la Asociación Cordobesa de Amistad con los Niños y Niñas Saharauis (ACANSA), el libro "El Juramento (al-kasam)", editado por LITOPRESS. El autor, Agripín Montilla Mesa, realizará una detallada exposición de su contenido, interviniendo representantes de la asociación y otras personalidades relacionadas con el entorno en el que se desarrolla esta novela.
Al finalizar el acto, se dedicaran algunos minutos para la firma de ejemplares por parte del autor.


jueves, 17 de enero de 2013

Palabra de Dios: Segundo domingo del tiempo ordinario

Domingo, 20 de enero


Texto evangélico:

Is 62,1-5: Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria. 
1 Cor 12,4-11: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Jn 2,1-11: Haced lo que él os diga.



Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.


Hoy queremos centrar nuestra reflexión en el Evangelio de San Juan, el evangelista teólogo que, como el águila, se remonta a las alturas para poner ante nuestros ojos la hondura y profundidad del misterio de la salvación de Dios realizada en Jesucristo.

La escena que hoy contemplamos es una de las más bellas del cuarto Evangelio, así como de un gran contenido teológico. Es la escena de las bodas de Caná, un pueblecito muy cerca de Nazaret. A esta boda fueron invitados Jesús con sus discípulos y la Virgen María. Participar en un acontecimiento de este género supone compartir con los novios y familiares la alegría que les embarga en esos momentos, alegría que debe ser extrapolable a la misma alegría que penetra y recorre de los pies a la cabeza todo lo cristiano, porque el cristianismo es fiesta, don y gracia. Es salvación, operada por Jesucristo. Teológicamente hablando, en esta escena Jesús aparece como el esposo y la Iglesia es la esposa. La Madre del Mesías prefigura a la Iglesia y los invitados son todos los que pertenecen a ella. El signo del banquete prefigura la Eucaristía como pacto nuevo y fiesta, donde se celebra el convite del amor.

El Evangelio tiene como tema el milagro de la conversión del agua en vino. Un vino distinto, nuevo, mejor que el anterior, de tal modo que el mayordomo llama al novio y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora>. Un vino bueno que, en palabras de San Ireneo de Lyon, es el Evangelio nuevo, el nuevo orden: la novedad del Reino y su mensaje de salvación, que encarna, predica y realiza en plenitud Jesucristo.

Por eso, el mismo San Juan se hace eco en el pasaje de la samaritana (4,1-26) de las consecuencias de la radicalidad de esta novedad: Jesucristo es la Vida Nueva que sacia en plenitud, por eso, el que beba agua que él da, nunca más vuelve a tener sed. En otras palabras, sólo salvación que realiza Jesucristo es posibilitadora de la plenitud de sentido, que el hombre se afana en encontrar. El Evangelio es una novedad, una vida divina regalada por Dios al género humano y no merecida por el hombre.

San Ignacio de Antioquía aborda también la simbología del vino nuevo y nos sumerge en otra de las muchas dimensiones que contiene esta realidad. En efecto, este santo padre nos hace caer en la cuenta de que el agua que se convierte en vino no es un agua cualquiera, sino agua destinada para la purificación que los judíos tenían que realizar antes de tomar alimentos. Así, la conversión está indicando que la salvación plena y definitiva no es la veterotestamentaria, que no rebasa el nivel de las promesas, sino que lo es la salvación de Jesucristo, cumplimiento y personificación de las promesas hechas por Dios a su pueblo. El agua simboliza los antiguos ritos judíos; el vino nuevo es la sangre de Jesucristo, derramada para la remisión de nuestros pecados. El agua no salva; la sangre de Jesucristo, sí. El teólogo Henri de Lubac comenta este episodio y dice: «Jesús convierte el agua de la letra de la ley de de la purificación, en el vino del Espíritu, del amor a Dios en "espíritu y en verdad"».

Para San Bernardo, el milagro de la conversión del agua en vino está demostrando el poder divino en toda su potencia. Pero en este milagro se significa otro cambio, que es también obra del poder de Dios y que es mucho mejor y más saludable para nosotros: todos nosotros hemos sido llamados a las bodas espirituales, en las que Jesucristo, nuestro Señor, es el Esposo.

En este misterio de la salvación no podía faltar la Virgen María, unida indisolublemente al misterio de Cristo, su Hijo, como muy bien nos lo indica el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 53). María es la Madre del Redentor, y, en consecuencia, asociada a la obra de la salvación. Ella coopera con el Hijo en la obra redentora. Éste, y no otro, es el trasfondo teológico que se encierra en el corto, pero profundo e intenso diálogo que se establece entre Jesús y su Madre, a propósito de la falta de vino. María, la Madre, constata y advierte el hecho, es decir, la necesidad humana: «No tienen vino». Jesús recoge esta invitación-petición, respondiendo de un modo enigmático: <<Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora».

La «hora», al entender de los especialistas en Sagradas Escrituras, más que la indicación de un principio de algo, es una categoría teológica que San Juan utiliza para indicar el momento de la plenitud de Jesús: el de su Pasión-Muerte-Resurrección y glorificación junto al Padre. A pesar de todo, la Virgen Madre, con extrema sencillez y dulzura, así como con una gran confianza en el poder de Dios, le dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga». Jesús actúa, y convierte el agua en vino únicamente porque ésa era la voluntad del Padre, que María, desde su silencio y generosidad, acoge en lo profundo de su corazón.

«Haced lo que Él os diga», ¡qué hermosa jaculatoria para que nosotros la pensemos y meditemos muchas veces a lo largo de nuestra vida! Convirtámosla en lema de nuestra vida. Hagamos siempre lo que Cristo nos diga.

Cuando estéis implicados en tramas y problemas casi insalvables, «haced lo que Él os diga». Cuando os encontréis en medio de dificultades insolubles que os torturan y desasosiegan, «haced lo que Él os diga».

miércoles, 9 de enero de 2013

Palabra de Dios: Fiesta del Bautismo del Señor

Domingo, 13 de enero

Texto evangélico:

Lc 3, 15-16: Como el pueblo estaba expectante y andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo, declaró Juan a todos: Yo os bautizo con agua; pero está a punto de llegar el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
Lc 3, 21-22: Todo el pueblo se estaba bautizando. Jesús, ya bautizado, se hallaba en oración, se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.


Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo recogida en Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Celebramos hoy la fiesta del bautismo del Señor. Litúrgicamente ha cambiado el escenario. Las celebraciones del nacimiento de Jesucristo, nuestro Salvador, dan paso a las celebraciones de su misión redentora. El bautismo del Señor señala, precisamente, el inicio de esta misión, que el Padre le encomienda: el anuncio del Evangelio con su palabra y con su vida.

¿Por qué se hace bautizar Jesús por Juan? Nos preguntamos con frecuencia. Es decir, ¿cómo siendo Jesucristo Hijo de Dios es bautizado por Juan el Bautista, que es hijo de hombre? Una pregunta que nos sugiere otra: ¿qué necesidad tenía Jesucristo del bautismo?

Jesucristo, ciertamente, no tenía ninguna necesidad de ser bautizado. El bautismo de Juan era simplemente un signo externo del arrepentimiento y de la conversión del corazón. Todos los que iban a bautizarse con el Bautista habían escuchado su mensaje sobre la necesidad de la conversión, como camino ineludible de preparación para recibir al Mesías. Jesús, en consecuencia, no entra en esta lista de candidatos, y, sin embargo, se hace bautizar por Juan. ¿Qué está indicando este gesto?

La respuesta es clara: Jesús es verdadero hombre, como ya declaró el Concilio de Calcedonia, y, por tanto, es hombre con todas las consecuencias. Es decir, asumió la humanidad en plenitud, y nada de lo humano le fue ajeno, excepto el pecado. Esto quiere decir, mis queridos amigos, que Jesucristo no jugó a ser hombre, sino que inició y completó el arco existencial humano para llevar al hombre a Dios y así llenarlo de sentido. Jesús se pone a la cola de los que van a ser bautizados por Juan no para convertirse, sino para dar ejemplo y convertir a todos al Evangelio con el auténtico bautismo en «Espíritu Santo y fuego».

Pero este gesto encierra también una magnifica lección de humildad. Jesús, el Hijo de Dios, se rebaja a la condición humana y se hace uno de tantos, como muy bien expresa San Pablo en su Carta a los filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos» (2,6-7). Jesús es, así, la encarnación viva de las bienaventuranzas, carta programática de su misión de salvación: el anuncio del Reino. Y es que la salvación nunca puede ser impuesta, sino que siempre ha de ser propuesta desde la sinceridad, generosidad, humildad y sencillez de vida. Son las recomendaciones continuadas que Jesús da a sus discípulos de todos los tiempos.

De todo lo hasta aquí dicho, dos son las lecciones que tenemos que aplicarnos en nuestra vida, mis queridos hermanos. La primera, que a ejemplo de Jesús amemos lo humano, todo lo humano para llevarlo a Dios. Que nos encarnemos en las situaciones realmente difíciles, sin esperanzas, sin salidas humanas, socialmente marginadas, para transformar el llanto en alegría, las desesperanzas en esperanzas, y así salvar y sanar lo que parece perdido.

La mies es mucha, y los obreros pocos, en el decir evangélico, por ello hemos de rogar al dueño de la mies que siga enviando obreros a su mies (cf. Lc 10,2-3). El bautismo nos ha consagrado y comprometido de pies a cabeza con la misión de Jesús de anunciar el Reino a todos los hombres, especialmente a los más necesitados. Ser cristiano y vivir en cristiano es ser humano y vivir en clave humana. Desentenderse de los graves y grandes problemas que acucian un día sí y otro también a muchos de nuestros hermanos, es falsear nuestro compromiso de fe, porque falseamos desde su raíz el Evangelio mismo.

En todas nuestras ciudades de residencia tenemos nuestras “mieses” particulares que atender, esto es, nuestros barrios marginales y marginados, nuestras situaciones sociales injustas. Éste es nuestro real y concreto campo de trabajo. En él tenemos que encarnarnos, para que siendo uno más, podamos sembrar la semilla del Evangelio. Éste fue el ejemplo de Jesús; éste fue el ejemplo de la madre Teresa de Calcuta; éste sigue siendo el ejemplo de tantos y tantos misioneros y misioneras, encarnados en la vanguardia más lacerante de las realidades humanas. Ser cristiano es seguir e imitar a Jesucristo, quien sin dejar de ser Dios se hizo hombre para llevar al hombre a Dios. Los cristianos, a semejanza de Jesucristo, tenemos que llevar Dios al hombre realizándonos plenamente como hombres.

La segunda, que a ejemplo de Jesús anunciemos el Evangelio, no desde la prepotencia sino desde la sencillez de la vida. No con imposiciones sino con proposiciones. No con amenazas sino con mucho amor. El papa Pablo VI, de feliz memoria, decía que “la fe nunca puede ser impuesta, sino que ha de ser propuesta”. Si Dios no fuerza a la salvación, cuánto menos nosotros.

Los cristianos tenemos, pues, la misión de evangelizar, pero la verdad, la transparencia y la sinceridad de nuestro vivir y de nuestro obrar sólo pueden estar avalados por nuestra fe auténtica en Dios. Sin Dios nada podemos.

Por eso, el otro gran mensaje del bautismo del Señor es que seamos oyentes de la palabra: «Éste es mi Hijo amado». Esta palabra del Padre celestial aparece en el episodio de la transfiguración de la siguiente manera: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle”. La acción, que es la evangelización, necesita de la oración. Ésta avala la autenticidad de aquélla, porque la misión de evangelizar no es una obra nuestra, sino de Dios (cf. Hch 5,38-39). Si la convertimos en mera obra y criatura humana, desembocaremos en el puro activismo. No comunicaremos a Dios porque no estamos llenos de Dios. Comunicaremos, con mucho, nuestras palabras huecas y vacías.

En esta fiesta del Bautismo del Señor, pidámosle dos cosas muy sencillas y muy directas: un corazón grande para amar y entregar nuestra vida en favor de los demás y un hondo espíritu de oración. Estos son los dos pilares necesarios para llevar a cabo la vocación de Dios en cada uno de nosotros: la evangelización.

Pongamos nuestros ojos en el Maestro, nuestro modelo supremo, que conjugó la acción con la oración, y por eso su vivir fue un vivir en plenitud: acercó Dios al hombre y llevó al hombre a Dios.

lunes, 7 de enero de 2013

Palabra de Dios

A partir del próximo domingo, la Fundación ofrecerá semanalmente en su página web y en este blog una serie de homilías dadas por don Miguel Castillejo, y que se encuentran recopiladas en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.