miércoles, 30 de enero de 2013

Palabra de Dios: Cuarto domingo del tiempo ordinario


Domingo, 3 de febrero

Texto evangélico:

Jer 1,4-5.17-19: Te nombré profeta de los gentiles. 
1 Cor 12,31-13,13: Lo más grande es el amor. 
Lc 4,21-30: Ningún profeta es bien mirado en su tierra.

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

La historia de Israel, Pueblo de Dios, está trenzada por las desilusiones y los fracasos, por las esperanzas y las alegrías, por su olvido y su búsqueda intensa de Dios. Esta experiencia paradójica fue forjando y afianzando una conciencia y un sentir común como pueblo: sólo Dios es el único Señor, y sólo Él salva. Dios, fiel y misericordioso, siempre cumple sus promesas.

Uno de los personajes más destacados del pueblo de Israel era la figura del profeta, un hombre elegido por Dios para hacer presente en medio del pueblo la Palabra de Dios. Una Palabra, que es como espada de doble filo, cortante e hiriente, purificadora y sanadora (cf. Ez 6,2-3; 12,14; 14,17; 17,21). Por ello, la primera reacción de todo profeta es rechazar de principio la misión, o declararse incapacitado llevarla a cabo, como es, por ejemplo, el caso de Jeremías, quien, ante la vocación y propuesta de Dios de anunciar su Palabra, expone sus trabas: «¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho» (Jer 1,6).

En el fondo, el miedo del profeta no es otro que el conocimiento que tiene de los riesgos que entraña servir y ser fiel a Dios. Riesgos que van desde el menosprecio de sus conciudadanos, pasando por múltiples persecuciones, y desembocando, en ocasiones, en la muerte. ¿Por qué? Porque la verdad es dura y molesta; porque la Palabra de Dios, que es la Verdad, deja al descubierto las intenciones del corazón humano (Lc 2,35), lleno, en ocasiones, de iniquidades y maldades. Si Dios ama la justicia, es misión del profeta anunciarla, a la vez que denunciar las arbitrariedades y situaciones claras de atropellos de los derechos humanos, que son derechos de Dios. Buena cuenta de ello nos dejó, entre otros, el profeta Amós: «¡Ay de los que convierten la justicia en acíbar arrastran por el suelo el derecho! Sé bien vuestros muchos crímenes e innumerables pecados: estrujáis al inocente, aceptáis sobornos, atropelláis a los pobres en el tribunal> (5,7.12).

Igualmente, si Dios ama la verdad, el profeta tiene que denunciar mentira e hipocresía del corazón y de la vida. Y así podíamos continuar haciendo un elenco de los «deberes» que conlleva el profetismo.

Normalmente, los más poderosos son los enemigos de Dios, y, en consecuencia, enemigos del hombre. Ellos son los que afirman las Injusticias y los males sin cuento como normas de vida, obstaculizando así la salvación de Dios en la historia. Por eso, las críticas de los profetas van dirigidas a los reyes, a los políticos de turno, a los ricos hacendados e influyentes en las áreas de poder. Jesús, que conocía bien la «tela que cortaba», advierte a sus discípulos de los peligros que entraña el poder: «Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen» (Mc 10,42-43).

Dios hace surgir a los profetas, a quienes reviste con la fuerza de su Espíritu para que nada ni nadie les arredre; para que sean valientes y proclamen a tiempo y a destiempo la salvación de Dios a quienes la acepten y la perdición a quienes la rechacen.

El pueblo de Israel, a excepción de los anawin, es decir, los pobres que pusieron todas sus expectativas en las promesas de salvación de Dios, abandonó a Dios y se confió a su suerte; por eso, el profeta que hablaba en nombre de Dios y con las exigencias de Dios era un agorero incómodo al que había que eliminar. No así el falso profeta, bien mirado y adulado por los poderosos, porque en realidad no predicaba la Palabra de Dios sino la suya propia, dando como resultado no el alumbramiento de la verdad, sino la consolidación de la mentira.

Con Jesús de Nazaret quedó establecido el Reino de Dios, en consonancia total con las expectativas anunciadas por los profetas. Jesús se presenta y actúa como un profeta, aunque no es un profeta más. Él conocía bien toda la historia del pueblo de Israel y sabía cuál había sido el destino de todos los profetas. Por ello, afirma contundentemente: «Ningún profeta es bien mirado en su tierra». También en Él se repite la historia, pero con una novedad: Jesús es más que profeta, es el Hijo de Dios. La salvación que anuncia se realiza plenamente en Él. De ahí que sus paisanos se admirasen de las palabras que salían de su boca, máxime cuando lo conocían tan bien y conocían, aún mejor, el origen humilde y sencillo de su familia. Por ello, no aciertan a comprender cómo una persona tan insignificante esté tan llena de sabiduría.

Es ésta una sorpresa que desde el comienzo está cargada negativamente por la envidia y la aversión. Sus paisanos no pueden consentir que un «don nadie» viniera a darles lecciones. No entendieron nunca que Dios actúa y se manifiesta en los sencillos para confundir a los fuertes (cf. 1 Cor 1,26-29). Esta aversión aumenta cuando Jesús, sin pelos en la lengua, les dice que el Reino de Dios es para todos los hombres de buena voluntad que se abren al don y a la gracia de Dios, y que, en consecuencia, no es exclusivo del pueblo judío. Es más, que de hecho, los publicanos y los pecadores les llevan ventaja porque han sido los primeros que, al escuchar la Buena Nueva, se han convertido.

Ahora, mis queridos amigos, cabe preguntarnos: ¿Somos profetas o enemigos de los profetas? ¿Recibimos la Buena Nueva como gracia de Dios o, más bien, nos rebelamos contra ella?
El bautismo que un día recibimos nos consagró en la misión del profetismo. Por vocación somos profetas. Todos los cristianos estamos llamados a dar testimonio del Evangelio, insistiendo, como dice el apóstol San Pablo, a tiempo y a destiempo, en circunstancias favorables y en las desfavorables. Esto no es tan fácil; esto cuesta, porque sabemos el riesgo que conlleva. Pero éste, y no otro, es el Evangelio. No admite componendas de ningún tipo. El Evangelio es radical, como radical es su mensaje.

Sucede que un compromiso de esta categoría nos asusta, como asustó a los profetas del pueblo de Israel. Usamos la retórica del lenguaje para convencernos a nosotros mismos de que el anuncio del Evangelio es cosa de otros -los misioneros, las misioneras-; que no es asunto mío. Y en todo caso, para tranquilizar nuestras conciencias, echamos mano de las interpretaciones sibilinas de la Palabra de Dios. Nos quedamos con lo que nos interesa y rechazamos lo que socava los cimientos de la mentira en que está instalada nuestra vida. Por ello, vivimos en una continua paradoja: somos profetas por vocación de Dios, pero enemigos del profetismo por decisión nuestra. Nos decimos cristianos, pero en el fondo seguimos siendo paganos, porque un cristianismo sin profetismo es un cristianismo light, sin sal; y si la sal se desvirtúa, ya no sirve para nada (cf. Mt 5,13).

Mis queridos hermanos, en este domingo la Palabra de Dios nos interpela críticamente y llama con contundencia a las puertas de nuestro corazón. Que le abramos las entradas de nuestra vida de par en par para que nos renueve y nos lime y demos frutos de conversión (cf. Lc 3,8). Que anunciemos el Evangelio con el testimonio sincero, claro y coherente de nuestra vida. De este modo seremos luz del mundo: <<Alumbre también vuestra luz a los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16).

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