jueves, 7 de marzo de 2013

Palabra de Dios: Cuarto domingo de Cuaresma


Domingo, 10 de marzo

Texto evangélico:

Jos 5,9-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua al entrar en la tierra prometida. 
2 Cor 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo. 
Lc 15,1-3.11-32: Este hijo mío estaba perdido y lo hemos encontrado. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.


Una de las parábolas más hermosas, por su delicadeza, ternura y hondo mensaje, es la parábola del hijo pródigo que hoy nos presenta el evangelista San Lucas. Es una parábola de un contenido riquísimo en enseñanzas que vamos a desgranar paso a paso. 

La primera gran enseñanza nos la da el protagonista de esta historia, el padre. Sí, mis queridos amigos, el protagonista es el padre, y no el hijo pródigo. El protagonista es Dios, omnipresente en la historia del hombre. Por eso, más que de la parábola del hijo pródigo, hay que hablar de la parábola de la misericordia del padre. El padre es Dios, que continuamente nos ofrece su gracia, su misericordia y su perdón, frente a las prodigalidades de los hombres. Dios asume lo humano para liberarlo y salvarlo. Sin la gracia que brota del corazón de Dios no hay posibilidad alguna de conversión. El hombre sin Dios no puede nada; con Dios, todo. Ahora podéis entender enteramente por qué el protagonista es el padre. El Señor, como padre bueno y paciente, espera una y otra vez nuestro regreso a la fe. No le importan nuestros desvaríos, sino nuestro arrepentimiento y conversión sinceros. Aquí se cumple una vez más la famosa sentencia de Jesús: <<No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17). 

La segunda gran enseñanza nos la ofrece el hijo pródigo, fiel retrato de buena parte de los cristianos de siempre. Con mucha frecuencia experimentamos la tentación del desánimo, del cansancio, del desencanto de nuestra vida de fe. Nos cansamos de seguir creyendo y apostando por Dios, de ahí que tenga cabida en nuestra mente y en nuestro corazón una pregunta que nos inquieta y tortura: ¿Tiene sentido seguir creyendo en Dios en un mundo que le ha vuelto enteramente la espalda? 

Huimos y nos alejamos de Dios confiando en nuestras propias fuerzas, a la vez que nos echamos en brazos del dios de nuestros caprichos que nos ofrece momentáneas y falsas salvaciones, hundiéndonos cada vez más en el fango de nuestro taimado egoísmo. Así, perdemos el de nuestra vida, su sentido y su respuesta, desembocando en el reino del absurdo, donde no existen los «porqué» y los «para qué», sino la vaciedad más absoluta que convierte la vida humana en un mero y simple «ir tirando». 

Sólo Dios nos realiza. Sólo Dios es plenitud de sentido. Por ello, es necesaria una actitud de permanente arrepentimiento del corazón, que tropieza y cae, pero que con gran elegancia de espíritu sabe levantarse. La conversión es la vuelta a la vida, a la vivencia radical de la fe, a la aceptación gozosa del Evangelio como norma de vida. Es, en suma, la a la casa del Padre, que nunca debimos abandonar. 

Hay un tercer protagonista en esta historia que permanece en un muy secundario, y que es poco o nada comentado. Estamos hablando del hijo mayor, cuyo comportamiento encierra graves y reprobadas enseñanzas. 

El hijo mayor es la encarnación personalizada de los fariseos y maestros de la ley, es decir, de todos aquellos que se creen buenos, satisfechos con su conducta, perfectos en todo. Por eso, no tienen necesidad alguna de conversión. La conversión sólo es necesaria para los pecadores y ellos son. En consecuencia, sólo ellos, los buenos, tienen derechos exclusivos sobre Dios; sólo ellos, los piadosos, tienen derecho a la salvación; los demás, los pecadores, los malos, no tienen derecho a nada. Es la soberbia de la vida que todos, en mayor o menor medida, tocamos con los dedos, porque también para nosotros, lo mismo que para los fariseos, los <<malos» son los otros, la gente, como solemos decir. 

Esta postura es aún más perversa que la del hijo pródigo, porque es la postura de la carencia como norma de vida. Es decir, es la postura en la que jamás ha crecido el sentido de la necesidad y de la gratuidad, y por tampoco ha crecido el amor y la entrega, porque siempre ha estado enraizada en la autosuficiencia, expresión del egoísmo más atroz. 

El hijo pródigo cometió el error de marcharse de la casa del padre, pero tuvo la entereza y la valentía de reconocer su equivocación y volver. El hijo mayor, sin embargo, desde su postura prepotente y arrogante, nunca tuvo necesidad de volver, porque creyó falsamente siempre estuvo en la casa del padre, cuando en realidad nunca entró en ella, porque nunca amó al padre. ¿Puede ser también ésta nuestra propia historia personal? Puede ocurrimos que pensemos que amamos mucho a Dios y en realidad estamos muy lejos de Él. 

Como el hermano mayor, cada cual según su medida, llevamos grabadas en nuestro corazón las marcas del protagonismo, de la fraternidad mal entendida, de la ausencia de un diálogo abierto y constructivo, de la misericordia no practicada, del amor no vivido. No queramos encomendarle la plana a Dios; no convirtamos su gracia en resentimiento; su misericordia en inmisericordia; su perdón en condenación. Todo lo contrario, perdonemos y amemos, porque Dios nos ha perdonado y amado primero (cf. 1 Jn 4,19). 

La parábola de la misericordia del padre es la historia de una relación, la de Dios con los hombres. Dios ofrece a los hombres su misericordia y su perdón, para que éstos reconozcan su culpa. La conversión es, pues, una tarea de cada día. Dios nos llama a la salvación desde el momento en que nos convoca a la existencia. Está en cada uno de nosotros responder a la gratuidad de Dios, trazando sendas de misericordia, salvando escollos de nostalgias, amando intensamente a nuestros hermanos. El camino de la Cuaresma nos induce a la experiencia de Dios, salvador de todos los hombres, porque el proyecto de nuestra propia historia es salvador, a pesar de nuestros pecados. Jesús se hizo pecado para devolver al hombre su dignidad perdida.

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