viernes, 3 de mayo de 2013

Sexto domingo de Pascua


Domingo,  5 de  mayo

Hch 15,1-2.22-29: El Espíritu de Cristo sigue asistiendo a la Iglesia.
Ap 21,10-4.22-23: Me enseñó la ciudad santa.
Jn 14,23-29: El que me ama guardará mi palabra.


Las reflexiones cristianas que nos brinda la lectura de los Hechos de los Apóstoles en este sexto domingo de Pascua giran en torno al proceso de ruptura y de adaptación que en su momento tuvo que hacer el incipiente cristianismo en el mundo judío. 

En efecto, las primitivas comunidades cristianas estaban nutridas por un buen número de judíos conversos, quienes, a pesar de haber abrazado la fe en Jesucristo, seguían con sus costumbres y ritos judíos, queriendo, además, hacerlos extensivos al ámbito de la fe y de la vida cristiana. Fue, una vez más, la encarnación y el vivo reflejo de las posturas dogmáticas e intransigentes que desde siempre anidan en el corazón del hombre, convirtiéndolo en fanático. Esto provocó un serio altercado entre una facción y otra; entre los ultraortodoxos judaizantes y los que entendían que el judaísmo había sido superado por el cristianismo. 

Las preguntas de envergadura que subyacían en el fondo de las disputas que se suscitaron no fueron otras que éstas: ¿De dónde procede realmente la salvación? ¿La producen los ritos y las prácticas religiosas, o bien es un don del Espíritu? Los cristianos judaizantes no entendieron que con Jesucristo se había iniciado la novedad absoluta y definitiva del Reino; que la religión que se fundamentaba en el ritualismo y en innumerables prácticas religiosas, había sido superada por la religión del corazón; que la ley había quedado obsoleta ante la fuerza emergente y vigorosa del amor; que los ritos no salvan, porque ontológicamente son incapaces de ello; sólo el amor del corazón sana y salva, porque Jesucristo es la síntesis del amor y la salvación perfecta de Dios a los hombres. 
La Iglesia es el don de Jesús a todos los hombres. Es una Iglesia universal, abierta a todos los que quieran integrarse en ella. En ella, todos formamos la gran familia de los hijos de Dios. Es, también, una comunidad de salvación y una comunidad de fe, que cree en Jesús como Dios, Señor y Salvador. Y la salvación que ofrece la Iglesia es la misma salvación de Dios, dirigida a todos los hombres que quieran aceptarla. 

En consecuencia, en la Iglesia no caben las intransigencias, ni  los dogmatismos, ni los exclusivismos, porque Dios no hace acepción de personas. Todos los hombres son hijos de Dios; todos pertenecen al Pueblo de Dios; a todos se les oferta la salvación. 

Ésta es la Iglesia de Jesucristo. Con todo, no debemos olvidar nunca que la Iglesia, como bien la calificó San Agustín, es sancta et meretrix; es decir, santa y pecadora. La habita el Espíritu de Dios, pero también está compuesta por hombres de carne y hueso, con sus luces y sus sombras. Por ello, la tentación del dogmatismo y del fanatismo planea como una sombra funesta sobre ella, como planeó sobre las primeras comunidades cristianas. 

No obstante, el Espíritu de Cristo sigue en la Iglesia y con nosotros, enseñándonos y recordándonos lo que Jesús dijo e hizo. Su vida y sus enseñanzas se resumen en el amor. Es, precisamente, este amor el que nos hace vencer lo más difícil: las propias convicciones y las propias posturas ante Dios, ante la vida, ante los demás hombres. No se trata renunciar al propio sistema de pensamiento; no se trata de traicionarse uno a sí mismo rompiendo la propia trayectoria de la vida; se trata de de saber elegir; y saber elegir bien; se trata de estar abierto constantemente a la verdad de Dios, y no tanto de encerrarse uno mismo en la propia verdad; se trata, al fin y al cabo, de superar el estrecho límite de los propios puntos de vista, para, así, ensanchar el horizonte de nuestra visión. Un antiguo proverbio dice que «quien no ve más verdad que su verdad, está ciego». Y así es, en efecto, porque la verdad no se identifica en ningún modo con mi verdad. Mi verdad es una parte de la verdad, o sólo y únicamente una parte; y la parte ni es igual ni se identifica con el todo. 

Una cosa está clara, Dios está por encima de nuestros esquemas mentales, más allá de nuestras intenciones más íntimas y de nuestro mundo particular de entender las cosas. El camino de la fe consiste precisamente en renunciar a nuestros «particularismos» y a nuestras visiones inmediatas para alojarnos en el horizonte universal de Dios, donde no hay otros límites que el infinito. 

La Iglesia ha pasado por muchas vicisitudes y modos de interpretar  la aplicación concreta del Evangelio a lo largo de su dilatada historia, producto todas ellas de su condición humana. En unas épocas primaba más lo individual sobre lo social; en otras, era justamente lo contrario. Hubo tiempos en los que el peligro de perder la identidad hizo temblar los cimientos y las estructuras de la misma Iglesia, por ello tuvo que corregirse a sí misma en no pocas ocasiones. 

Con todo, en medio de este deambular por la historia como a tientas, la Iglesia siempre ha estado asistida, y lo sigue estando, por la fuerza y el don del Espíritu Santo, que es el que le enseña todo y le va recordando todo lo que Jesús dijo. Es el espíritu de la verdad que la guía hacia la verdad suprema. Por ello, la Iglesia es católica, es decir, universal, fraterna. La Iglesia aparece, así, ante el mundo como don de Dios. 

La presencia del Espíritu, animador y consolador alienta su actividad y la conduce a la vivencia del misterio de Cristo. Así, el Espíritu es el alma de la Iglesia. 

Mis queridos hermanos y amigos, pidámosle al Señor Resucitado que la luz de su resurrección ilumine las cegueras de nuestros ojos, de tal modo que veamos con claridad la plenitud de la verdad. Que esta misma luz inunde nuestra mente para que no se encierre en su verdad que la abra a la verdad de Dios.

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