viernes, 8 de noviembre de 2013

Trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario

2 Mac 7,1-2.9-14: El rey del universo nos resucitará para una vida eterna.
2 Tes 2,15-3, 5: Que el Señor dirija vuestro corazón para que améis a Dios.
Lc 20,27-38: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.

Hacia el siglo V a.C., se escribió el Libro de Job, quien no fue tanto un personaje histórico cuanto una tipificación e idealización de la problemática que surge entre la fe y la razón cuando se quiere vivir la vida con coherencia de sentido.

El caso de Job es de todos bien conocido: un hombre muy rico que todo lo pierde en un abrir y cerrar de ojos. Pero como las calamidades nunca vienen solas, a la pérdida de los bienes materiales hay que añadirle el dolor y el daño físico y moral. Esta situación de oprobio y de <<problema total>> hace posible que se plantee y le plantee a Dios el sentido de la vida y de la muerte, hasta el punto de <<exigirle>> a Dios razones que expliquen el porqué y el para qué de la vida misma y de la muerte misma, es decir, razones que expliquen el sentido de todo. Así, Job es el símbolo de esa lucha interior que el hombre de todos los tiempos mantiene con Dios y consigo mismo. Sin embargo, a la envergadura del planteamiento, Job unía la solidez de su confianza en Dios, en quien siempre creyó y esperó.

Job no se conforma con el planteamiento tradicional de su época: que Dios premia a los buenos en esta vida y también castiga a los malos en esta vida. Esa ley no se ha cumplido en él, sino todo lo contrario. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo puede ser que Dios castigue, aparentemente, a los buenos y premie, también aparentemente, a los malos? con Job, el hombre inicia la andadura del problema de la trascendencia que alcanza su explicitación en el libro de la Sabiduría y en el libro de los Macabeos. Precisamente, en éste último se nos narra hoy la escena de los siete hermanos Macabeos que mueren por defender su fe a manos del rey Antíoco IV Epifanes. El planteamiento de los siete hermanos es unánime: mueren a esta vida pero resucitan a la vida eterna. Saben que recibieron la vida de Dios y a Él se la van a entregar en la esperanza de la resurrección.

La tónica no es ya el dicho conformista de Job, <<El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor>> (1,21), sino el aserto gozoso: <<De Dios las recibí [las manos] y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios>>. Así, se consolida poco a poco la creencia que dos siglos antes de Jesucristo ya estaba extendida en el pueblo judío: que los muertos resucitan.

Éste es el telón de fondo que sirve de contexto a la escena del Evangelio de hoy. No obstante, no todos los judíos creían en la resurrección de los muertos. Entre ellos se encontraba el grupo de los saduceos, gente muy rica, muy selecta y muy adicta a la ocupación romana. Con ellos mantiene Jesús una fuerte diatriba. Los saduceos, desde su incredulidad en la resurrección de los muertos, intentan <<cazar>> a Jesús mediante una estratagema. En efecto, en le ljudaísmo existía la llamada ley del levirato, según la cual si un hombre se casaba con una mujer y el hombre moría sin dejar descendencia, el hermano siguiente mayor de edad y soltero tenía que casarse con la viuda para procurar tener descendencia con ella y así perpetuar la memoria de su hermano fallecido. Acogiéndose a esta ley, los saduceos le plantean a Jesús una situación pintoresca: una mujer que se casa siete veces, porque otras tantas han ido muriendo los respectivos maridos y hermanos sin dejarle descendencia. Y aquí viene la pregunta capciosa de los saduceos a Jesús, si es que realmente existe la resurrección de los muertos como el mismo Jesús afirma: <<Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella>>. Jesús, con gran aplomo y personalidad y con una sabiduría infinitamente superior a la de sus enemigos dialécticos, les responde con contundencia que en el cielo nadie se casará. Todos los que hayan sido juzgados <<dignos de la vida futura>> serán como ángeles. Es decir, es una torpeza trasladar a la otra vida los esquemas mentales y las realidades terrenas. San Pablo es muy explícito al respecto: <<Se siembra lo corruptible, resucita lo incorruptible; se siembra lo miserable, resucita lo glorioso; se siembra lo débil, resucita lo fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita el cuerpo espiritual […] Esta carne y esta sangre no pueden heredar el Reino de dios, ni lo ya corrompido heredar la incorrupción>> (1 Cor 15,42-44.50). Pero la revelación principal que Jesucristo les hace a los saduceos es la de evidenciarles que Dios es un Dios de vivos y no de muertos pues de lo contrario Moisés, cuando el episodio de la zarza ardiendo, no habría llamado al Señor: <<Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob>>. Para Dios, dichos personajes están vivos y reinan con Él para siempre. Así, los deja en ridículo.

Mis queridos hermanos y amigos, la conclusión que se saca del Evangelio de hoy es que, después de la muerte, todos nosotros resucitaremos. Nuestro destino será el de Cristo, que murió y resucitó por nosotros, porque, como veíamos el domingo pasado, el Señor es <<amigo de la vida>> (cf. Sab 11,26). Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él.

En este mes de noviembre, mes de ánimas, conviene que reflexionemos más seriamente de lo que lo hacemos en el sentido de nuestra vida, porque en ella encontraremos también el sentido de nuestra muerte. Hemos de vivir con gozo y alegría, con entusiasmo y entrega, con plenitud de sentido, sabiendo por la fe que no todo acaba en la muerte, sino que la muerte es conditio sine qua non para que <<lo corruptible se revista de incorruptibilidad>> y <<lo moral se vista de inmortalidad>>.

Pidamos también por todos nuestros hermanos difuntos que se pasaron de esta vida a la casa del Padre para que, en Dios, hayan encontrado el consuelo definitivo, la dicha de la suprema y total felicidad.

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