miércoles, 16 de abril de 2014

Domingo de Pascua de Resurrección

Hch 10,14.37-43: Dios lo resucitó al tercer día.
Col 3,1-4: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba.
Jn 20,1-9: Él había de resucitar de entre los muertos.

¡Aleluya! Cristo ha resucitado. Vence la vida, vence la luz, vence la gracia, vence la salvación de Dios. Jesucristo es el señor de la vida y de la historia. El pecado y la muerte han sido vencidos para siempre por el poder de Dios, aniquilados por la gloriosa resurrección de Jesucristo. Gocemos y alegrémonos porque en la resurrección de Jesucristo todos hemos resucitado.

La Resurrección de Jesucristo tiene un trasfondo teológico de primera magnitud porque sin ella no se hubiese operado nunca nuestra salvación. Si todo hubiese acabado con la muerte de Jesucristo, nuestras esperanzas serían inútiles y nuestra fe sería vana, una mera ilusión. Así pensaban aquellos contemporáneos de Jesucristo que, ciegos en su corazón, nunca vieron a Dios en Jesús. Sólo vieron a un simple hombre, con todas las debilidades y limitaciones propias de lo humano. Así piensan hoy muchos de nuestros contemporáneos, incluso cristianos, que aceptan al Jesús histórico pero no al Jesús de la gloria. Aceptan que Jesús fue un hombre excepcional, que hizo milagros, que pasó haciendo el bien, que padeció y que murió. Y ya está. Ahora nos queda su memoria y su ejemplo. Es el mensaje de todas las versiones humanistas de Jesucristo: Jesucristo superstar, Jesucristo revolucionario o Jesucristo obrero, por poner sólo algunos ejemplos.

La Resurrección de Jesucristo significa, en primer lugar, que Dios da la razón a Jesús y desamortiza las razones de los hombres. Toda la vida de Jesús –su actitud servicial, su amor y su entrega a los demás, su muerte en cruz- no fue algo inútil o el epítome de un destino fatal. Todo lo contrario. Es el único camino de sentido, de esperanza, de alegría. Dios no defrauda, y por eso, al resucitar a Jesús de entre los muertos, está respaldando toda su trayectoria histórica, en sus dichos y en sus hechos. Dios siempre gana aunque la muerte de Jesús en la cruz aparezca como un fracaso a los ojos humanos.

Su muerte no es el resultado de una visión ni su victoria una ilusión de los suyos. ¿Acaso puede el amor ser vencido por la muerte? Dios no ha muerto, por mucho que quieran proclamarlo las afirmaciones racionalistas de los filósofos que se hunden en el abismo de la incomprensión y en la desesperanza de un hombre sin Dios, un mundo sin creador, un universo al libre albedrío de los poetas de la nada.

En segundo lugar, la Resurrección de Jesucristo significa que la vida humana ha cambiado porque el Resucitado imprime al mundo un nuevo rumbo. Jesús es el Señor de la presencia gloriosa, de la palabra cálida, del encuentro entre amigos; Jesús es la experiencia compartida de la familia, el gesto de la solidaridad, el rostro del amor; Jesús es el Señor de la vida. El hecho de la Resurrección es un canto a la vida misma olvidando las coordenadas de la muerte. Los hombres estamos hechos para la vida, aunque nos empeñemos una y otra vez en mantener la <<cultura de la muerte>>- es decir, el aborto, las guerras, el hambre, las grandes bolsas de pobreza o todo tipo de injusticia-. Jesús es Señor y dador de vida. Él es fuente de vida. Cristo, en cuanto Dios, recapitula toda la historia y el devenir del hombre y nos transforma en personas nuevas.

La Pascua consiste en buscar la vivencia del Señor Resucitado, Señor de la historia y de la vida, vencedor de la muerte. Esto significa que hemos de vivir la vida con una gran dosis de fe, de esperanza y de amor; de fe en Dios y en su Palabra, porque lo mismo que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros; de esperanza confiada en la salvación total de Dios –nuestra vida no es un caminar sin rumbo, tenemos clara nuestra meta, nos ilumina la luz de la Resurrección-; de amor, porque sólo el amor vence al pecado y a la muerte, sólo el amor llena de sentido nuestra vida y sólo el amor es la razón última de nuesrto ser y de nuestro actuar.

La Pascua es una invitación clara, profunda, radical y última a ser testigos de la Resurrección de Jesucristo; esto es, a ser testigos de la alegría, símbolo interno y externo de nuestra fe sin fisuras, de nuestra esperanza de sentido y de nuestro amor pleno. Es una invitación a vivir la dimensión festiva y alegre de la vida. Dios nos ha llamado a la felicidad y la alegría, encarnación visible de la resurrección de Jesús, no para la tristeza, símbolo del pecado y de la muerte.

Mis queridos amigos, la Pascua debe ser una excelente ocasión para hacer el repaso de la infinita serie de alegrías de las que apenas disfrutamos. Alegría porque fuimos llamados a la vida, a la fe, a la filiación divina, al encuentro definitivo con Dios. Demos gracias a Dios.

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