miércoles, 6 de agosto de 2014

Decimonoveno domingo de tiempo ordinario

1 Re 19,9.11-13: Sal y aguarda al Señor, que el Señor va a pasar.
Rom 9,1-5: Quisiera ser un proscrito por el bien de mis hermanos.
Mt 14,22-33: ¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!

El Evangelio de hoy nos sitúa en el centro de la vida de fe, que se traduce en la confianza total y absoluta en Dios, único garante y artífice del fundamento originario de nuestra vida, así como de su sentido último. Éste es el principio, el ideal en el que tenemos que crecer y madurar y al que tenemos que tender como cristianos. Sin embargo, no podemos olvidar nuestra condición de seres históricos, sometidos a las intemperancias y a los vaivenes de nuestras limitaciones humanas. Todo esto es lo que se plantea en el Evangelio que hoy hemos proclamado.

Nuestra vida, bien lo sabemos, como la vida de los apóstoles, navega en un mar, que a veces está en calma, y otras nos hace zozobrar. Es cierto que la fe es un don de Dios al hombre, pero no es menos cierto que el hombre tiene que esforzarse por vivir ese  don y hacer que crezca. Aquí sucede como en la parábola de los talentos, que Dios nos lo da para ponerlos en juego, de lo contrario acabamos por perderlos (cf. Mt 25,14-30). La fe sólo madura si apostamos y arriesgarnos fuertemente. La confianza en Dios sólo es posible si aprendemos a confiar en Él por encima de todas nuestras razones y lógicas humanas. Por eso, la fe es también entrega, abandono en las manos de Dios.

Pero no nos engañemos, creer no es una tarea fácil; tampoco es que sea imposible. Sencillamente, la fe es cuestión de toda la vida, con sus luces y sus sombras, sus certezas y sus dudas. Con todo, no debe importarnos esta situación de tensión permanente. Lo importante es mantenerse fuertes, atentos, vigilantes, sabiendo que el Señor vela por nosotros y nos socorre en todo tiempo y lugar.

Éste es el trasfondo de la escena del Evangelio de hoy. Los discípulos navegan en un mar revuelto, de modo que la barca era constantemente <<sacudida por las olas, porque el viento era contrario>>. En medio de esa confusión, una confusión más, toman a Jesús por un fantasma. Y es que la vida de fe, en sus momentos de incertidumbres existenciales, es un auténtico rompecabezas en el que es difícil encajar las piezas a la primera de cambio, requiriendo, por tanto, de una gran serenidad de ánimo que nos haga ver con claridad meridiana cuál es el lugar exacto para cada pieza.

Jesucristo es la serenidad y la calma, la fuerza y el empuje que necesitamos en los momentos de incertidumbre. Siempre tiene a mano una palabra de confianza y de aliento, de cercanía, que nos devuelve la bonanza de espíritu: <<¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!>> ¿Qué podríamos hacer sin Jesús? Nada, como ya nos indicó: <<Sin mí no podéis hacer nada >> (Jn 15,59. Si la fe no es una relación de confianza con el Señor, ¿qué otra cosa puede ser?

Pero la vida de fe tiene también su signum crucis, su momento de crisis profunda en el que parece que puede más el pecado que hay en nosotros que la gracia de Dios. Es la situación personal de Pedro. En un principio se lanza al encuentro de Cristo, sin tapujos, abiertamente: <<Bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús>>. Son los momentos de euforia de la vida de fe, en los que pensamos, tal vez ingenuamente, que la misma fe es una cuestión casi de andar por casa. Pero pronto vemos que no es así; que la vida de fe es una vida que requiere un gran calado espiritual y una lenta y honda maduración que se forja en el correr de los años, a veces superando muchos baches y crisis; otras, asumiendo muchas incertidumbres.

Pedro se da cuenta de la falta de fundamento de su fe; por eso, al más mínimo revés existencial entra en crisis: <<Le entró miedo>> y <<empezó a hundirse>>. No basta, como bien dice Jesús en el Evangelio, con decir: <<Señor, Señor>>, sino que es necesario cumplir la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). No basta con decir que tenemos fe, sino que hay que vivir y encarnar la fe con todas sus exigencias.

Tener fe es asumir con confianza las paradojas de la vida, por muy fuertes que éstas sean, como son todas las paradojas de la cruz. Tener fe es saber que Dios está, incluso en medio de las tempestades, de las dudas, de las oscuridades. Es saber decir como Pedro: <<¡Señor, sálvame!>>. Tener fe es conjugar y armonizar lo humano con lo divino, el <<Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?>> (Mt 27,469, con el <<Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu>> (Lc 23, 46).

Mis queridos hermanos y amigos, el que se ha lanzado a la aventura de la fe sabe que sólo Cristo tiene <<palabras de vida eterna>. Nadie que en Él confíe quedará defraudado. Por muchas que sean las dificultades, por muchas que sean las dudas que se nos planteen, por muchas, en fin, que sean las crisis y los sinsentidos, Jesucristo siempre está, y, como a Pedro, nos tiende su mano, nos agarra con fuerza y nos salva.

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