viernes, 21 de noviembre de 2014

Último domingo del tiempo ordinario: Jesucristo, Rey del Universo

Ez 34, 11-12.15-17: Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear.
1 Cor 15,20-26.28: Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies.
Mt 25,31-46: Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros.

En este último domingo del año litúrgico celebramos la festividad de Jesucristo Rey del universo. Una fiesta que fue instituida litúrgicamente por Pío XI en el año 1925, aunque en la historia de la Iglesia esta celebración es muy antigua. Así, por ejemplo, en la iglesia de San Martín de Rávena, una de las iglesias bizantinas más bellas que existen, en el centro del techo del ábside está expuesto Jesucristo, sentado en su trono como rey. Debajo de su mano izquierda tiene un libro, el libro de los siete sellos, el libro de la vida, y su mano derecha la tiene en actitud de bendecir. En las iglesias románicas posteriores, esta misma figura del Pantocrátor -Todopoderoso- está expuesta en sus fachadas principales. Por tanto, casi desde los primeros comienzos del cristianismo, Jesucristo fue ensalzado y celebrado como Rey del universo.

Sin embargo, en el Evangelio, la imagen que da el mismo Jesús es un tanto huidiza y alejada de todo título. Jesús es enemigo de que se le considere rey. Sólo en dos ocasiones Jesucristo manifiesta ser rey. Una, cuando Pilato pregunta a Jesucristo si es el rey de los judíos, a lo que Jesucristo contesta afirmativamente en cuanto a la literalidad, no en cuanto a la intención de la pregunta misma, porque las concepciones de Pilato y de Jesucristo sobre el reinado eran diametralmente opuestas. Pilato hablaba en términos humano-políticos; Jesucristo, en términos divino-espirituales: “¿Tú eres el rey de los judíos? (…) Tú lo dices”. (cf. Mt 27,11). “La realeza mía no pertenece a este mundo” (Jn 18,36).
Jesucristo es un rey del dolor y del sufrimiento. No es un rey al modo de los hombres. Por eso, no pierde ocasión para hacer una crítica dura a todo poder y reinado temporal: “¿Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen?” (Mc 10,42). De ahí que su “ser” rey esté definido por el amor, la entrega y la servicialidad: “El que quiera subir, que sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos, porque tampoco el Hijo del Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,43-45).

La segunda ocasión en la que Jesucristo se llama Rey es en el Evangelio que hoy hemos proclamado, en el que solemnemente se nos describe el juicio final. Al final de los tiempos, Jesucristo vendrá sentado en su trono, como rey que va a juzgar a los pueblos y a todas las naciones. A unos los va a situar a su derecha; a otros, a su izquierda. El juicio es severo e inapelable. Es un juicio basado en el amor y en las obras del amor, que son las “obras de misericordia”: “tuve hambre y me disteis de comer, sed y me disteis de beber…”; así como en sus contrarias, las “obras de la inmisericordia”: “tuve hambre y no me disteis de comer, sed y no me disteis de beber”.

Mis queridos amigos y hermanos, Jesucristo no es un rey que aquí en la tierra tiene implantado su reino, sino que nosotros tenemos que estar implantándolo para que se realice su Reino en plenitud y lo disfrutemos y seamos salvos con Él estando a su derecha por toda la eternidad.

En el siglo XIX, cuando tanto se perseguía a la Iglesia desde las filas del liberalismo, León XIII definió a la Iglesia como una especie de sociedad perfecta que está en medio del mundo, sin olvidar su origen y patria celestial. El cristiano, que es miembro de la Iglesia, es, por lo mismo, ciudadano de la tierra y del cielo. El orden temporal y el orden espiritual están convocados a entenderse y complementarse desde el diálogo mutuo, nunca desde la autonomía que el orden temporal pretende sino desde la soberanía superior de la Iglesia, puesto que lo espiritual está por encima de lo temporal.
El Concilio Vaticano II dio un giro copernicano a esta forma de entender la Iglesia como “sociedad perfecta”. No es una sociedad que está “por encima de”, sino “al nivel de”. El Concilio nos ha pedido a todos los creyentes que hagamos presente, acrecentemos e implantemos en la tierra el Reino de Dios, desde el testimonio de la fe, el compromiso de la acción y la entrega sin límites. Por eso, no se trata de transformar el poder temporal desde el poderío de una “sociedad perfecta”, sino desde la humildad de unos cristianos que se sienten y son creyentes y están llamados a la santidad, dando ejemplo, haciendo un mundo más humano y más justo, más cristiano, en una palabra.

Desde esta perspectiva conciliar, tenemos que preguntarnos si Jesucristo reina en nuestras vidas, en la vida de nuestras familias, de nuestro trabajo, de nuestra empresa, etc. También hemos de interrogarnos si trabajamos lo suficiente por que Jesucristo reine. Es decir, si practicamos las obras de la fe, que no son otras que las mismas obras de Dios: si damos de comer al hambriento, de beber al sediento, si vestimos al desnudo, etc.

Nuestra fe es la que nos hace afirmar que Jesucristo es primicia de los muertos, es inicio de la resurrección; que caminamos hacia un final de los tiempos, en que la muerte, el último enemigo, será aniquilada, y, entonces, el Hijo se someterá a Dios. Esto es lo que significa afirmar que Jesucristo es Rey: que desde la fe, Cristo es el centro y el final de la historia humana.


Mis queridos amigos y hermanos, hoy, día de Cristo Rey del universo, le pedimos que su Reino, que es un Reino de gracia, de amor y de paz, se implante sobre la tierra, para que las guerras, el odio y tantos males sin cuento que deshumanizan y degradan al ser humano, cesen definitivamente. Y que Jesucristo Rey del universo reine en los corazones de todos los hombres.

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