martes, 20 de enero de 2015

Tercer domingo del tiempo ordinario

Domingo, 25 de enero de 2015


Jon 3,1-5.10: Los ninivitas se convirtieron de su mala vida.
1 Cor 7,29-31: Las apariencias de este mundo se termina.
Mc 1,14-20: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.


La Iglesia nos presenta en primer plano la lectura de Jonás para llevarnos a una reflexión que gira en torno a la necesidad que tenemos en la vida cristiana de la conversión.
Nínive, ubicada junto al río Tigris –actualmente llamada Mosul, al norte de Irak-, era una ciudad capital del reino de Asiria. En el libro de Jonás se describe como una ciudad inmensa, una verdadera megalópolis que necesitaba de tres días para ser transitada. Jonás, el profeta, es enviado por Dios a esta ciudad enemiga por antonomasia del pueblo judío, por eso rehúye esta encomienda divina. No obstante, pese a su resistencia, Dios le gana la partida. Jonás predica en Nínive y los ninivitas se convierten. El pueblo se reviste de sayal y se recubre de ceniza, ejemplarizando así su <<cambio>> de vida que pone rumbo hacia el corazón mismo de Dios.
Entonces como ahora, el lujo excesivo de unos frente a la solemne pobreza de otros materializan una de las más flagrantes injusticias que asolan nuestro planeta. La Nínive de entonces, enfrascada en el más craso materialismo, llevaba una vida disipada de placeres, de despilfarros, de lucro. Su único Dios era el dinero, horizonte de su esperanza, razón última de su existencia. Entonces como ahora, también existía la paradoja: frente a la desmedida opulencia de Nínive, otros pueblos vivían sumergidos en la más absoluta de las miserias.
También hoy, a propósito de la situación geográfica de la antigua Nínive, hiere nuestra sensibilidad y nos asombra la riqueza de Kuwait, país que supera en veinte veces la renta per capita de los países limítrofes, como por ejemplo Jordania. Esta tremenda injusticia social es la que nos recuerda que el cristianismo no es una religión de <<sacristía>>, sino que está seriamente comprometido con las <<cuestiones sociales>>, producto de las mismas exigencias sociales que tiene el Reino de Dios.
En su primera Carta a los Corintios, el apóstol San Pablo nos apremia a tener en la vida una actitud de desprendimiento de los bienes de la tierra, de ruptura con el lucro y el afán desmedido de posesión.
En efecto, sólo cuando consideramos que <<no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios>> (Mt 4,4), sólo entonces podremos ir avanzando en la inquietud social evangélica que tiene como fin la justicia que brota de la fe y de la esperanza. Aunque el contexto de la Carta paulina es netamente escatológico, -<<la venida del Señores ya inminente>>-, sin embargo es un modo de decirnos que la única verdad es Dios, y en Dios todas las personas humanas, iguales en derechos y en dignidad, porque todos somos hijos de Dios, creados a su <<imagen y semejanza>>.
El Evangelio, la Buena Noticia de Dios a los hombres, es un Evangelio de salvación, en la que no caben ni nuestras absurdas discriminaciones sociales, ni nuestros egoísmos interesados. La salvación de Dios es incompatible con las injusticias de todo tipo. Bien decía E. Fromm que <<es una falsa ilusión la idea de que mientras se comenta la paz, e alienten al mismo tiempo los esfuerzos por el poder y el lucro>>. Sólo en la medida en que Jesucristo sea nuestro lucro, sólo en esa medida estaremos colaborando por la causa de la justicia social, primera exigencia de la paz. Por eso, Pablo VI dijo con acierto que <<la paz es el nuevo nombre del progreso>>.
Ahora bien, esta sensibilidad y compromiso del cristiano por la implantación de la justicia en el mundo sólo es posible desde una profunda conversión personal, la otra reflexión a que nos invitan las lecturas de hoy. Mientras Jesucristo no sea el centro de nuestro corazón, nuestra vida la ocuparán otros <<dioses>> como el dinero, la comodidad, el lujo, los placeres. O Jesucristo lo es todo para nosotros en grado absoluto, o tendremos eternamente un corazón esquizofrénico, dividido entre Dios y el dinero, intentando conjugar inútilmente el amor a Dios y a las riquezas (cf. Mt 6,24); las exigencias de la fe con las más flagrantes injusticias; el Evangelio con los afanes estrictamente humanos. Es lo que en el dicho popular se enciende encender una vela a Dios y otra al diablo. A este propósito Ronsel decía con acierto que <<cuando se mira a Dios desde fuera, como un objeto de conocimiento, sin juventud de corazón, ni inquietud de amor, no se tiene entre las manos otra cosa que un fantasma o un ídolo>>.
Jesús quiere que nuestro corazón sea siempre joven, siendo Él el centro en el cual converge todo nuestro ser, porque en Dios vivimos, nos movemos y existimos, como denota certeramente el apóstol San Pablo. Hay que luchar para buscar y encontrar a Jesucristo. Ésta ha sido la experiencia de los grandes santos de todos los tiempos, que se toman en serio la santidad como proyecto de vida.
Es necesario que este mundo nuestro, tan ahíto de injusticias sociales y de males sin cuento, sea transformado, en primer lugar, desde una fe honda en la justicia y en la paz sociales que brotan del amor entre los hombres y, en segundo término, desde una conversión personal radical de nuestro interior, de nuestra propia conducta, de nuestros comportamientos.
A modo de conclusión, sería bueno tener presente en este tercer domingo del tiempo ordinario las recientes palabras de nuestros obispos cuando nos exhortan a que los católicos no podemos vivir de espaldas a los demás, sino que, frente a nuestro mundo insolidario, injusto, plagado de incoherencias, tenemos que apostar diariamente por la caridad, la justicia, la equidad y la fraternidad. Los demás deben importarnos porque son hijos de Dios, hermanos nuestros. En esto consiste el amor a Dios: en amar de corazón a los hombres. Esto sólo se consigue cuando personalmente vamos purificando y saneando a fondo, por la conversión, nuestra persona.

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