viernes, 10 de abril de 2015

Segundo Domingo de Pascua

Texto bíblico:
Hch 4,32-35: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo.
1 Jn 5,1-6: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios.
Jn 20,19-31: ¡Señor mío y Dios mío!

Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua, tradicionalmente llamado Dominica in albis, por las vestiduras blancas de que se despojaban los neófitos que habían recibido el bautismo en la noche Pascual.
En este tiempo de Pascua, los cristianos comenzaron a llamar <<domingo>> o <<día del Señor>> a un día que todavía en los países germánicos y británicos se sigue llamando como antaño <<día del sol>>, porque Cristo es el sol y la luz que vence todas las tinieblas.
Cuentan las actas martiriales que en la iglesia floreciente de Cartago los cristianos se reunían el domingo para celebrar la Eucaristía. Durante su mandato, el emperador Diocleciano prohibió totalmente estas reuniones de los cristianos. Cuando éstos eran sorprendidos celebrando el <<día del Señor>>, las autoridades romanas les preguntaban a modo de recriminación: <<¿Acaso no sabéis que está prohibido que los cristianos os reunáis el domingo?>>. A lo que los cristianos respondían: <<Nosotros tenemos que celebrar la cena del Señor>>. Los primeros cristianos sentían verdadera necesidad, tenían <<hambre>> de la Eucaristía.
Más tarde, a medida que la Iglesia fue creciendo y el cristianismo con Constantino se convirtió en la religión del estado, la necesidad por la Eucaristía fue decayendo, por eso, en el IV Concilio de Letrán la Iglesia impuso el precepto y la obligación a todos los cristianos de participar semanalmente de la Eucaristía, como memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Con este contexto, pasamos a comentar el Evangelio de hoy.
Jesucristo resucitado se aparece a grupos y a personas distintas con una clara finalidad: que la persona que recibe la visión de Jesucristo resucitado tenga una experiencia de encuentro personal con el Señor de la vida, y, en consecuencia, acreciente su fe. Ésta es la lección que se desprende de todo lo concerniente a la postura inicial y toma de decisión final de Santo Tomás, como muy bien nos lo presenta el evangelista San Juan.
Con respecto al problema de fe de Santo Tomás, hoy, desde las claves de la llamada <<razón instrumental>>, lo calificamos como un problema de cientismo moderno, cuyo postulado y axioma principal es que no hay más fe que la material: <<Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en e lagujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo>>. Sin embargo, aunque ésta fue la postura inicial de Tomás, no lo fue su decisión final, plasmada en una fe de absoluta entrega y fidelidad al Señor: <<¡Señor mío y Dios mío!>>, que durante tantos siglos los cristianos hemos y seguimos repitiendo interiormente como acto de devoción en el momento de la consagración eucarística.
Por otra parte, San Juan nos hace caer en la cuenta del aspecto estructural y organizativo de la naciente Iglesia: los discípulos estaban reunidos. Es decir, la fe no se puede contemplar sólo desde la perspectiva de la persona. Hay que mirarla también desde el horizonte de la comunidad. La fe es un don que Dios da a la persona, sí, pero a la persona en comunidad. El gran pensador cristiano Gabriel Marcel afirma que <<la fe es como una especia de llama o de luz que se transmite de un nosotros a un tú, y de un tú a un nosotros>>. Tomás <<aprendió>> el don de la fe en el seno de la comunidad, de la que en principio discrepa, pero a la que después vuelve, como lugar de encuentro y comunión con el Resucitado.
Si examinamos nuestra propia conciencia, mis queridos hermanos, ¿acaso no tenemos una comunidad de vida y de fe en la base, en el desarrollo y en la madurez de nuestro encuentro con el Resucitado? Es muy importante que seamos conscientes de que la fe no es patrimonio exclusivo mío, sino que es un bien difusivo que Dios nos da para compartirlo con los demás.
Otro texto precioso con que nos deleitan las lecturas de este segundo domingo de Pascua es el de los Hechos de los Apóstoles, que de un modo elegante, gráfico y plástico nos relata sucintamente cómo vivía la Iglesia primitiva. En concreto, se nos dice que <<en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. Lo poseían todo en común>>. Cada cual aportaba según sus posibilidades y recibía según sus necesidades. Este estilo de vida, verdaderamente ejemplarizante, que giraba sobre el eje del amor, contagiaba y convertía a cuantos lo contemplaban. Para los creyentes, su testimonio de vida era su mejor predicación.
Después de veinte siglos de historia, de reformas y ajustes para adaptarse al espíritu de Cristo, la Iglesia sigue mirando fijamente a este texto como paradigma en orden a conjugar mejor su vida con la vida del Señor.
Mis queridos hermanos y amigos, en este segundo domingo de Pascua dos son los compromisos que pueden quedar para nuestra vida de fe, de modo que, como las primeras comunidades cristianas, también nosotros sintamos auténtica <<hambre>> de Dios. Esto significa que tenemos que desechar la rutina de <<ir por obligación a misa>> y el ritualismo de <<oír misa>>, en lugar de <<participar>> de ella. Es verdad que a escala individual podemos sentirnos cerca del Señor, pero también lo es que nos contagiamos unos de otros de nuestras falsas actitudes, indiferencias y frialdad.
El segundo compromiso es que, como Tomás, nos encontremos con el Señor de la vida y vencedor de la muerte, porque éste es el único camino que fortalece y madura la fe. Y sólo de la fe adulta brota el testimonio de vida, de la que tan falto está el mundo de hoy. El testimonio convierte más que mil argumentos racionales, según el dicho evangélico: <<Por sus frutos los conoceréis>> (cf. Mt 7,16). Todo lo podríamos resumir en este acto interior de fe: <<¡Señor mío y Dios mío!>>.

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