domingo, 21 de junio de 2015

Duodécimo domingo del tiempo ordinario

Job 38,1.8-11: Aquí se romperá la arrogancia de tus alas.
2 Cor 5,14-17: El que vive con Cristo es una nueva criatura.
Mc 4,35-40: ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!

La escena del Evangelio de San Marcos que hoy hemos proclamado es, desde el punto de vista realista, una de las más dramáticas de los Evangelios. El evangelista nos cuenta que era y tarde; Jesús había predicado durante todo el día y estaba cansado. Se echó a dormir en la popa de la barca. En esos momentos, reinaba la bonanza en el mar. Pero poco después, inesperadamente, estalló la tormenta. El miedo de apodera de los apóstoles. Y junto a su angustia, Jesús seguía durmiendo. Posiblemente, esto es lo que menos entendían los apóstoles. ¿Cómo podía seguir durmiendo el Maestro en medio de semejante tempestad? ¿Acaso fingía el sueño?
El miedo, por una parte, y la desazón de ver a Jesús durmiendo, por otra, les incita a despertar al Maestre: <<¿No te importa que nos hundamos?>>. No estaban rogando o pidiendo, exigían. La respuesta de Jesús no se hace esperar: calma la tempestad, al mismo tiempo que lanza una fuerte crítica a sus discípulos: <<¿Por qué sois tan cobardes? ¿Es que no tenéis fe?>>.
Si no hubiesen tenido fe, no hubiesen acudido a pedir su ayuda, pero su miedo era más grande que su fe. Habían visto actuar a Jesús curando y sanando, consolando, como Señor de la vida y de la muerte, pero ahora el peligro de su vida les había hecho olvidarse de todo. Así es el hombre.
Tremenda lección la que hoy nos da el Evangelio, que nos conduce irremisiblemente a toparnos de bruces una y otra vez con la sorpresa de Dios, misterio insondable, silencio que es decir.
Nuestra fe, y de esto sabían bien los apóstoles, es una fe existencial, sometida a los avatares de la vida, a los miedos y a las dudas. Una fe probada es una fe robusta y madura. Por eso, no tienen que sorprendernos, ni asustarnos, las tempestades. La fe tiene que ser probada en el crisol de las dificultades, en la cruz.
Pero la inseguridad también nos invade a veces en las zozobras de esta barca que es la Iglesia. Cuando vemos que hay miembros de la Iglesia que se desvían, a veces, de los caminos del Evangelio; que no anuncian ni testifican la fe con entera fidelidad; que se preocupan más por el bienestar material que por el espiritual; entonces, pensamos que Dios está durmiendo, ausente, como si no le importara nada en absoluto que se hunda la barca de Pedro. Por tanto, estar en la Iglesia no equivale a tener una inmunidad total contra la inseguridad y el riesgo en la vida de la fe. Si cabe, la aumenta.
En todo tiempo y en toda época se dan situaciones y hechos que amenazan la vida de fe. Hoy, cuando el más craso antropocentrismo ha hecho virar al hombre hacia un abierto ateísmo, en unos casos, o hacia un refinado agnosticismo, en otros, vivimos la cultura del <<silencio de Dios>>. El planteamiento es tajante: ¿Qué hace Dios ante los desastres naturales: terremotos, inundaciones, catástrofes? Nada. Dios sigue durmiendo. Es decir, Dios parece insensible al sufrimiento humano. Ésta es la respuesta, llana y directa, de los que han apostado definitivamente por la <<muerte de Dios>>, como afirmó crudamente en La peste Albert Camus: <<El hombre es un extranjero sin pasaporte en un mundo glacial>>.
Es un planteamiento que se está colando finamente, y casi sin sentirlo, por las rendijas de las almas de los creyentes. Decimos creer en Dios, sí, pero no acabamos de creérnoslo del todo. nuestra fe suele ser más de mente que de espíritu. Y todo ello porque nos hemos hecho una idea falsa de Dios. Como los apóstoles, vamos a Dios, no a pedirle y rogarle, sino a exigirle. Pero Dios está por encima de nuestros planteamientos, y esto es lo que no acabamos de aceptar. Esto es lo que nos provoca desazón, angustia, irritación, miedo. Queremos un Dios a nuestra medida, como lo quería Job, pero Dios no se deja encasillar. Nos trasciende y supera.
El silencio de Dios no es cruel, ni tampoco indiferente a nuestros problemas, como afirman todos los profetas de la desesperanza. Desde la fe, estamos seguros de que Dios nos habla siempre. Dios hace brotar nuestra ruina la salvación.
Jesucristo nos exhorta a no tener miedo: <<¿Por qué sois tan cobardes?>>. Y se supera con la adhesión fiel a la Palabra de Dios, que es una llamada a la libertad, a la fe más comprometida. Queremos despertar a Dios de su silencio, cuando en realidad, lo que hemos de hacer es despertar nuestra fe.
¡No tengáis miedo! El miedo embota la mente y los sentidos y hace de las personas un juguete en manos de los poderosos. Los hombres de fe tenemos que vencer el miedo, nunca turbarnos o acobardarnos. Jesucristo está con nosotros. Dirijamos esta sencilla plegaria a Dios, que un día compuso Efrén el sirio: <<como la pecadora a la sombra de tu vestido pueda refugiarme y habitar para siempre. Como aquel que en su miedo encontró la fuerza y la curación, cúrame de mis huidas por miedo; que en ti encuentre la fuerza>>.

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