viernes, 16 de octubre de 2015

Vigésimo noveno domingo del tiempo ordinario

Is 53,10-11: Mi siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.
Heb 4,14-16: Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia.
Mc 10,35-45: El Hijo del hombre ha venido para servir y dar su vida en rescate por todos.

Los tiempos que corren no son precisamente muy dados a resaltar los valores del sacrificio, de la solidaridad, de la entrega a los demás. El hombre, enclaustrado en el mundo de sí mismo, va cerrando paulatinamente las puertas de su corazón al mundo del os otros. <<Que cada cual –se dice a sí mismo- arregle sus problemas; bastante tengo yo con ir solucionando día a día mi vida>>. Este hombre ha aprendido muy bien con la filosofía hedonista que proclama que preocuparse de los demás es perder el tiempo. No sirve para nada. Como mucho, sirve para proporcionar más <<mareos de cabeza>>, más problemas añadidos. Este hombre, imbuido hasta la médula de la mentalidad práctica, individualista y egoísta de todo materialismo, ha puesto su corazón en el tesoro del tener, del poseer, que alientan directamente la comodidad, el individualismo, el egoísmo, la insolidaridad. No es extraño que haya caído en desuso el dicho: <<Haz el bien y no mires a quién>>.
Este hombre <<unidimensional>>, según el filósofo Herbert Marcuse, es el que, en cierto modo, están reclamando para sí los doce apóstoles en el Evangelio de hoy. La petición que le hacen a Jesucristo los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, no entiende de entregas, de amor, de dar la vida por los demás. Entiende, más bien, de poder, de fama, de tener. Le piden a Jesús, nada más y nada menos que <<sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda>>. Es decir, algo así como ser los primeros ministros en el Reino de Jesús. Es un deseo que también se oculta en lo más profundo del corazón de los restantes diez apóstoles. La indignación que les provoca tal petición no obedece a una desaprobación de tan infortunada demanda, sino a la rabia que les produce que Santiago y Juan se les hayan adelantado. Es una guerra por ver quién consigue primero los –digámoslo así- <<favores>> del Señor. La respuesta de Jesucristo es tajante y clara: <<No sabéis lo que pedís; ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?>>.
En otros términos, seguir a Jesús implica, cruz, entrega, renuncia, amor hasta el límite. Mal puede uno decir que es cristiano –esto es, seguidor de Jesucristo- y pasar de largo de las situaciones injustas que nuestro mundo genera; de los problemas que lo embargan: pobreza, paro, conflictos sociales, marginación, drogas. Como cristianos hemos de tener claro que los problemas de los demás son también los nuestros. Nuestra misión no es la de ausentarnos del mundo y mirar exclusivamente por nosotros mismos, sino la de redimir al mundo.
Cuando leo este Evangelio, siempre me viene a la memoria la vida de los santos –también cada uno de nosotros estamos llamados a la santidad-, porque todo santo es un grito de Dios en las entrañas de la humanidad, una llamada de atención a nuestra conciencia cristiana dormida, relajada, acrítica, sin sal. Uno de los santos que más me ha impresionado ha sido San Maximiliano Kolbe, aquel franciscano polaco, que en el campo de exterminio de los nazis alemanes, en Auschwitz, cuando iban a ejecutar una venganza entre los prisioneros por la fuga de uno de ellos, se ofreció a morir en lugar del reo, un padre de familia, a quien le había tocado <<en suerte>> tener que morir. Kolbe inmoló su vida por la vida de otro, cumpliendo así la máxima que Jesús nos pide hoy en el Evangelio a todos los que somos sus seguidores: dar la vida por los demás. Es la grandeza y gratuidad del amor sin límites, porque el amor –como bien dijo E. Fromm- <<sólo se tiene, cuando se da>>.
Pero la vida se puede dar de muchas maneras, y no sólo físicamente. Dar la vida fue lo que hizo, por ejemplo, la madre Teresa de Calcuta, para quien no había mayores riquezas que compartir su amor con los más pobres de entre los pobres de la tierra. Ella, como tantos misioneros y misioneras, desgastó su vida, la <<quemó>> entre sus hermanos marginados e ignorados. Dar la vida es lo que hacen tantos cristianos de hoy que consideran suyos los problemas de los demás. Me refiero, entre otros, a las hermanitas de los ancianos desamparados, que con tanto cariño y entrega derraman amor en un mundo de soledades y abandonos; a quienes convierten los tonos grises y oscuros del dolor de los hospitales en ratos llenos de consuelo y esperanza; a los que trabajan en Cáritas, en organizaciones parroquiales, en programas como el proyecto Hombre para reconducir el mundo de la drogadicción, en algún tipo de voluntariado misionero y pastoral en el sector de la educación, de la enseñanza cristiana, de la medicina…
Me refiero, también a todos los que le imprimen a su trabajo de cada día el dinamismo cristiano, intentando ser fermento en medio de la masa, es decir, dando testimonio de Jesucristo, asumiendo, viviendo y actuando desde los parámetros de los criterios y valores evangélicos, nunca desde las proclamas facilonas del materialismo y hedonismo.
Una Iglesia que no se preocupa de los problemas de los hombres; que no está al lado de los débiles, sino de los poderosos; que no profetiza contra los pecados que azotan, sobre todo, a las sociedades desarrolladas –afán de lucro desmedido, corrupción, abuso de poder, explotación, aborto, eutanasia-; que no es misionera, no es evidentemente, la Iglesia de Jesucristo. Igualmente, una Iglesia de los que no se aman tampoco es la Iglesia de Jesucristo. Una Iglesia –y un cristiano- sin amor sería simplemente la gran apostasía, la gran mentira, la gran farsa.
Ser testigos en la sociedad de hoy supone desde luego nadar contra corriente; afrontar los retos de una posmodernidad que vive al día y se ha encaramado en los valores de un materialismo devorador. Hoy, como en otras épocas, se nos pide el testimonio y la entrega de nuestra vida: saber vendar las heridas y acoger y alentar a tantas gentes que han olvidado conjugar el verbo amar.

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