jueves, 10 de marzo de 2016

Quinto domingo de Cuaresma

Is 43,16-21: No penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo.
Flp 3,8-14: Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo. 
Jn 8,1-11: El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.

Hermosa y tremenda lección la que nos da hoy Jesús en el relato evangélico de la mujer adúltera. Los escribas y los fariseos apuestan decididamente por la condena, por la muerte, en cumplimiento estricto de la letra de la ley (cf. Lev 20,10; Dt 22, 22-24). Jesús, en cambio, opta decididamente por el perdón, por la vida, en cumplimiento estricto del espíritu de la ley, porque Dios es el Señor y el Creador de la vida. Ama la vida, no la muerte. Toda la ley y los profetas se resumen en un único mandamiento: el del amor. Y en medio de estas dos opciones, la observación de Jesús fina, elegante y crítica: «El que esté libre de pecado, que la primera piedra». El resultado ya lo sabemos.

Queridos amigos, ésta es la lección que nos da Jesucristo, que Dios nunca condena, y, consecuentemente, siempre salva. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La salvación y la gracia llegan a través de Jesucristo, encarnación y expresión última y definitiva de la misericordia de Dios. Jesús se convierte, así, en verdadero camino de misericordia para el creyente, de ahí que nadie, absolutamente nadie vaya al Padre, si no es por Él, camino, verdad y vida que conduce al hombre hasta Dios (cf. Jn 14,6-7). No en vano, las intervenciones de Jesús con mujeres en el cuarto Evangelio han sido siempre de misericordia. Recordemos, por ejemplo, la escena de Jesús con la samaritana, una pecadora que tuvo hasta cinco maridos (cf. Jn 4,18), a quien Jesús le concede el perdón y el don del agua viva.

Con Jesús la letra de la ley queda superada. Lo importante es el espíritu de la ley, porque la letra mata, mientras el espíritu vivifica (cf. Rom 8). Jesús invita a la mujer a abandonar su pasado de pecado y de muerte y a abrazar su presente lleno de esperanza y de vida. Jesucristo libera a la adúltera de la oscuridad de una vida anterior, recuperándola a la plenitud de la vida, mediante el perdón y la misericordia, con el diálogo del amor: <<¿Quién te ha condenado? Nadie, Señor. Pues yo tampoco te condeno. Vete y no peques más».

San Agustín comenta al respecto: «El Señor responde de modo que salva la justicia sin descuidar la mansedumbre [ ... ] al final quedaron solamente dos, la misericordia de la mujer y la misericordia de Cristo, la una frente a la otra».

La actuación de los hombres es diametralmente opuesta a la de Dios. Las obras de los hombres no son las de Dios. Allí donde Dios pone misericordia y perdón, los hombres ponemos impiedad y condena. Ejemplos los tenemos a puñados en la vida diaria, desde las críticas malévolas y las condenas verbales de los vecinos, de los compañeros y compañeras de trabajo, hasta la difamación y la calumnia de nuestros enemigos políticos. Allí donde Dios pone amor y vida, los hombres seguimos empeñándonos en poner pecado y muerte. El mundo de los hombres se opone al proyecto salvador de Dios, apostando fuertemente por la violencia de todo género, por las guerras sin cuento, por la muerte como antítesis de la vida. Criticamos, litigamos, condenamos y matamos, sin acordarnos de que no estamos libres de pecado; de que todos tenemos que perdonar, porque, a su vez, todos tenemos necesidad del perdón de Dios.

Del corazón de Dios brotan el amor, la paz, la justicia, la verdad, la misericordia, el perdón, la vida. Del corazón del hombre, en cambio, brotan «las malas ideas: inmoralidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfrenos, envidias, calumnias, arrogancias, desatino» (Mc 7, 22-23).

El hombre, ensimismado en sus asuntos terrenos, ha olvidado por completo los valores eternos. O dicho en otros términos, a base de olvidar la trascendencia, ha olvidado también la inmanencia. Ha olvidado tanto los valores divinos como los humanos, permaneciendo insensible al más mínimo resquicio de misericordia y de perdón. Es más, el perdón y la misericordia los interpreta como signos de debilidad humana porque cree que no conducen a ningún sitio. Lo inteligente es situarse frente a los otros desde una posición de fuerza, de firmeza, de intransigencia, como único medio de supervivencia. Es una situación que le está llevando paulatinamente a un callejón sin salida, a un futuro de muerte, sin esperanza y sin ilusiones. Sólo el amor produce esperanza, ilusión, vida. Sólo el amor regenera el corazón del hombre. Sólo el amor es capaz del perdón y de la misericordia, tanto para generarlos como para recibirlos. Por eso, sentencia Jesús: <<.A quien mucho ama, mucho se le perdona» (cf. Lc 7,47).

Mis queridos amigos todos, la Cuaresma es tiempo de salvación y de gracia. Dios nos sale al encuentro y quiere que nos convirtamos a Él; quiere que, como la mujer pecadora del Evangelio de hoy, nos arrepintamos de nuestras miserias e iniquidades internas, y que, como el hijo pródigo, iniciemos el camino de vuelta a la casa del Padre. Y, una vez más, este cambio interno hemos de manifestarlo en nuestros hechos externos.

Abramos también el corazón a la pedagogía de Dios que nos enseña a perdonar, no a condenar; a amar, no a odiar; a vivir, no a morir. Ésta es la única verdad de Dios que nos hace libres (cf. Jn 8,32) para que nuestra libertad en el amor sea a su vez un motivo de esperanza y de salvación para los demás.

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