viernes, 1 de abril de 2016

Segundo domingo de Pascua

Hch 5,12-16: Crecía el número de los creyentes.
Ap 1,9-13.17-19: Yo soy el que vive.
Jn 20,19-31: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.

En paralelismo con el título de un cuadro de Miró, Los personajes de la vida de Cristo, podemos describir otro cuadro cuyo nombre sería: <<Los personajes de la Resurrección de Jesucristo».
El domingo pasado la protagonista fue María Magdalena. Este segundo domingo de Pascua el protagonista es Santo Tomás, un apóstol del que poco sabemos porque poco es lo que nos cuentan de él los Evangelios. Los sinópticos apenas si dicen algo de él; San Juan es un poco más explícito y nos lo presenta en dos escenas; una, cuando Jesús se muestra como camino, verdad y vida (cf. 14,17); otra, la que nos presenta el Evangelio de hoy.
Santo Tomás es símbolo vivo del itinerario existencial de la fe del creyente, porque la fe es una aventura diaria. Cada día tenemos que reafirmar nuestra adhesión y fidelidad a Dios; nunca está todo hecho; nunca hemos llegado «del todo». Tres son las etapas evolutivas del desarrollo de la fe en Santo Tomás, que son también las nuestras.
Primera, es la etapa de la llamada fe racionalista y materialista; dos calificativos que entran en conflicto directo con el sustantivo. Es decir, ni la fe puede ser racionalista, ni mucho menos materialista. No obstante, ésta es la condición singular del hombre; capaz de grandes contradicciones no sólo epistemológicas, sino también ontológicas, vitales, existenciales.
Santo Tomás es el prototipo del creyente cartesiano que quiere convertir, y de hecho convierte, la fe en algo tangible, con datos «contantes y sonantes». Su actitud ante la vida de fe es la del más craso materialismo que no cree en nadie ni en nada, si antes no comprueba in situ el objeto de su fe. En otras palabras, es la actitud que quiere «tocar y ver para creer» sin advertir que Dios, objeto, término y fin de nuestra fe, no una cosa más entre las cosas, expuesta a todo tipo de manipulaciones humanas. Dios, al mismo tiempo que es inmanente a la historia, la trasciende.
Dios es el misterio inabarcable que nos embarga, rodea y supera por todas partes. De Él sólo cabe la aceptación y la acogida en fidelidad y en entrega a su voluntad, nunca la comprensión racionalista, error de los ateísmos de todos los tiempos que niegan a Dios porque el pensamiento no puede abarcarlo. Los razonamientos no nos dan la fe, aunque ayudan a creer a quien quiera creer.
En resumen, en este primer nivel, la fe no pasa de ser acomodaticia, sin riesgos. Es la llamada fe -y aquí está la gran contradicción- la «seguridad absoluta», opuesta al corazón y vida misma de la fe verdadera.
Segunda, es la etapa de la fe como búsqueda serena de Dios, que sale al encuentro del hombre. Atrás queda la imposibilidad de Prometeo. La conquista humana del mundo por medio de la razón no es extensible a Dios. Todos los intentos que han marchado en esta dirección han acabado en el más estrepitoso de los fracasos.
En el proceso de maduración de la vida de fe surge la «duda de la fe», que cuestiona la racionalización de la primera etapa para pasar a una postura de fe más íntima, más personal y más vital. Es la etapa de la fe como búsqueda incesante del Dios de la vida, dando respuestas, no ya cerebrales sino existenciales, a los «porqué» y a los «para qué» humanos. Por eso, es la fe que no pregunta ni inquiere, sino que se abandona en el Misterio, corazón y pulmón de Dios.
Lo que Tomás pretende con la búsqueda, como también lo pretendemos nosotros, es llegar a poseer una fe adulta, madura, responsable, personalizada. Una fe que no se deja llevar y arrastrar por las modas y corrientes al uso, como sucede, en ocasiones, con los pensamientos y movimientos teológicos de última hora, que pretenden ser la verdad última y definitiva. En suma, es una fe firme y segura, como la casa edificada sobre roca (cf. Mt 7,24-27).
Tercera, es la actitud de la fe como encuentro personal con Dios. Toda vez que hemos entrado en el dinamismo de la vida de fe que nos replantea la vida entera, y que nos pone de cara a nosotros mismos y de cara a los demás, el desenlace no puede ser otro que el encuentro con Dios que nos lleva a exclamar con Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Es la fe hecha plegaria y encuentro, oración y súplica. Dios es aceptado como el único absoluto, pero, por encima de todo, Dios es amado como el único Señor de la historia y como el único Señor de nuestra singular y personal historia. A partir de ahora, Tomás, y nosotros con él, no necesitamos de otras alternativas, de otras explicaciones.
Él mismo lo ha «visto» con sus propios ojos. Es decir, él mismo ha tenido la experiencia de Dios, tan personal que es intransferible e incontable; por ello, es experiencia.
Mis queridos amigos, Cristo vive; ha resucitado. Ésta es nuestra fe; ésta es la fe de la Iglesia. La vida venció a la muerte; la luz a las tinieblas; la alegría, al llanto. Estamos celebrando y viviendo un tiempo de gracia, de gratitud, de alegría, porque el Señor, Jesús, ha vencido a la muerte y ha resucitado como primicia de nuestra propia resurrección. El misterio de nuestra fe queda fundamentado en una de las grandes verdades del cristianismo: el amor es más fuerte que la misma muerte.
Como los apóstoles, pidamos al Señor que nos aumente la fe en calidad y con profundidad, para que hagamos de nuestra vida un encuentro permanente, íntimo y personal con quien sabemos que nos ama; con Dios, principio y fin de nuestra vida.

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