jueves, 29 de junio de 2017

Decimotercero de tiempo ordinario

2 Re 4,8-11.14-16: Este hombre de Dios es un santo.
Rom 6,3-4.8-11: Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios.
Mt 10,37-42: El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

Decíamos el domingo anterior que uno de los grandes problemas que azota a nuestras sociedades actuales es su falta de trascendencia y su apuesta total por la inmanencia. Ello origina que se valore el cuerpo y todo lo que entra dentro de su esfera, aparcando y denostando la dimensión del espíritu. Por ello, veíamos que el hombre actual no le teme a la “muerte” del espíritu, y sí a la del cuerpo, en oposición directa al mensaje de Jesús.
En los albores del siglo XXI el hombre anda engolfado en sus asuntos terrenos. Su única mira es la tierra, y sus únicos móviles, los terrenales, que inciden directamente en la así llamada “cultura del cuerpo”, expresión del mimo y del cuidado casi obsesivo que el hombre dedica a su cuerpo: saunas, masajes, diversiones. El lema es fácil: “Todo para el cuerpo, nada para el espíritu”. De estos planteamientos se desprenden las filosofías de vida que vacían de sentido el humano vivir: el hedonismo, el sensualismo, el erotismo y el materialismo. Por eso, no puede extrañarnos que el hombre, y también bastantes cristianos, se afanen en “encontrar” subida, no en “perderla”; en desembarazarse de la cruz, no en abrazarla.
El Evangelio de hoy se sitúa en la misma línea que el del domingo anterior. Jesús vuelve a insistir en qué es lo realmente importante en la vida del hombre: Dios. Por ello, Jesús nos invita a apostar por Él y por su causa, sin ambages ni rodeos. Y lo hace con frases tan lapidarias como éstas: “El que no tima su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará”. Es decir, los parámetros que configuran el seguimiento de Jesús son tres: la totalidad, la radicalidad y la fidelidad en la entrega.
En primer lugar, la totalidad. El seguimiento de Jesús no es compatible con otras opciones. El Reino de Dios exige dedicación plena, porque es el único valor absoluto que nos realiza y llena nuestra vida de sentido. Por eso, Jesús afirma que “el que quiere a su padre o madre más que a mí, no es digno de mí”. No es que Jesús esté condenando el amor a los padres, sino que lo único que trata de poner en claro es que más importante que la familia es el Evangelio. De ahí, el aserto de Jesús: “Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). Ante la llamada insistente de Jesús al seguimiento, los cristianos tendríamos que preguntarnos más a menudo cuáles son nuestros ídolos, nuestros deseos más ocultos, nuestros amores secretos, que están cercenando y minando la totalidad que exige la causa de Jesús.
En segundo lugar, la radicalidad. El seguimiento de Jesús no es compatible con las comodidades de la vida, ni con las medias tintas verdades a medias. La cruz, distintivo de la vida cristiana, supone asumir, y no rehuir, las dificultades, los riesgos y los peligros que entraña el anuncio del Evangelio. La cruz siempre es pesada, por eso hay que llevarla como elemento purificador. Acogerla, abrazarla, transformarla. No eliminarla ni huir de ella. Decía K. Rahner que uno de los mayores obstáculos para aquellos que quieren ser cristianos es la cruz, pero –se pregunta- ¿hay otra forma de serlo? Evidentemente no. Por eso no son cristianos –es decir, seguidores del Señor- quienes han apostado por él, pero puede en ellos más su indolencia que su entrega; su inercia que su entusiasmo; su vida light y muelle que su radicalidad y sinceridad de vida. Sería bueno que cada uno de nosotros, que nos decimos y llamamos cristianos, revisásemos cuáles son nuestras particulares cruces. Si son o no auténticas; y en este caso, si ellas son nuestra señal de identidad.
En tercer lugar, la fidelidad. El seguimiento de Jesús no es compatible con otros seguimientos, como pueden ser nuestros caprichos, nuestros gustos personales, nuestra forma peculiar de aplicarnos el Evangelio en la vida, los slogans de una vida feliz basada sólo en puras cuestione económicas, el vivir de cara a uno mismo sin que nada me importen los demás. Por ello, la fidelidad está estrechamente unida a la totalidad. No se puede compatibilizar la vida cristiana con la permanente esquizofrenia de tener dividido el corazón en tantas partes cuantos deseos y apetencias nacen del mismo corazón. La fidelidad supone la coherencia y trasparencia de vida. Ser un cristiano a carta cabal.
Seguir a Jesús y ser testigos del Evangelio en la sociedad de hoy supone nadar contra corriente;  afrontar los retos de una posmodernidad que vive al día y se ha encaramado en los valores de un materialismo devorador. Jesús nos pide hoy que le sigamos con los cinco sentidos puestos en él, haciendo caso omiso de las llamadas, seducciones y engaños que nos vienen de todo lo que no es el Evangelio: “El que encuentre su vida la perderá”. La vida es un riesgo y un don: estar dispuesto a darla por los demás. Aquí está la clave de toda felicidad, de toda realización personal y de todo sentido humano:”El que pierda su vida por mí, la encontrará”.

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