jueves, 7 de febrero de 2013

Palabra de Dios: Quinto domingo del tiempo ordinario

Domingo, 10 de febrero

Texto evangélico:

Is 6,1-8: Aquí estoy, mándame.
1 Cor 15,1-11: Esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.
Lc 5,1-11: Dejándolo todo, le siguieron.

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Si quisiéramos resumir en pocas palabras las lecturas sagradas que la Iglesia, como en un rico banquete espiritual, nos sirve en este domingo, escogeríamos la llamada vocación del apóstol Pedro: <<Jesús dijo a Simón Pedro: No temas, desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10).

El leif motiv que vertebra las tres lecturas de hoy es una idea central que recorre los Evangelios de principio a fin: el seguimiento de Jesús. Jesús no pasa por ningún sitio sin provocar la llamada al discipulado con todas sus exigencias, como veíamos el domingo pasado respecto de los profetas. Jesús no pasa de largo por nuestra vida, está en ella, nos interpela y nos convoca. Y puesto que de la vocación se trata, el Evangelio nos presenta sus elementos típicos. 

Primero, ante la llamada del Señor, se produce en el hombre una situación de asombro. Pedro y los hijos del Zebedeo pasan de una situación de frustración a otra radicalmente distinta de plenitud: de no haber obtenido ningún resultado en la pesca, a pesar del gran esfuerzo realizado, a culminar todos sus objetivos y expectativas con creces. La actuación de Dios en el acontecer humano provoca asombro y admiración, y es que Dios rompe una y otra vez todos nuestros esquemas y perspectivas. No actúa según nosotros creemos y esperamos. No actúa al modo humano sino al modo divino. 

Pero para asombrarnos hace falta tener la capacidad del asombro mismo. Y esto es lo difícil en nuestro mundo, en el que hemos perdido la sorpresa por todo. Sin esa capacidad estamos ciegos para dejarnos cautivar por Dios. Estamos de vuelta de todo, ¡hasta del mismo Dios! Hemos querido domesticar a Dios, cuando Dios es original e indomable. Con todo, Dios sigue actuando y sorprendiendo, quitando de nuestros ojos los esquemas que nos impiden ver la luz. Dios sigue llamando. 

Sin embargo, la actuación de Dios no tiene por finalidad asombrar o sorprender, sino la de provocar que el hombre tenga confianza total en Él. Es decir, que tenga fe, fundamento que nos sostiene, luz que nos muestra el camino y la puerta por la que entramos. La fe nos da la medida de la sabiduría que Dios nos ha concedido. Por ello, ante el titubeo y la inseguridad humanas, vence la seguridad de la fe en la Palabra de Dios: «Por tu palabra, echaré la red» (Lc 5,5). 

Un segundo elemento es la llamada misma de Jesucristo: «Serás pescador de hombres» (Lc 5,10). Es una llamada personal, única e intransferible: Jesús nos llama a cada uno por nuestro nombre. Pero es también una llamada universal: Jesucristo nos llama a todos los que creemos en Él y en su Palabra para que extendamos el Reino, ya presente en nosotros. Hemos sido llamados por Dios para hacer crecer su Reino sobre las bases del amor, la paz, la misericordia, la justicia. Por esta razón, Dios nos consagra; esto es, nos rehabilita con la fuerza de su Espíritu para realizar la misión de la evangelización.

Toda vocación es una llamada a la alegría del Reino, porque en solidaridad con Jesús y con María, somos escogidos para transformar el mundo viejo, y dar a todo lo existente sentido de Dios. Unos lo harán desde su consagración religiosa o sacerdotal; otros, desde su opción matrimonial. Lo importante no son los medios para realizar la misión, sino la fidelidad a ellos y la misión misma. 

El tercer elemento está en las manos del hombre. Es la respuesta del hombre ante la llamada de Dios: «Ellos, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5,11). La respuesta a Dios exige mucha generosidad y mucha valentía de espíritu. Seguir a Jesús significa dejarlo todo, porque sólo Dios es el único absoluto y, en consecuencia, el único en el que debemos poner nuestro corazón. Por ello, la opción por Dios es total e incondicional de modo que quien ponga la mano en el arado y vuelva la vista atrás no es apto para el Reino de los cielos, porque no se puede servir a Dios y a los propios intereses al mismo tiempo (cf. Mt 6,24). Es importante recordar aquí, como ejemplo práctico para nuestra vida cristiana, la parábola del sembrador (cf. Lc 8,5-8), para saber en qué situación nos encontramos respecto a Dios y a las exigencias que nos plantea. 

El encuentro entre Dios y el hombre presupone tanto la libertad divina como la humana. Es un encuentro en el que la gracia no anula la libertad de la persona, porque en tal caso también quedaría anulada su capacidad de respuesta. La gracia divina invita, susurra, sugiere, penetra hasta el fondo del corazón del hombre, pero sin anular jamás su libertad. Por ello, la respuesta a esa invitación sólo puede ser un acto de entera y absoluta generosidad, que da sentido a la vida toda. Cuando respondemos a Dios, la gracia misma de Dios nos consagra en orden a desempeñar la misión. Es la gracia que acrecienta la fe y la disponibilidad para que hagamos de nuestro amor a los demás la razón última de nuestro existir. 

Dios Padre, con la fuerza de su Espíritu, nos habilita y capacita para que en cada momento de nuestra existencia podamos cumplir el proyecto que nos tiene encomendado a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia. 

Pidámosle al Señor que aumente en cada uno de nosotros la generosidad en la respuesta a su Palabra, para que seamos esa tierra buena que da el ciento por uno; que, como el siervo de la parábola de los talentos, derrochemos todo el amor de que somos capaces, sabiendo que a Dios nadie le gana en magnanimidad; que siempre tengamos el coraje de decir a Dios que sí, como la Virgen María, porque Dios no nos pide imposibles sino realidades; que en todo momento exclamemos: <<No somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer> (Lc 17,10).

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