viernes, 28 de junio de 2013

Decimotercer domingo del tiempo ordinario

1Re 19,16b.19-21: Luego vuelvo y te sigo.
Gál 4, 31-5.1.13-18: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
LC 9, 51-62: El que echa mano del arado y mira atrás, no vale para el Reino de Dios.

 Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Quiero comenzar evocando una cita, quizá desconocida, de un gran personaje de la historia: Napoleón. Tan insigne personaje afirmó: “César Augusto, Alejandro Magno o yo hemos creado los mayores imperios de la tierra, pero como los hemos creado con la fuerza y sólo desde la guerra, la prepotencia y el poder, cuando nos muramos, prácticamente nadie va a ser seguidor nuestro. En cambio, Jesucristo, que fundó un reino basado en el amor y sólo en el amor, ha muerto, y, sin embargo, hoy y siempre y en cualquier momento, hay millones y millones de seres humanos que están dispuestos a dar la vida por su causa”. Napoleón confirma los hechos. Grandes personajes de la literatura, la pintura o la música, por ejemplo, han inscrito sus nombres en las páginas de la historia pero no han creado ningún movimiento de seguidores que estén dispuestos a dar la vida por ese personaje. Sólo Jesús ha conseguido tal hazaña. Y esto es lo que nos sorprende.

En efecto, el Evangelio de hoy nos habla de la fe como opción radical en la vida del cristiano. La llamada de la fe se resume en una sola palabra que es un verbo imperativo: “Sígueme”. La respuesta es sin condiciones. No valen, por tanto, los compromisos a medias, que en el fondo son las peores mentiras. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Mt 6,24), pero no podemos quedarnos con un compromiso light que aparenta ser una cosa y en el fondo es otra. Es el compromiso de la comodidad y de la adaptabilidad, es decir, adapto el Evangelio a mis propias comodidades y conveniencias. Tal forma de proceder es diametralmente opuesta a las exigencias verdaderas que impone Jesús a todo el que quiera ser discípulo suyo y, por tanto, seguirle.

El camino que Jesús plantea a todo el que quiera seguirle es duro y austero, como lo fue el suyo propio: “El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Pero, al mismo tiempo, es un camino que exige una respuesta inmediata y precisa sabiendo que lo prioritario es el Reino de Dios.

Por eso, ante las trabas de los que desean seguirle -permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre, o déjame primero despedirme de mi familia-, Jesús corrige el objeto de lo que es prioritario. No es la familia ni los asuntos y preocupaciones humanos. No, lo único importante, primero y absoluto es el Reino de Dios y su mensaje de salvación. No en vano, es la recomendación que Jesús ya había dado antes a sus discípulos: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). Y, a pesar de todo, aumenta el número de los que quieren ser sus discípulos: “Te seguiré, Señor”. Extraña relación de proporcionalidad que rompe todos nuestros esquemas lógicos: a mayores dificultades, mayor número de adeptos.

La clave puede estar en lo que tantas veces hemos apuntado: sólo el amor llena y da sentido a la existencia. El hombre es un proyecto de amor y si no lo realiza o si no es fiel a él se frustra. Es infeliz. Malogra su vida. El hombre es comunicación y entrega, no soledad y egoísmo. Por tanto, como bien expresa San Pablo en su Carta a los Gálatas, sólo el amor nos hace libres y hace que vivamos en libertad: <<Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado>>, una libertad que es expresión del mandamiento del amor: <<Que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado>>.

Decía E. Fromm que las características del amor madura son la totalidad en la entrega y la generosidad en la renuncia. Y es que un amor en partes y egoísta no es tal amor porque nos esclaviza en lugar de liberarnos. Por ello, como hemos visto, la totalidad y la generosidad sin condiciones son los dos pilares en los que s asientan las exigencias del Reino de Dios. Esto nos lleva, por su propio dinamismo interno, a valorar lo absoluto y a relegar a un segundo plano lo relativo. Lo absoluto es el Reino de Dios y su justicia; lo relativo son nuestras cosas humanas. No perder esta perspectiva es tener claro qué nos exige ser cristianos  de verdad. Pero, tal vez con demasiada frecuencia, perdemos el horizonte de Dios y nos centramos sólo en el horizonte del hombre y por ello seguimos <<mirando atrás>>.

El amor a Dios y a los hermanos, primer y principal mandamiento, ha de ser absoluto. Aquí no valen entregas parciales o a plazos. Seguir a Jesús implica entrega y renuncia absolutas, sobre todo renuncia a nuestras esclavitudes personales, a nuestros apegos humanos, porque todo ello son obstáculos, rémoras, óbices que impiden la expansión del Reino libremente.

Por supuesto, Jesucristo no quiere un cristianismo masoquista ni un cristianismo realmente imposible de cumplir y practicar. Dios no nos pide imposibles. Como en la parábola de los talentos, Dios nos exige conforme a nuestras capacidades (cf. Mt 25, 14-30), ni más ni menos; pero eso sí, que apuremos hasta la última gota de todo nuestro potencial de amor. Teniendo como contexto la filosofía hedonista, propia de las sociedades ricas y desarrolladas como la nuestra, no es nada fácil ser auténticamente cristiano. A veces pueden más en nosotros los placeres del cuerpo, domesticado por las comodidades de la vida, que las exigencias del espíritu que nos azuza a vencernos constantemente a nosotros mismos, a ser sí mismos, a ser únicos, a hacer de nuestra vida un canto al amor, a la generosidad sin límites, al sacrificio a favor de los demás.

Frente a la filosofía de una vida light, el Evangelio nos ofrece una vida seria y profunda, la única que nos realiza como personas y como creyentes. La vida facilona es una vida desperdiciada, insulsa, vacía, sin ideales ni utopías; la persona se busca a sí misma en lugar de entregarse a los demás y malogra su vida. Pero la oferta evangélica lleva hasta el límite todas nuestras capacidades, equilibra –digámoslo así- nuestro ser actual con nuestro ser potencial porque sólo la generosidad nos realiza: <<La esplendidez da el valor a tu persona. Cuando eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, tu persona es miserable>> (Lc 11,34). Así lo entienden los miles y miles de misioneros y misioneras que entregan su vida cada día por la causa de Jesús y el Evangelio.

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