miércoles, 5 de junio de 2013

Décimo domingo del tiempo ordinario

1 Re 17, 17-24: La palabra del Señor en tu boca es verdad.
Gál 1, 11-19: El Evangelio anunciado es por revelación de Jesucristo.
Lc 7, 11-17: Dios ha visitado a su pueblo.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

Son más los motivos de muerte con que nos desayunamos a diario que los motivos de vida. Sólo basta abrir el periódico al levantarnos cada mañana y toparnos en primera plana con noticias de guerras, de terrorismo, de atentados contra la dignidad de los derechos humanos, de explotación infantil, de millones y millones de personas que perecen a causa del hambre… Y así podíamos seguir haciendo un elenco interminable de los pecados sociales que todos los hombres generamos y en los que, parece ser, nos hemos instalado como falsa condición ontológica y como falso camino de realización. Pero estos “pecados de muerte” llevan la semilla de la destrucción y por ello, no sólo no afirman al hombre, sino que lo destruyen sin remedio. Los odios, las divisiones, los rencores, las venganzas, son algunos de sus frutos más nefastos. Como bien indica Jesús, la violencia sólo puede engendrar más violencia, “quien a hierro mata a hierro muere” (Mt 26, 51-53). Así, el hombre está en abierta oposición con su vocación y su destino, con lo que identifica como hombre, esto es, con su ser “imagen de Dios”. En consecuencia, el hombre no se convierte en pastor de la vida porque es servidor y esclavo de la muerte.
Por el contrario, Dios es el viviente y no quiere la muerte del hombre sino que se convierta y viva. Dios es la vida y, por esta razón, ha convocado y ha llamado al hombre para la vida, no para la muerte. Dios ha llamado al hombre a la existencia para que se realice y realice el don maravillo de la vida viviendo conforme a su condición de hijo de Dios. En otras palabras, la vocación del hombre es la vida, no la muerte; es la salvación, no la perdición; es la gracia, no el pecado. Las hermosas lecturas de hoy insisten desde diferentes ángulos en Dios como Señor de la vida, que quiere y desea la salvación del hombre.
Los profetas siempre son anunciadores de la vida de Dios, porque Dios era para ellos la fuente y la meta inagotable de la vida de donde brotaba toda forma de existencia y hacia donde se encaminaba en plenitud como sentido último y pleno. Los profetas anunciaban la vida como el gesto más bello de Dios. Ellos guardaban la suerte de los más desfavorecidos y se empeñaban en su causa. Nunca se cansaban de hacer el bien, de paliar sus desgracias, de satisfacer sus ruegos, de mitigar su dolor.
El Evangelio de hoy es de una gran belleza y ternura. San Lucas nos describe con gran maestría la escena del entierro del hijo de la viuda de Naím, escena que tiene como protagonista indiscutible a Dios, Padre y Señor de la vida y de la misericordia.
Dos procesiones y dos sentidos: a la procesión de muerte que acompaña al joven difunto de Naím se enfrenta la procesión de vida de Jesús y sus discípulos. La vida sale al encuentro del hombre porque Dios, que es la vida, camina pacientemente y sin interrupción a su lado, iluminando de sentido y de alegría todo el horizonte del humano existir. La vida es un don de Dios, por eso no podemos vivir instalados en la cultura de la muerte, negación del mismo hombre en su raíz. La vida es un don y, en consecuencia, hemos de vivir luchando y apostando fuertemente por ella. Jesús es el profeta de la vida, con poder para restituirla como ejercicio salvador lleno de misericordia. Por esta razón el mandato de Jesús es una orden para la vida: “Levántate”. De este modo, deja clara la bondad y la misericordia divinas. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos (cf. Mt 22, 32).
Como cristianos tenemos que vivir con esperanza y preñar de sentido toda la realidad que nos embarga. Frente a la cultura de la muerte, que es la negación manifiesta de Dios, y por tanto la negación palmaria del hombre, los cristianos tenemos que construir la cultura de la vida, afirmación y encarnación vivible de Dios en el mundo y, en consecuencia, afirmación del hombre. ¿Cómo se construye la cultura de la vida? Dos son los modos: afirmando y defendiendo la vida misma, y negando y condenando todo tipo de muerte.
Los cristianos tenemos que denunciar, rechazar y condenar sin reservas ni distinciones sutiles el aborto  -mal endémico y signo de contradicción interna de las sociedades desarrolladas-, porque cuanto más investigan para aumentar la calidad de la vida, más inciden en consolidar la muerte mediante, por ejemplo, las leyes que despenalizan el aborto y la eutanasia. Tenemos que rechazar, igualmente, todo tipo de violencia, como el terrorismo, que tan de cerca lo estamos viviendo y sufriendo. Hemos de decir no a las guerras que actualmente existen en diversos países del planeta, no a la pena de muerte, no, en suma, a la negación del hombre, que es también negación de Dios.

Los cristianos tenemos que apostar fuertemente por el don de la vida, regalo de Dios, afirmarla siempre, nunca negarla. Buen ejemplo de ello están dando nuestros hermanos y hermanas misioneros, vanguardia del amor de Dios a los hombres. Ellos y ellas apuestan fuertemente por la vida en países donde la realidad de la muerte es más palpable, más cruel, más directa. Hablamos de la muerte del hambre, de la muerte de las epidemias, de la muerte de la esclavitud, de la muerte del analfabetismo, de la soledad, orfandad… ellos anuncian al Dios vivo viviendo con sencillez el Evangelio, teorizando poco y actuando más, quizá porque tienen muy en cuenta el dicho popular: “Obras son amores y no buenas razones”, expresión del compromiso de la fe verdadera en Dios; como bien comenta el apóstol Santiago: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? (…) La fe si no tiene obras, ella sola es un cadáver” (2, 14-17).

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