viernes, 19 de julio de 2013

Decimosexto domingo del tiempo ordinario

Gén. 18,  1-10ª. Señor; no pases de largo junto a tu siervo.
Sal 14  Señor, ¿Quién puede hospedarse en tu tienda?
Col 1, 24-28  El misterio escondido desde siglos, revelado ahora a sus santos. Cristo es para nosotros la esperanza de la gloria
Lc 10,  38-42 Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El texto de San Lucas que nos ha presentado la Iglesia para nuestra reflexión es desconcertante, y más cuando se trata de un texto que es narrado inmediatamente a continuación de la parábola del buen samaritano, a la que hicimos referencia el domingo pasado. En dicha parábola, si recordáis, se vio mal el “pasotismo” tanto del sacerdote como del levita, y muy bien la entrega generosa y sin condiciones del samaritano.

En el Evangelio de hoy, por el contrario, a quien se alaba es a María, que ha abandonado las tareas del hogar precisamente cuando más trabajo hay, pues Jesús y sus discípulos estaban hospedados allí, en casa de su amigo Lázaro, hermano de Marta y de María. Marta está nerviosa porque quiere atender a todos y no da abasto. Sorprendentemente, en medio de este “ir y venir” desasosegado y preocupado, Marta es cariñosamente reprendida por Jesús en vez de recibir su apoyo: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor, y no se la quitarán”.

Esta escena lucana ha originado multitud de debates e ingentes polémicas a lo largo de la historia. Santa Teresa de Ávila, hablando de los padres de la Compañía de Jesús, coetáneos de ella, decía: “En la Compañía hay muchas cabezas perdidas por un activismo excesivo”. Ciertamente, antes como ahora, la vida nos va imponiendo un ritmo tan acelerado y dislocado que nos impide reflexionar sobre el principal sentido de nuestra existencia, que no es otro que la orientación de la vida, la de cada uno, hacia Dios.

Una de las externas tensiones que se ha suscitado y se sigue suscitando en el seno de la Iglesia es la pugna entre la vida activa y la vida contemplativa. Ya en los Hechos de los Apóstoles, muchos cristianos criticaban a otros porque se dedicaban sólo a la oración y a la contemplación (cf. Hch 6,1-2). Lo ideal es armonizar los dos mundos, que no son tan distantes como solemos verlos y sí más compenetrados de lo que imaginamos.

Erich Fromm, uno de los autores modernos que más ha cantado al amor humano, en su bello y profundo libro El arte de amar, llega a decir que para que seamos capaces de darnos a los demás, tenemos que ser capaces también de vivir en nuestro interior horas de soledad; capaces de sentarnos y de sentirnos solos, libres, sin ninguna influencia ajena. Ésta fue la práctica habitual de Jesucristo. Sintetizó y armonizó con maestría y equilibrio exquisito la actividad con la oración (cf. Lc 4,42; 5,16; 6,12-13; 9,18.28; 11,1-4, etc.). De la oración sacaba las fuerzas vitales y el impulso que lo lanzaban a una acción “sin días ni horas”, compleja y difícil.

La vida activa y la vida contemplativa, en consecuencia, no se excluyen sino que se complementan y necesitan. La llamada de Dios a uno de los dos determinados estilos de vida no invalida automáticamente al otro. Así, para las monjas y monjes de clausura por vocación y carisma priman en su vida la contemplación, pero también ejercen su apostolado orando por toda la Iglesia, especialmente por lo que están más metidos en el mundo. Es, al fin y al cabo, su “actividad”, de la que tanto necesita la Iglesia.

Por otra parte, también es necesaria la “actividad de Marta”. La misión que Jesús ha encomendado a su Iglesia está repleta de obras sociales, ejercicios de caridad, evangelización en países de misión, catequesis, etc. De este modo, el cristianismo –como ya hemos apuntado sobradamente en anteriores reflexiones- no es un bello programa de sólo y únicamente “contemplaciones celestiales”, como criticó fuertemente el marxismo. Pero tampoco es un mero y puro activismo descontrolado y descerebrado. El cristianismo es ambas cosas, no yuxtapuestas sino integradas. Tan es así que lo que define y da sentido a la vida activa de la Iglesia es la oración de la vida contemplativa. Recordemos que las “obras” de la Iglesia no son unas obras más al estilo de cualquier institución civil; las “obras” de la Iglesia tienen su génesis en Dios, fuente y autor de la salvación. Por tanto, la Iglesia no tiene otra obra que la obra de Dios. Para llevar a cabo la misión del anuncio de la Buena Noticia de la Iglesia tiene que estar “llena de Dios”; de lo contrario, su decir será más pura palabrería humana que Palabra de Dios y su obrar será más puro obrar humano que obra de Dios. Cuando en la Iglesia ciertos movimientos y teologías se han empeñado a fondo en la labor encomiable de la redención de los pueblos más oprimidos, pero lo han hecho contando más con las estructuras humanas que con el poder de Dios, al final han fracasado estrepitosamente.

Aquí se cumple la exhortación de Jesús a sus discípulos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que sigue conmigo y yo con él es quien da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

Termino con una anécdota del padre Martín Descalzo. En su último libro, El testamento de un pájaro solitario, decía que cuando era niño su madre lo llevó un día a visitar la catedral y mientras él la contemplaba absorto su madre le decía al oído: “Aquí está Dios”. Él no hacía otra cosa que mirar a los altares, a los techos góticos. Entonces le preguntó a su madre: “Mamá, ¿dónde está Dios?”; su madre le volvió a responder: “Dios está aquí, no mires a ningún sitio; éste es un lugar para descubrir a Dios dentro de tu corazón. Dios está en ti mismo”.

Para esto está la oración y la contemplación, para que descubramos que dentro de nosotros mismos somos catedrales y templos donde habita Dios. Cuando por la oración descubrimos la grandeza de nuestra vida, este descubrimiento nos lleva a trabajar sin descanso por el bien de los demás.
Jesús, ayer como hoy y siempre, nos invita al ora et labora, lema de los benedictinos, que debe ser también el nuestro. La oración da sentido a la misión y nos reconforta en las dificultades. La misión es la encarnación viva del amor de Dios a los hombres. De este modo nuestra fe está avalada por nuestras obras y nuestras obras por nuestra vida de fe.

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